—Ocho, nueve, diez…
Pero el médico no dijo nada, lo que significaba que Tofilio debía que seguir colocando monedas en las manos del poco contento anciano.
—Pensaba volver a Cnosos tras dejaros —comentó Ankor rascándose la calva al llegar a puerto—, pero pasaré la noche aquí. Conozco el dueño de una taberna, no hará preguntas.
Segomedes había pensado en dormir en el barco mismo con Panea, puesto que llevarla a un hospedaje daría demasiados problemas. Pero después de probar un aperitivo de qué aguardaba bajo la superficie de la marea nocturna, pernoctar cerca del puerto ya no era una opción que le agradara.
—No me lo puedo creer. Dos, tres, cuatro… ¿Más? ¿No quieres cambiar de profesión? Eres mejor ladrón que médico. ¿Más? Siete, ocho…
Mientras arriaban la embarcación, Segomedes se adelantó en el muelle para asegurar el terreno. Rhithymno no era Cnosos, su puerto era diminuto en comparación, pero medio centenar de barcos de pesca pernoctaban allí, pegados unos a otros, dejando en evidencia la enorme actividad que habría durante el día.
Ankor, ya en tierra, se apresuró a dejar las olas a sus espaldas. Tras recolocarse la túnica sobre el hombro, se dirigió al grupo como el capitán que era.
—Seguidme. Vosotros —ordenó a los esclavos— dadme vuestras ropas.
Segomedes avanzó sobre la estructura de madera que conectaba con el suelo arenoso del puerto. Barriles, ánforas y redes descansaban por doquier, obligándolos a vigilar con detenimiento dónde ponían los pies. Nadie quería caer al agua.
La ciudad estaba a oscuras a excepción de las ventanas iluminadas en un par de casas, no había ajetreo alguno, y por supuesto ningún signo de patrullas nocturnas. El tebano asintió: era perfecto.
Panea dio media vuelta al darse cuenta de que faltaba alguien.
—¡Tofi!
El espartano, todavía en la barca, seguía contando.
—Cuatro, cinco… No me lo puedo creer. Seis, siete… Fenicio tenías que ser. Ocho, nueve...
Colocaron las túnicas de los esclavos sobre Panea a modo de manta. Aunque una figura de cuatro metros no era precisamente disimulada, era mejor dejar la verdad a la imaginación que mostrar realmente un cíclope paseando por la calle.
—Vamos, deprisa. Por aquí —apuró Ankor, con sus esclavos en ropa interior a sendos lados.
Linterna en mano, abandonaron la amplia zona que servía de mercado para adentrarse en las calles de Rhithymno, con casas de fachadas color arena de playa y raramente superando dos alturas. giraron a la izquierda en una intersección con Segomedes a la cabeza y Tofilio en la retaguardia.
—¡Que me caiga un rayo, Ankor el melenudo!
—¡Factolus el enano!
Ambos se dieron un fuerte abrazo en el umbral, mientras el grupo esperaba impaciente, alerta por si alguien decidía asomarse o toparse con ellos en un paseo a la luz de la Luna.
—Me temo que requiero de tu generosa hospitalidad —explicó con prisas.
El dueño del lugar abrió la puerta hasta que ésta no se lo permitió más y dio un paso atrás.
—Rápido, entrad, vamos, vamos —instó gesticulando con la mano hacia sí mismo.
Factolus, un hombre de complexión raquítica y alto como dos escobas juntas, se aseguró de que ningún curioso hubiera sido testigo de la escena. Una vez Tofilio cruzó, cerró la puerta.
Con todos reunidos en el interior de la taberna, observó el inusual grupo. Claramente, la criatura cubierta de cabeza a cintura por túnicas, dejando ver unas piernas musculosas y pies… sospechosamente grandes, llamó su atención.
—¿Y éso es…?
Entonces, le vino el olor de Panea.
—Espera, no quiero saberlo —dijo tapándose la nariz.
—Gracias por ofrecernos tu casa, Factolus —reverenció Segomedes educadamente—. Necesitamos un lugar seguro donde dormir hoy, además de provisiones. Armas, en caso de que tengas. Te pagaremos, por supuesto. Continuaremos nuestro viaje antes de que amanezca y no te daremos problemas.
El médico apretó los labios y torció la mirada hacia el espartano.
—Oh, no. Ni hablar. El hospedaje va por tu cuenta, viejo. Tienes dinero suficiente como para comprarte una pequeña isla. Si abres la boca será tú quien necesite un médico.
Tras superar la sorpresa de ver que se trataba de una cíclope, Factolus el enano acomodó a los inesperados invitados en dos habitaciones conjuntas. Mientras, Segomedes y Tofilio trataban de explicar a Panea que dormirían para continuar por la mañana cuando saliera el sol. Colocando un par de mantas, prepararon una cama cómoda y caliente en la cocina para ella.
—¿Tienes hambre?
Factolus se ganó el afecto de Panea rápidamente al ofrecerle frutos secos y fruta de la despensa que ella devoró con ansia, a la vez que los atónitos esclavos de Ankor servían vino.
Pero con el día tan intenso que habían experimentado, conciliar el sueño se preveía difícil. Ya más calmados y con las armaduras dejadas a un lado, se reunieron en la sala principal de la taberna, donde juntaron varias mesas para intercambiar historias disfrutando del vino del huésped. Al cabo de una hora, terminaron especulando sobre cuántos orificios tenían las sirenas.
—Yo una vez yací con una centauro —se aventuró a intervenir el médico cambiando de tema, mostrando su dedo índice para atraer algo de atención, pues había permanecido en una esquina, bebiendo en silencio.
El grupo miró al viejo con cierto aire de incredulidad.
—Es cierto —aseguró, preparándose para relatar su aventura—, entonces era un chaval, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Me perdí no muy lejos de aquí, en el bosque que lleva al lago. La luz me abandonaba, y no encontraba el camino de vuelta. Fui atacado por un lagarto gigante, y en mi ayuda acudió una hermosísima guerrera, armada con lanza de seis puntas y escudo refulgente. Tenía un pelaje brillante color caoba, y sus ojos turquesas destellaban cuando mirabas fijamente. ¡Oh, divina belleza!
Aunque reticentes a creer las palabras del viejo, Segomedes, Tofilio y Ankor inclinaron sus cuerpos hacia delante para escuchar mejor. Fuera cierta o no la historia, la curiosidad había clavado su anzuelo en ellos.
—Pero —continuó con tono dramático—, cuando el lagarto huyó, vi que ella tenía una astilla del tamaño de un pulgar clavada en una de sus fibrosas patas, resultado del rápido combate. Como agradecimiento por quitársela, me otorgó unos minutos de su tiempo, en los que conversamos sin palabras y experimentamos una vida de romance en una noche pasional bajo las estrellas. ¡Ay, qué daría por verla de nuevo! Pero a la mañana había desaparecido, y con ella, mis esperanzas de montarla de nuevo.
Este último apéndice les hizo reír y brindaron sonoramente mientras Panea, con la barriga llena, roncaba en la cocina. Con las carcajadas, la herida de la mejilla de Segomedes empezó a sangrar. El anciano, de nombre Astyoche, le cambió los vendajes, y el ambiente se relajó.
—Por más que busqué —contó el médico, con un tono más melancólico—, nunca la encontré.
—Bonita historia —intervino Tofilio, reclinado en su asiento—, aunque más bien huele a sueño.
Pero el anciano Astyoche negó con la cabeza firmemente, y se sacó un colgante del cuello.
—Yo también dudaría de mi propio relato… de no ser por esta piedra que apareció en su lugar a la mañana siguiente.
El collar de plata terminaba en un engaste esmeralda pentagonal, una bella pieza de joyería que debía valer una fortuna. En su centro se podía ver el dibujo de una lanza de seis puntas.
—Si ya sabía que te gustaba el dinero —murmuró Tofilio. Dio otro trago para olvidar el tema y se dirigió a Segomedes —. ¿Y qué haremos ahora?
El tebano se puso en pie, copa en mano. Ya no podía posponerlo más, debía dar al chico una respuesta. Probó de nuevo el vino, más para quitarse el sabor de la sangre de los labios que por placer por la bebida, y se aclaró la garganta.
—Está bien: recapitulemos.
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