Cual
saeta lanzada por una catapulta, los cuerpos de serpiente de los
tritones se encogieron para después salir disparados hacia los
griegos. Tuvieron la audacia de atacar ambos a Tofilio, pasando sus
lanzas y golpeando el escudo espartano con sus tridentes en brutal
choque.
Segomedes vio cómo la lanza y escudo de su compañero se atrasaban como si un titánico anzuelo tirara del chico, dejando tras de sí una estela carmesí que desapareció con un gruñido de dolor.
Con ambos enemigos dentro del alcance de sus armas, recogió la lanza en un bien entrenado movimiento, tirando de ella, abriendo el puño y cerrando su agarre en un instante, permitiéndole así usar la punta en el vientre del tritón a su izquierda. Nada mortal, pero suficiente para alejarlo unos segundos mientras retrocedía hacia Tofilio y protegerle de una segunda estocada descendente con su escudo decorado con una cabeza de toro, el mismo que consiguió de Deneo, guardia real del rey Iphitas el constructor.
—¡Ah!
Pivotando hacia la derecha alargó el brazo a lo alto, casi colocándose de espaldas al enemigo, con la pierna contraria arrodillada. Greba izquierda, escudo y yelmo crearon un muro de protección perfecto en el que no había hueco por donde alcanzar al tebano.
Dos de las puntas alcanzaron la defensa, mientras que el extremo derecho rascó el casco de Segomedes justo por encima de las cejas.
Parpadeó con fuerza y por el espacio entre su rodilla y codo, pinchó con la lanza perforando escamas y carne.
—¡Uf!
Había olvidado que los cuerpos sirénidos de los tritones les permitía atacar no solo con sus brazos, sino con sus colas, error que Segomedes pagó siendo abofeteado en la espalda y cayó de bruces. Pero la acción del tebano no había caído en saco roto: la punta del tridente resonó al chocar contra el suelo: era la suela de Tofilio el espartano.
Cualquiera hubiera atestiguado que aquel día los meteoritos caían hacia arriba. Y es que la mancha carmesí subió por el tridente enemigo, y cuando llegó a los puños que lo sostenían, la cabeza del tritón quedó separada del cuerpo para salir despedida rodando en el aire.
Con el pie derecho sobre el pecho del monstruo, escudo en alto y brazo atrasado, apuntando con su xiphos al tritón líder, perdió altura cuando su víctima se precipitó de espaldas. Mantuvo la postura a la perfección cuando aterrizó a la vez que la cabeza ensangrentada, cerca de donde Panea había estado luchando.
Segomedes se irguió para comprobar el estado de la mujer. Una sonrisa se atisbó bajo el casco, pues el tritón yacía boca arriba con su propio tridente clavado en la garganta y su asesina, con varios cortes pero victoriosa, se acercó a los griegos para recuperar la formación inicial.
En un balanceo serpenteante, el tritón en armadura circuló alrededor del trío murmurando palabras ininteligibles. Panea no esperó a que realizara el primer ataque, y lanzó uno de los tridentes con su característica fuerza, aunque el movimiento de esquiva del monstruo marino fue más rápido. El proyectil de bronce se deslizó sonoramente sobre la cueva, llegando hasta la piscina y sumergiéndose.
—Aquí viene. Cuidado con su cola —advirtió Segomedes.
Emitiendo un siseo similar al de una serpiente, chocó las espadas cortas y embistió a los griegos con ambos tridentes y un tercer ataque con la cola que esta vez no cogió desprevenido a Segomedes. El escudo de toro se abolló ante el impacto y poco faltó para que tirara a Tofilio hacia la derecha, pero éste resistió y sostuvo al tebano con su propio cuerpo.
—¡Aah!
Panea saltó al lado para contraatacar. Con un seco aguijonazo, la punta de su tridente quedó doblada, y el casco beocio del tritón cayó al suelo.
—¡Ahora, ahora! —gritó Segomedes.
Mientras los griegos le hacían frente y mantenían ocupado con constantes pinchazos, la mujer corrió a toda prisa a liberar a los hombres ante la atenta mirada del tritón, ya que poco más podía hacer: se había quedado solo.
Los escudos se movían paso a paso, presionando, ganando terreno lentamente. Cuantos golpes de tridente conectaban eran absorbidos por las armaduras griegas y resistidos por los fornidos cuerpos de los que las portaban.
El enemigo cambió de táctica. Usó el extremo de su cuerpo para atizar desde arriba. En un movimiento sincronizado, ambos elevaron los escudos y extendieron brazos y hombros derechos, alcanzando al tritón en dos puntos y bloqueando el tremendo latigazo de cola. Por fuerte que fuera el impacto, comprimiendo los cuerpos de los griegos y aplastando sus crines, había valido la pena, habían conseguido la primera sangre.
—¡Ayuda, ayuda!
Panea se apresuraba en apartar la media docena de piedras del techo de la jaula. Sin embargo, en vez de dejarlas caer, las aprovechó para lanzarlas contra el tritón desde el flanco.
Esquivar los proyectiles a la vez que protegerse de los ataques de lanzas se probó como una tarea imposible. El tritón se llevó dos impactos de piedra en el cuerpo, permitiendo a Tofilio acertar en el codo derecho atravesando tendones y ligamentos. Había dejado el tritón había inservible y con el resonar del bronce, le quedaron tres brazos útiles. Herido y viéndose a pocos metros de la pared se encabritó.
No había modo de superar a los invasores con armas, y optó por emplear su cola de nuevo, esta vez fintando un ataque descendente, para barrer el suelo. Los tobillos de Segomedes recibieron el sonoro golpe y éste quedó suspendido en el aire un momento mientras el espartano saltaba cual liebre para evitar sufrir el mismo castigo. Arrugó el semblante al bajar la mirada y ver que el tritón recogía la cola para agarrar a su compañero que caía al suelo.
Tan rápido intentó cortar el escamoso cuerpo, el cuerpo del tebano quedó despedido hacia la pared opuesta. Tras el violento choque, sus armas resonaron en la sala y Segomedes cayó de bruces.
“Es una promesa.”
Con aquellas proféticas palabras en su mente, mandíbulas presionadas, músculos tensos y ojos listos para no parpadear hasta que uno de los dos yaciera muerto, Tofilio de esparta arrancó en una rueda homicida que le envió en zancadas contra el enemigo. Se protegió de los pinchazos de tridente y arremetió con la lanza a cada segundo, arriba, al centro, cada aguijonazo acompañado de una exhalación. Abajo, centro.
Las espadas cortas bloqueaban algunos golpes, pero los brazos inferiores del monstruo eran torpes, lentos y débiles en comparación con la máquina de guerra que era cada fibra espartana: él podía mantener ese mismo ritmo durante horas.
Echando la cabeza hacia atrás, el tritón aulló de dolor y rabia, pues por una docena de orificios manaba la brillante sangre aguamarina.
—Asonpkr… ¡Ti uk po!
De un último pinchazo clavó la lanza en el costillar, doblando la punta que quedó enganchada. Era el momento de cambiar de nuevo a la espada, y así habría continuado, de no ser por el aviso.
—¡Cuidado! —gritó uno de los prisioneros al ser liberado por la cíclope, quien ya se encontraba repartiendo tridentes y lanzas.
—¿Qué?
De la sangre del tritón emanó una luz inusual, y por puro reflejo Tofilio se encogió para dejar que su hoplón hiciera su trabajo.
En un parpadeo, una esfera compuesta por astillas de hielo del tamaño de un dedo se formaron y volaron para clavarse en todas direcciones, ya fuera suelo, paredes, escudos o carne.
De los tres hombres que se apresuraban a unirse al combate, uno cayó de espaldas cuando una estaca de hielo le atravesó el pecho.
Tres fragmentos alcanzaron a Tofilio, uno en la axila, otro en el cuello y el tercero en la pantorrilla, atravesando el músculo. Las fuerzas abandonaron su pierna derecha y la greba tocó el suelo.
—¡Ephilostes! —gritaron los dos hombres armados con lanzas.
—¡Magia del tártaro! —gruñó rompiendo su disciplinado silencio de batalla al verse incapaz de erguirse de nuevo con aquella cosa clavada, que le congelaba de la cadera hasta la rodilla.
—¡Ti uk po!
Todavía con la lanza clavada, el tritón empleó sus tres brazos sanos en atacar a Tofilio, que se encogía más y más a cada impacto, sosteniendo el escudo con ambas manos.
—Parece que no podré heredar tu armadura, tebano…
En un desesperado intento antes de ser derrotado, dejó su protección sostenida con una única mano para llevar la derecha hacia la espada, pero el siguiente golpe de tridente se lo arrancó, desequilibrándolo. Por primera vez en mucho tiempo, Tofilio sonrió.
—¡Tu ik po!
El siguiente tajo quedó bloqueado por su xiphos. Ambos intercambiaron miradas: las pupilas de reptil del tritón vibraban en casi imperceptibles sacudidas, mientras que las de Tofilio permanecían tan calmas como inmóviles. Aún no había parpadeado.
Una piedrecita chocó contra el rostro del monstruo, atrayendo su atención hacia el lado donde no había nadie. Al menos, no donde debería haber, ya que la jaula se encontraba en el otro extremo. Era el niño prisionero, de no más de diez años; armado con un puñado de proyectiles, ejecutó su indefensa pero constante llovizna de piedras. Inofensiva ciertamente, pero cumpliendo con el cometido de distraer.
Dos lanzas empujaron el costado del monstruo contra la pared, y el puño de Panea se estrelló contra la cara del tritón, incrustando los nudillos en la garganta llevándose por delante sus puntiagudos dientes.
—¡Matadlo, ahora!
Pero la bestia no se dio por vencida. De nuevo, un barrido con la cola fue suficiente para derribar a uno de los griegos prisioneros y a Tofilio, quien aún trataba de tenerse en pie.
En una acción preventiva, Panea inmovilizó dos de los brazos del tritón, iniciando un duelo de fuerza bruta en el que ambos se jugaban la vida. El corazón de la cíclope bombeó a plena potencia, enviando la sangre en pulsaciones visibles desde el exterior en forma de venas hinchadas en bíceps, antebrazos y cuello.
—¡Ti uk po!
—¡Dolor!
Forcejearon unos segundos intensos en los que los dedos de Panea estrujaron las muñecas de su adversario con un pasmoso crujido de huesos. De haberse tratado de un enemigo humanoide, ella habría resultado victoriosa, pero el tritón aprovechó su anatomía piscizoide para abrirle las piernas con un latigazo de cola.
—Uk po.
De un esforzado empujón le tiró de culo, agarrando a la cíclope de las manos impidiéndole escapar de su próximo ataque. Panea abrió la boca para lanzar un gruñido, aunque éste no llegó a pronunciarse.
El filo de una espada ancha cercenó escamas, carne y hueso en un mandoble vertical descendente. Con un segundo tajo continuado, el brazo derecho del tritón acompañó el izquierdo en un baile aéreo, ya despegados del cuerpo a la altura de los codos. Para terminar, el metal cayó estrepitosamente contra el abdomen, abriendo una brecha en la carne hasta la columna. Segomedes escupió un gargajo de sangre. Empuñando la espada con ambas manos, inspiró satisfecho y preparó la estocada final.
Compungido por el agudo dolor, el tritón elevó un alarido y torpemente dio media vuelta, directo hacia el túnel acuático.
—¡No! —gritó Panea agarrando el extremo de la cola.
Segomedes elevó el filo a la altura de su hombro, y cuando el tritón recibió el estirón de la cíclope, de un tajo horizontal le cortó la cabeza.
—¡Victoria!
—¡Estamos salvados, salvados!
—¿Estamos bien? —preguntó Segomedes revisando a los supervivientes, aunque su voz era tan débil y entrecortada por las bocanadas de aire que nadie le oyó. Aun con la coraza se podía apreciar sus tremendas inspiraciones cuando su pecho se hinchaba de aire.
Tofilio, ya en pie, asintió a la vez que sus rodillas bailaban incontroladamente. Satisfecho por haber conseguido su objetivo y ver a Segomedes con vida, mostró una sonrisa apenas visible tras el casco, pero se precipitó de rodillas una vez más en un tronar de bronce chocando contra la piedra.
—¡Tofi!
Panea corrió a socorrerle, pero éste elevó su mano derecha para demostrar que seguía consciente. Con todo, no rehusó los cuidados de la cíclope, pues alguien tenía que sacarle las estacas de hielo.
El casco tebano descansó en el suelo, y Segomedes pudo otorgarse un minuto para recuperar el aliento. Se frotó los ojos con ambas manos, dejó caer la espada y el cuerpo. De rodillas, elevó el mentón y apretó los dientes. La sangre brillante de tritón manchó sus grebas, rodillas y pies. E incluso la corriente de agua que llegaba por las escaleras estaba coloreada de sangre de tritón; tal era la carnicería que habían perpetrado los griegos aquella mañana.
—Padre máximo —oró en voz baja al inicio—, Cronida que acumula las nubes y todo lo ve. Has sido testigo de nuestros esfuerzos y de cómo hemos dado muerte a criaturas de tu hijo, amo de los océanos y de todas las criaturas que habitan en ellos.
Se limpió el sudor que caía en un torrente por su nariz y barbilla.
—Ten misericordia de nosotros, pues en nuestros actos únicamente ha habido intenciones de socorrer hombres inocentes.
Así rezaba el tebano mientras el grupo se reunía. Consciente de que no disponía de ofrendas dignas para pedir nada al rey del Olimpo, sus siguientes palabras las pronunció tan quebradas que a los presentes les pareció que se trataba del lloro desesperanzado de un hombre que acaba de perderlo todo.
—¡Zeus, que vives en lo alto del firmamento, que reinas sobre los dioses, los elementos y los hombres, óyeme! ¡Sé mi égida contra la ira de Poseidón!
Tofilio, Panea, los dos supervivientes y hasta el niño, sosteniendo una última piedra, quedaron conmovidos ante el discurso, observando al tebano en silencio largo rato. Tan perplejos quedaron, que hasta esperaron una respuesta, una señal de los dioses.
Nada. La oración de Segomedes se transformó en un gimoteo inconstante de palabras.
—Zeus, Zeus, óyeme...
Y si los dioses escucharon la plegaria de Segomedes, no dieron respuesta ni señal.
Por ahora.
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