A través de los reinos de la Muerte y la terrible Ira de Dios, rodeados por una noche que no podía amanecer y una oscuridad más profunda que aquella previa a la Creación, los tres hermanos descendieron con corazones valientes los caminos que ningún mortal había caminado jamás. Lamentos, gritos y voces susurrantes, terribles y crueles, se arremolinaban alrededor de las sordas almas de los tres hermanos, cuyas mentes estaban enfocadas en los silenciosos murmullos del río que fluía al lado del camino, y en las notas de la cítara de Ada Ebi.
Los dedos de Sanesro tocaban las cuerdas en una cadencia que entraba en los oídos de sus hermanos y abrazaba sus mentes y espíritus, sumergiéndolos en un silencioso trance. La cadencia, tan arrulladora y armoniosa, parecía apartar a lo que fuera a lo que le pertenecían tan terribles lamentos; y, al mismo tiempo, alentaba a los tres hermanos a dar un paso tras otro en la oscuridad. Hacia el oeste, siempre hacia el oeste, en un camino rodeado por impías sombreas, más largo que el invierno mismo, pues hacía que los recuerdos de la persona a quien habían amado aparecieran frente al ojo de su mente. Y ella cantaba como lo había cantado tantas veces antes, cuando era tiempo de ir a dormir y cuando despertaban a una noche sin amanecer.
Allí esta Ada Ebi, joven y vieja al mismo tiempo; su cabello, corto y largo, todo negro, todo blanco. Cantaba con dulce voz las hazañas de su padre Sil Ebi; las viejas historias que su tía le había contado cuando se convirtió en una bruja. Y los tres hermanos, absortos en la música, vieron los altos montes de Saillan cubiertos por la verde primavera y el verano en flor, y el soleado Valle de Tyar cuando el río Shavit fluía en la temporada de lluvias. Vieron las moradas celestes del Rey y la Reina también, y el consejo nocturno de sus miles de hijos e hijas.
Por sueños y música, los tres hermanos caminaron su sendero, alertas a los peligros que Sanesro apartaba con su canto.
De repente, el eco de sus pisadas resonó en el silencio, cuando llegaron a una amplia galería, la bóveda de la cual brillaba como el cielo nocturno brilló alguna vez, de acuerdo con Ada Ebi. Y tuvieron suerte, porque, de haber continuado en las sombreas, no habrían visto el fin del camino y habrían caído a las frías aguas del río Akan, donde la Muerte habita. A sus orillas, descubrieron una balsa que apenas se mantenía a flote y, sin decir palabra alguna, la abordaron. La canción de Sanesro hizo moverse a la balsa y la mantuvo unida por su propia voluntad.
No miraron por la borda, temiendo lo que podrían encontrar: las caras desfiguradas por el frío de todos aquellos que habían osado alzar las armas contra la Voluntad de Dios. A la mitad del camino, sin embargo, Idaro se levantó en el centro de la balsa, estiró sus brazos hacia el frente y oró por ellos, esperando que las torturadas almas pudieran finalmente encontrar redención y el eterno descanso.
Los tres hermanos finalmente llegaron a la otra orilla y no apenas habían descendido de la barca, cuando ésta se hundió en las oscuras profundidades del río Akan.
Frente a ellos se alzaba las impenetrables murallas de Kásatan. Custodiándolas, la bestia más grande que habían visto hasta ahora estaba de pie enfrente de sus amplias puertas. Parecido a un enorme lobo, de sus fauces sobresalían filosos caninos que rasgarían la piel de un mamut sólo con tocarla, y sus fieros ojos paralizarán a cualquiera que osara intentar cruzar las puertas de Kásatan.
—Ése es Nis Adi —dijo Adhero Ebi—, quien desgarró en pedazos el cuerpo del Rey con sus poderosas fauces. Ahora su aliento puede quemarnos. Moriremos si intentamos acercarnos a él. Para entrar a Kásatan es necesario burlarlo.
Entonces a Sanesro, astuto como un zorro, se le ocurrió un plan que complació a sus hermanos. Usando el poder que Ada Ebi les había dado en herencia, entonces, los tres hermanos desdibujaron sus formas y tomaron la de inofensivas bestias. Y es que Nis Adi tenía por encargo detener a cualquier humano que asara cruzar las puertas de Kásatan. Apartando de el paralizante miedo en sus corazones, los tres hermanos se deslizaron bajo la sombra de Nis Adi, logrando lo que nadie más había hecho antes. Una vez dentro de las murallas y sólo cuando hubieron dejado bien atrás la refulgente mirada de Nis Adi, decidieron retomar sus verdaderas formas.
Continuaron a través de los desconocidos sendeos de Kásatan hasta alcanzar el impenetrable palacio, custodiado por la Espada de Dios, quien había matado al padre de los hermanos, Aro Ebi. Versado en los varios trucos de los cambiaformas, la Espada de Dios no sería burlada tan fácilmente como había sido Nis Adi. Así que, ocultos en las sombras del Inframundo, los tres hermanos se sentaron y deliberaron qué deberían hacer a continuación, pues serían muertos si intentaban enfrentarse a la Espada de Dios en desigual combate.
Entonces, Adhero se arrancó un cabello de la cabeza y lo volvió un mosquito.
—Ve con la Espada de Dios y muérdela para que puedas traer su sangre pura— le ordenó Adhero a su cabello.
Así hizo el mosquito, y depositó cuidadosamente una gota de la sangre dorada de la Espada de Dios en el dedo índice de Adhero, quien entonces susurró:
—Que tu sombra esté a mi servicio, porque yo ya sé tu nombre y quién eres todo el tiempo, Aman Emi.
Entonces, fuerte como un león, o porque él en verdad era uno, Adhero se lanzó contra la Espada de Dios, y la sometió con un zarpazo. De vuelta en su forma verdadera, el hijo de Aro Ebi tomó la espada y atrapó el alma de Aman Emi con magia, para que no pudiera huir.
Despejado el camino, los tres hermanos fueron hacia la sala del divino trono al ritmo de una letanía que Sanesro tocaba en la cítara, mientras cantaba “destinados a pelear en venganza de las huestes de Diuren Garán contra Dios” una y otra vez, pues ya no había necesidad de estar callados ahora que se acercaban a Dios Omnisapiente. Por tanto, cuando finalmente entraron a la sala del divino trono, no les sorprendió que Dios Mismo los estuviera esperando.
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