Los tres turnos de vigilia pasaron sin más eventos que un jabalí curioso que se acercó al río, para desaparecer en cuanto vio figuras humanoides en el fuego.
Las cejas de Segomedes últimamente parecían tener cierta disposición a permanecer apretadas. Tal vez era viajar con más gente y tener que preocuparse de otros de nuevo lo que le volvía tan áspero. Irónico, pues durante años había estado convencido de que su época como oficial había quedado atrás.
Antes de que el sueño atacara, prefirió ponerse en pie y pasear alrededor del fuego a la vez que se entretenía rascándose la barba.
“¡Vas a morir, tebano! ¿Me oyes? ¡Te crucificaré en la escalinata del palacio y dejaré que te coman los cuervos!”
—¿Qué estoy haciendo? —susurró para sí, y retomó sus pasos.
Fue él quien atacó primero, cortando los brazos de uno de los soldados. Había actuado como un loco sin razón, alguien que no tiene nada que perder. Y haciéndolo, había arrastrado a Tofilio con él. Negó con la cabeza y dio otra vuelta en silencio.
La promesa que pronunció al padre del espartano bien podía darse por rota, o quebrada, al menos. Porque la condición de devolver al chico sano y salvo a su tierra se veía complicada de cumplir. Volvió la mirada hacia Panea y fueron sus labios los que formaron una mueca.
Y aun así…
Con el Sol próximo a despuntar e iluminar un día más, Segomedes decidió no despertar al resto. Es más, incluso iba a permitirles dormir hasta bien entrada la mañana. Tras los dos días que habían tenido y los extenuantes combates, necesitaban reposar ahora que podían. Así pues, revivió el fuego y preparó algo más de leña para alargar su turno.
Pero que Tofilio no hiciera acto de presencia antes que el Sol estaba muy alejado de la realidad, y el espartano se sentó casi de un salto, dispuesto a iniciar su rutina sin pronunciar palabra.
Con la manta ya guardada, se desnudó y salió corriendo hacia el río para lavarse.
Hablar solo ayudaba al tebano a poner sus pensamientos en orden.
—No sabemos si pasaremos dos días o dos semanas en este bosque… Hmm. ¿Y si….? Creo que podríamos acampar aquí de forma semipermanente, salir durante el día a explorar y volver a la noche.
Dio varias vueltas sobre sí mismo, estudiando el lugar.
—Poner una barrera en ese lado, una empalizada primitiva. Y allí también, así aprovecharíamos los troncos como barrera natural. Con un puesto de vigilancia en el río. Podría funcionar, podría funcionar...
De repente se vio abrumado por las ideas y la imagen de una fortificación que les daría ventaja ante el ataque de los soldados de Cnosos y otras criaturas hostiles ocupó toda su atención.
La voz de Panea hizo que Segomedes, cruzado de brazos y señalando varios puntos entre los árboles, girara el cuerpo. La cíclope bostezaba sonoramente con el cuerpo inclinado hacia atrás, mostrando los colmillos afilados que él no había visto antes.
—¿Tofi?
—Está en el río, lavándose.
—Hmm. Hambre.
Las conversaciones con la cíclope estaban acompañadas de gesticulaciones exageradas para hacerse entender, y era algo a lo que los dos griegos se habían acostumbrado. Pero funcionaba, así que no había razón para dejar de hacerlo.
Como quien estudia un animal salvaje jamás visto antes, Segomedes quedó en silencio observándola, jugando con la punta de su barba formando rizos constantemente. Una sonrisa se le escapó a Segomedes, las mechas de pelo que caían sobre la cara de Panea y sus andares arrastrados, hombros caídos y murmullos matutinos le daban un aspecto inofensivo.
Paró su búsqueda de algo que llevarse a la boca y giró el rostro a la izquierda, fulminando con la mirada a Segomedes.
—¿Qué?
—Nada —se encogió de hombros—, pero tú deberías ir también —añadió señalando al río—, hueles a… cómo decirlo.
Con el pulgar apretó la nariz e imitó el sonido de un cerdo. Panea mostró una mueca de ofensa profunda, formando una O con los labios.
—¿Sego hambre? —preguntó mostrando su puño.
Lejos de sentirse intimidado, Segomedes adelantó el cuerpo con una risa.
—Haz lo que debas. He dicho la verdad.
Apretando los morros y mascullando palabras ininteligibles, Panea cogió el mismo camino que el espartano y desapareció entre los árboles.
Estiró los brazos y se crujió las vértebras del cuello.
—Bueno. Es hora… de empezar.
Utilizaría las ramas más gruesas que pudiera cortar para comenzar, o al menos marcar, dónde iban a construir la barrera. No frenaría una carga de centauros, pero sí ayudaría a que hombres a pie atacaran justo por donde ellos quisieran. Afortunadamente, portaban las herramientas adecuadas y el hacha le permitió acelerar el trabajo.
No debía llevar más de diez minutos en ello cuando Panea regresó agitando los brazos y un gran pescado en la mano derecha.
—¡Ah, ah!
Segomedes, que se encontraba agazapado marcando en la tierra una línea, se irguió para ver mejor.
—¡Oh, traes el almuerzo, fantástico!
—¡No! ¡Tofi, ah, ah! ¡Imto qua peltes! ¡Tofi peltesia!
Éste se rascó la barba y quedó observando a la cíclope, empapada de arriba abajo y con un chorro de agua que le caía de la trenza. Por su agitada respiración, era lógico pensar que algo había pasado con Tofilio.
—No he entendido absolutamente nada de lo que has dicho.
—¡Tofi! —señaló ella—. ¡Tofi blablabla!
Antes de iniciar una conversación absurda, Segomedes se rindió y abrió la palma de la mano para pedirle que guiara el camino hasta Tofilio. Ella giró de un salto enérgico dejando caer la pieza.
—¡Tofi peltesia! —Repitió ya retomando sus pasos.
Apartando ramas a manotazos, Panea se apresuró, sin volver la mirada para comprobar si Segomedes le seguía. Él en verdad no se mostró muy preocupado y mantuvo una distancia prudencial sin alterarse demasiado. Fuera lo que fuera, Tofilio ya había salido de peores situaciones.
—¡Ah, Tofi!
Panea frenó en seco, y como preparándose para un combate, elevó los puños.
La figura desnuda del espartano se apareció ante ambos. Caminaba torpemente alternando la mirada de lado a lado, como si fuera la primera vez que se encontrara en un bosque y hasta la hoja más pequeña moverse con el viento le fascinara.
—¿Tofilio? ¿Estás bien?
La voz de Segomedes atrajo su atención, y las pupilas, carentes de vida, se fijaron en la pareja. La pronunciación de Tofilio tenía pegado un acento extraño, y sus labios gesticulaban exageradamente en las vocales.
—Una cíclope y dos humanos. Interesante.
—No hemos venido a hacer daño —se apresuró a decir Segomedes, dando un paso adelante mostrando sus manos desarmadas—. Buscamos los centauros, y el Oráculo.
—Eso ya lo veremos.
Dicho esto, el cuerpo de Tofilio se desplomó de bruces cual saco de harina, estampándose los morros contra la hierba y elevando las piernas con el choque antes de quedar completamente en horizontal.
—Tofi dolor —susurró ella a la vez que se acercaba para socorrer al espartano.
—Nah, estará bien. Tiene la cabeza muy dura. Cógelo.
De vuelta al campamento, Segomedes se esforzaba por hacer entender a Panea lo necesarias que eran sus medidas extremas.
—Lo sé, lo sé. Pero es necesario. Tofilio ha sido poseído… ¿peltesia? Por algo, y desconocemos si, cuando despierte, si es que despierta, no lo hará escupiendo fuego o dando manotazos con la fuerza de un titán. Así pues, Tofilio se quedará como está hasta nuevo aviso.
—Peltesia.
Ella negó con la cabeza. Brazos cruzados y semblante serio, no ocultaba su desagrado a la situación. Habían atado a Tofilio a un árbol, imposibilitando que se moviera al despertar, siempre y cuando mantuviera un nivel de fuerza humano. Al menos, le habían vestido con su túnica.
—Sea lo que sea, aún está dentro de él. Esperaremos con atención.
—Vigilar.
—Eso es. Tú vigila, yo voy a dar una vuelta de reconocimiento, no vaya a ser que se trate de una distracción antes de un ataque. Volveré.
—Yo vigilo Tofilio—repitió Panea.
—Eso es. Yo vigilo fuera.
Ya preparado para la batalla, con toda su panoplia colocada, escudo y espada listas, dejó a solas a la pareja para acallar, una vez más, sus terribles sospechas.
—Es que es una detrás de otra —renegó aunque nadie pudiera oírle—, no descansamos ni un día.
Con la nueva luz podía explorar los alrededores. Primero retomó el camino por donde habían venido, desde el río, para así observar el lugar donde tuvo lugar la presunta posesión. No encontró más que rocas musgosas, algún que otro pez saltando y agua transparente. Nada sospechoso: todo estaba en calma, si había algo fuera de lugar, él no podía verlo.
Continuó el curso del río, pero antes de alejarse demasiado giró a la derecha y retornó al campamento. No quería dejar a Panea a solas demasiado tiempo.
Allí, ella terminaba de sacar las tripas al pescado junto al fuego.
—¿Sego hambre?
—Si, tengo hambre.
—Panea hambre.
Segomedes se acercó para dejar la espada y el escudo junto a su macuto. Después, se quitó el casco.
—¿No la tienes siempre?
—Día, noche, hambre —apuntó ella elevando el índice, imitando el movimiendo del Sol de este a oeste.
La herida de la mejilla recordó al tebano que no debía hablar ni sonreír como llevaba haciendo desde que salieron. Tenía el ungüento todavía sin usar, y aquel era un buen momento mientras esperaban a que tanto el pescado como Tofilio estuvieran listos.
Panea murmuraba algo en su idioma, pero él no prestó mucha atención. Observando al dormido Tofilio, embadurnó la mejilla con la pasta verdosa y antes de darse cuenta, llevaba un rato escuchando un canto. La voz de Panea era chocantemente agudo, con palabras de sílabas alargadas y generalmente de tono descendente, dándole un aire melancólico a la melodía.
Se dirigió a la fogata para colgar la pieza. Miró con cierto orgullo la estructura que había construido, y asintió cuando solo hubo que esperar. Fue entonces cuando dio un respingo al ver a Segomedes observándola con ojos entrecerrados y brazos cruzados, como concentrado.
—¡Ah! Sego gusta —se llevó el índice al ojo, ya que no conocía el verbo adecuado.
Él no era un mirón, o éso se decía, pero ciertamente se sentía fascinado por ella. Apartó la mirada un instante, al no tener las palabras adecuadas para darle a entender una explicación. La barrera lingüística era enorme, apenas podían intercambiar ideas o pensamientos. A Tofilio se le daba mejor hacerse entender, pero Segomedes estaba acostumbrado a dar órdenes concretas y que estas se ejecutaran sin vacilación.
—¿Panea triste? —preguntó gesticulando cómo una lágrima caería por la mejilla.
Una larga sonrisa sirvió de respuesta. Aun así, se esforzó por dar una explicación.
—Tofilio, Segomedes amigos. Panea no triste —dijo irguiéndose con los brazos caídos, observando al tebano con la misma atención que él ponía en ella. Muchas veces encorvaba la espalda; cuando realmente estiraba la columna mostraba toda su altura y era verdaderamente intimidante.
—Ojalá un día entiendas que no hago esto solo por ti, sino por un objetivo mucho mayor. Aun con todo, he de reconocer que actué por despecho. Me vi reflejado en ti, y no pensé en las consecuencias, llevando a Tofilio hasta esta situación conmigo, lo cual no es justo. No sé de dónde vienes, ni conozco nada de tu gente, pero… sabes luchar, te desenvuelves en la naturaleza, no te importa cocinar, tienes aptitudes sociales, y lo que es mejor aún, no le das importancia a la desnudez. Con una griega habríamos tenido discusiones de todo tipo, pero viajar contigo es... tan fácil.
Se encogió de hombros. Que sus palabras cayeran en un vórtice de vacío ayudaron a transformar en sonido sus últimos pensamientos.
—Lo tienes todo. Eres fantástica.
¿Cuánto hacía que su ojo no había parpadeado? Tal vez su concentración en intentar discernir qué significaban sus palabras, que había olvidado hacerlo. Ella, que había permanecido quieta durante el discurso, esperó unos segundos y repitió el gesto de hombros.
—Panea no entender.
Segomedes asintió varias veces con una mueca agria.
—Ya. Lo sé. Lo sé.
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