El Exiliado, quien alguna vez fuera Sanelo, después de haber caminado toda la noche bajo un oscuro cielo muerto, finalmente alcanzó el lugar donde su padre el Rey, Diuren Garan, se alzaría a un nuevo día, de haber estado vivió. Allí, Sanelo se detuvo, recostó el cuerpo sin vida de su esposa Ada Ebi y lloró por todas las vidas que habían perecido debido a la guerra.
Días, semanas, meses, años, eones pasaron, y él no dejó de llorar, pues todo había sido culpa suya. De haber advertido al Rey, de haber abierto la boca por una vez, quizá la guerra hubiese podido ser prevenida. Pero ahora estaba solo. La única criatura viva en un mundo muerto, pues había sentido el momento en el que sus tres nietos dejaron este mundo y descendieron al Inframundo, así como había sentido también la muerte del roble que había presenciado la unión entre él y su amada Ada Ebi.
Y cuando miró al cielo una última vez, al final del último cuarto de la noche, pensó que él mismo había muerto, pues frente a sus ojos nacía una luz de nuevo en el cielo. Brillante, cálida y hermosa, Ada Ebi se alzó y en unos pocos segundos anduvo el camino que a la Reina le habría tomado toda la noche cruzar. Y cuando tocó el horizonte occidental, el cuerpo de Sanelo se volvió luz.
Muerto.
Vivo de nuevo.
Con su renacimiento, un nuevo día finalmente llegó, y la verde primavera empezó.
—Allá tú irás un día, oh luz brillante de este mundo. Y en tu pequeña mano, fuerte como este roble, habrá una fuerza mayor que la mía. Y en las lágrimas que derramas estarán las memorias de las mil sonrisas que te di y el millón de besos que no pude darte. Y, aunque estemos separados, caminaremos juntos el mismo camino para contar nuestros más preciados recuerdos —cantaron Adhero, Sanesro e Idaro Ebi en el centro del mundo, donde su abuelo y abuela se encontraron por vez primera.
Y cocinaron un festín y quemaron los primeros frutos del nuevo día para sellar la Nueva Alianza entre Dios y los mortales seres humanos. Así hicieron cada año, y luego sus descendientes, para que el Pacto de Dios nunca se fuera olvidado y nunca más la guerra enviara las almas de los mortales seres humanos a las frías aguas del Río Akan. Pues sabían que nada podía pasar sin la Voluntad de Dios; y Dios sabía que no debía descuidar las necesidades de aquellos que había creado, pues eran preciosos al ser parte de Su Ser.
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