La sala del trono era una experiencia más que un lugar. El sol caía
por entre los cristales del cielo para darle vida al jardín,
enredaderas y parras frondosas que se extendían como cortinas al
rededor nuestro. Las murallas, filas y filas de piedra blanca, eran
coloreadas por los reflejos de un vitral. Frente al vitral,
imponente, absoluto, estaba el trono. Y aún sin sus luces, sería
difícil mirar a cualquier otro lado. Allí, impecable, estaba
sentada la Reina de Argatha.
En la distancia se podía notar su
cabello, un rosa dorado, resaltaba sobre el vestido blanco que
llevaba, vuelos como pétalos de flor. Los reflejos del vitral
dejaban marcas en su falda, danzando en tela. Era hipnotizante tan
solo mirarla, cuando cada arco y flor apuntaba a su presencia.
Y allí, metros a la lejanía, las mismas flores señalaban con duda. Juzgándome. Delante mío, con una una plegaria en su voz, Arsamira le hablaba a la reina en flor. Y aún sin poder entenderles, el tono estricto de la reina me hizo sentir que todo iba mal.
- “…Si tengo que confesar, es que sí cometimos un crimen.” – Susurró Mizuen a mi lado, con una vocecita de ratón. – “Esta invocación es considerada un secuestro. Invocación... Aunque sea conocido el que se puede hacer, es un crimen mayor. Si su respuesta es negativa, podríamos ser exiliados, o incluso, ejecutados. Así de desesperados estamos.”
Por supuesto, eso no me ayudó a calmarme. Deliberadamente- Había esperado a estar bajo esta presión para que aceptara, deliberadamente. Ante la misma reina, antes de decirme que sus vidas también estaban en la línea. Bueno. Okay.
La
voz del príncipe temblaba, solo le veía mover sus manos en el aire;
Su Majestad nos observaba desde el trono, con poco interés en sus
palabras.
Un gesto con gracia, así le pidió a Mizuen que
se hiciera a un lado. La Reina se acercó, cada uno de sus pasos
resonando en los muros. Y una vez llegó frente mío, a pesar del
tremor y el resonar, la sombra que caía frente de ella era fresca y
ligera. La reina bajó a mi nivel - de rodillas – con una sonrisa
gentil, y habló suavemente, tomándose su tiempo para respirar cada
palabra. Reconfortante, calmada, maternal. Así como su imagen, así
sonaba su voz.
Mizuen, que seguía cerca mío, comenzó a traducir sus palabras.
- “A la Reina le gustaría saber si aceptarías nuestra petición y nos ayudarías a proteger a nuestra gente de la guerra. Dice que no tienes ninguna obligación, y que, siendo un peso… no, una carga, tan grande, eres libre de negarte, y no habrá repercusiones.” – Le costaba mantener la dignidad de las palabras de la Reina, sobre todo por la ansiedad. Podía ver sus labios temblando, el entrecejo arrugado de Daien, y los ojos suplicantes de Arsamira mientras nos miraba desde el costado del trono. Sabía que estaba cayendo por la trampa que me tendieron. Que había sido dejado sin opción el momento que fui secuestrado, no importa lo que dijeran. Que era o aceptar o cargar con la muerte de estas personas.
Pero… esto es una guerra.
Asentí.
- “…Puedo…Puedo intentarlo.”
La Reina me sonrió otra vez. Se tomó un segundo para tomar un mechón de mi cabello. Mientras lo miraba, algo dentro de ella parecía salir a flote, algo nostálgico; me recordaba a mi madre. El corazón me pesaba con su mirar, y sin notarlo, cerré los ojos.
Rompiendo el hechizo, Mizuen tocó mi hombro. Quién sabe cuánto tiempo había pasado, pero la Reina ya había encomendado que me dieran una habitación, y que una audiencia acontecería en 2 días para discutir mi presencia. O sea, sería introducido a la corte real.
Dios sabe que no estaba listo.
Mientras pasábamos por los pasillos del palacio, solo los pasos apurados de los sirvientes rompían el silencio de la tarde, que parecía tan calmada fuera de mi, que aún tenía mi bolsa de la compra en mis brazos. La cálida luz que entraba por las ventanas coloreaba la túnica y el cabello de Daien de un dorado, casi miel. Pero con la ansiedad de sentir las miradas de los guardias, mayordomos, y mucamas, no fui capaz de disfrutar la belleza de esos tonos.
Terriblemente,
nada me aseguraba poder descansar en paz; aunque el príncipe se
separó de nosotros en la sala del trono, Mizuen mencionó que había
prometido visitar “mi” habitación cuando tuviera tiempo.
Jugando con sus rizos, como parecía tener el hábito de hacer,
el bibliotecario propuso que estudiáramos juntos. Era necesario que
aprendiera el idioma, y a él le gustaba la idea de mejorar su
pronunciación también. Se le escuchaba tan emocionado por la idea,
que hasta me hacía sentir mejor. Se sentía como una charla con un
amigo de siempre, lo suficientemente reconfortante como para olvidar
el caos a mi alrededor, explicándome (o intentando) dónde estaba la
biblioteca y que estaba bienvenido a cualquier hora, incluso fuera
media noche. Luego, una puerta.
Dejado
con el conocimiento de cómo pedirle ayuda a los sirvientes, ya solo,
lo primero que hice fue sentarme en la cama. Era una gran cama de
estilo occidental, con un colchón suave, mantas de lana, y sábanas
sedosas. Me lancé a morir con los ojos cerrados, sin querer revisar
el resto de la habitación. No quería sentirme cómodo en ella. Como
si fuera familiar. Todo el lugar era demasiado elegante, demasiado
brillante, demasiado… incómodo. Rogaba, mientras me iba quedando
dormido, que al despertar, estaría de nuevo en mi habitación, con
mi cama desordenada, mi gato encima de mí, y un mensaje de alguno de
mis amigos sobre alguna de sus tiradas en un gacha.
Los olores
desconocidos, las texturas inimaginables, los detalles foráneos,
todo se sentía tan… mal. Mi cuerpo se tensaba contras las
almohadas al rozar sus bordados, la luz de la ventana golpeaba
directamente mis lentes.
Con ese rayo de luz, también me llegó una idea. Saqué mi billetera; sencillo, la Bip, un sticker, y mi carnet. Guardaba ese sticker para la buena suerte, es un gato de un juego que solía jugar. Pero eso no era lo importante.
Revisé mi carnet esperando poder leer mi nombre, pero todo lo que veía era una especie de código desconocido. Todo lo demás era legible, ciudad, sexo, fecha de nacimiento-
- “Oh, cierto, ese era mi cumpleaños.”
Estuve acostado por un rato antes de que el vacío me atrapara.
Lo que quedaba en la bolsa plástica, en lista, era todo lo que tenía; unos cuantos huevos, una caja de leche, y unos snacks. Mientras el atardecer caía sobre la ciudad, coloreando sus sombras de azul, abrí una bolsa de papitas y la caja de leche.
Sería quizás el estar solo, en un mundo extraño, pero lo último que podía hacer si quiera, era celebrar el cumpleaños de mi madre. Fuera un sueño o no. Esperaba que, si había verdad en todo esto, no me extrañara mucho; ella, mi hermana, mi sobrino, mis amigos, mi gato. Era un ojalá como un nudo en la garganta, que al tomar leche se mezclaba con mis lágrimas. Un ojalá que me arrastraba como el llanto, que seguro quien pasara cerca podría oír.
Pues humano es lo que era, y de humanos es sufrir. Se escapaba de mí cualquier otra naturaleza más que la de la tragedia de vivir.
No entendí de mi qué faltaba hasta que llegó la noche; hasta que el día acabó, lo que había hecho no me tocaba. Jamás había deseado, con tanto ímpetu, que un ensueño no fuera más que nubes; los dioses y las diosas saben cuán injusta puede ser la fantasía. Pues se sueña por un paso profundo, un cambio de dirección oportuno; pero es demasiado para el ser sensible el que la deriva lo haya arrastrado.
No visitó nadie, ni en tarde ni en noche. Solo la suave brisa desde la ventana abierta, el aire primaveral aliviando mi pensar, pensar plagado de un sentimiento vacío, frío que no se desvanece; un temblor de no poder aferrarme a nada, y una tormenta inminente. El tiempo pasaba lento, muy lento, demasiado lento.
Llegó la mañana, el sol golpeándome en la cara mientras buscaba mis lentes. A este punto estaba deshidratado, hambriento, y con cara de querer matar a alguien; suficiente razón para que Mizuen gritara al verme – pegajoso del llorar y el tomar (leche), ojos hinchados y rojos, poco dormir, y sin poder ver nada del dolor de cabeza descomunal que me caía. Antes de que pudiera decirle hola, ya había sirvientes encargándose de mí. ¿Era está la vida de los ricos? He leído suficientes novelas, suficiente manga, y… suficiente de otras cosas, así que debería haber estado preparado (mentalmente) para lo que tendría que acostumbrarme. Pero más fácil dicho que hecho.
Una
tacita de té, unos vasitos de awa, y una remojadita en awita con
flores; suficiente para recomponer a un muerto. Y que casi me sentía
parte del resto, con toda esta ropa llena de brillos y encajes y
vuelos. Pero seguía siendo un par prestado, donde lo mío era un
desastre.
Me dirigí hacia el comedor con Mizuen y una
sirvienta con la que parecía llevarse bien. Parecía estar
susurrando mucho, así que me estaba poniendo ansioso. Una cosa era
que me dijeran que estaba en otro mundo, y otra era sentirme como un
extraño en otro mundo. No estaba acostumbrado a ser noticia.
Intenté arreglarme la ropa, como si eso me fuera a ayudar a sentirme
menos estúpido.
El comedor era inmenso, sus mesas separadas en filas- (y, sorprendentemente, amos y sirvientes comían en la misma habitación.) Candelabros y macetas decoraba el techo en su altura, cada esquina aparentando ser un pequeño jardín, cada jardinera repleta de hojas gruesas y colores oscuros. (Comienzo a pensar que cada habitación en este castillo es solo un invernadero.)
Sentada
a la cabeza, en la mesa más lejana, estaba la Reina. A sus lados, el
príncipe, la… ¿segunda? ¿tercera? Princesa. Oh, y Daien también.
Arsamira nos llamó con voz y gestos, llamando también la atención
de muchos sirvientes. Al ver que nos miraban, instintivamente me
aferré de la manga de Mizuen, que siguió caminando frente mío.
Pero olviden eso, porque la mesa estaba repleta de comida- de plantas
que no podía reconocer, pero que tampoco se veían como algo
extraterrestre. De carne de ver trivial, pero con sabores
desconocidos. Estaba esperando muchas cosas diferentes, como comida
fantasiosa de colores extraños, o quizás la suerte de que todo
fuera como en casa, pero es simplemente como debe ser, demasiado
diferente como para conocerla, y demasiado similar como para
desconfiar. El olor me atrapó cuando estaba ya en la mesa,
especialmente algo que parecía espárragos con salsa.
Mientras
estaba distraído con la comida, un jalón de mi manga me hizo
saltar.
- “Hello.” – Dijo Daien, con su tono monótono. Escucharla saludarme en Inglés me hizo sonreír, así que le devolví el saludo antes de que cambiara el ambiente.
La Reina de Argatha se levantó de su asiento y miró a sus sirvientes con una sonrisa amable. Los saludos mañaneros a su gente y a las leyendas del más allá. Cerraron sus ojos con un murmurar silencioso, y yo, bueno, solo miré al piso y me quedé callado. Sus tradiciones no eran nada no esperable, pero aún así sentía curiosidad. La gente alzó su voz en un pequeño canto hasta que la Reina se volvió a sentar. Ahora todos eran libres de comer.
Su suave voz travesó mis oídos mientras ella apuntaba a mi plato; que podía comer también si es que quería. Seguí mi propia tradición, y recolecté lo que más me recordaba a un desayuno común – con comentarios de Mizuen contándome de qué estaba hecha cada cosa, aunque no sabía muy bien qué significaban los nombres. Mientras seguíamos comiendo, la princesa y la reina se presentaron formalmente; creyeron que un acercamiento más casual lo haría más sencillo para mí. Ojalá hubiera sabido en ese entonces, para poder agradecerles.
- “Agradezco su bienvenida.” – Sería una traducción de lo que pude decir, más o menos. Pero logramos comunicarnos de todas maneras, y agradecí la grandeza de la empatía humana.
- “La Reina pregunta por tu nombre. Sabe que tienes problema recordándolo, así que no te preocupes si no puedes.” – Mizuen me tranquilizó, pero ya había pensado en eso. Siempre un paso adelante- al menos cuando puedo estarlo.
- “Dame un segundito.”
- “¿Un qué?”
- “Ah, un momento.”
No estaba intentado recordar nada; estaba pensando que, si este se volvía mi nombre, ¿me retorcería en vergüenza cada noche al pensarlo? Mi nombre de artista, me refiero. Decidí seguir con eso, ya lo tenía pensado. Era suficientemente bueno. Yeh.
Le pedí un poco de ayuda a Mizuen, y luego intenté hablarle en su idioma, esperando no estar sonando como idiota.
- “No es mi nombre real, pero pueden llamarme Von.” – Intenté sonreírle al resto de la mesa, agregando una pequeña reverencia. – “Un gusto conocerles.”
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