El convivio terminó bien para Carlos pues sólo había tenido que convivir con Tlaloc. La multitud de alumnos se dividió en años y clases y cada grupo se fue a su salón. Tlaloc volvió a desaparecer. Probablemente había ido a ver si había sobrado comida del convivio. Carlos cuidó mucho ser el último en la fila y sentarse hasta atrás en el salón para no tener que ver a nadie y que nadie lo viera a él. Un minuto antes de que entrara el maestro de mate, Tlaloc se escabulló dentro del salón, y se sentó junto a Carlos. Su suéter estaba atiborrado de jugos y sándwiches.
La clase de mate y la de español estuvieron aburridísimas. No hicieron nada más que presentarse y copiar los temarios del pizarrón. Tlaloc se la pasó comiendo y sorbiendo a escondidas.
A la salida, Tlaloc le explicó a Carlos que un cacomixtle es como el primo raro de las ardillas (sin ánimos de ofender) y que no les gustaba que nadie los viera. Salían de noche y tenían visión de rayos láser para ver en la oscuridad. No eran agresivos, pero si uno los molestaba si mordían. Precisamente un cacomixtle mordió a su tía que le caía mal y a Tlaloc le había dado mucha risa. Esa tía que le caía mal porque siempre le decía que estaba igual de panzón que Moño de aquel programa viejo del “morro del nueve”. A Tlaloc le daba mucha risa el programa, pero no le gustaba que su tía lo anduviera comparando con uno de los personajes más chillones. Aunque pensándolo bien, su tía Queta no era tan mala porque hacía unas rajas con crema de infarto y una agüita fresca de frutos rojos con chía que estaba para morirse y a Tlaloc ya le había dado hambre otra vez. Ojalá su mamá se hubiera acordado de prepararle los chiles rellenos que le había pedido con su arroz blanco con chicharos y frijolitos refritos para acompañar. Se los iba a comer en taquitos con su salsita verde cruda y coronados con aguacate y-
—¡Tlaloc! ¡Me estabas contando de los cacomixtles! — Lo interrumpió Carlos con algo de envidia: su mamá llegaba tarde del trabajo e iba a tener que comer recalentado del día anterior.
—¡Ah si! Perdón, es que ya hace un buen de hambre. – Dijo Tlaloc, echándole salsa Valentona a su vaso de jícama a medio comer que ya de por si estaba repleto hasta el borde de chile en polvo con chamoy.
Llegando a su casa Carlos prendió su vieja computadora y se puso a ver todos los videos que pudo sobre cacomixtles. En verdad que eran unos animalitos muy curiosos. Corrían y daban vueltas, cantaban para comunicarse con otros ¡y escalaban árboles a la velocidad del rayo! Carlos aprendió que sus patitas eran las mejores para trepar y correr por árboles a toda velocidad. No eran parientes de las ardillas ni tenían rayos láser en los ojos a pesar de lo que le había contado Tlaloc pero aun así eran mejores de lo que se había imaginado. Tlaloc tenía razón en que eran vecinos de prácticamente todo aquel que viviera en el centro de México. Sin embargo, eran tan sigilosos que mucha gente pasaba su vida entera sin ver a uno. No les gustaba que los vieran comer y preferían estar solos la mayor parte del año. ¡Genial! Carlos pensó que tal vez tendría una embarradita de alma de cacomixtle en su cuerpo.
Cuando su madre llegó del trabajo le contó todo lo que había aprendido sobre los cacomixtles. Ella intentó preguntarle sobre su primer día en la secu pero la conversación seguía regresando a los cacomixtles. Lo vio tan contento que no pudo contarle las malas noticias. Un día no haría gran diferencia. Su Carlitos no había estado así de contento en mucho tiempo.
Carlos se fue a acostar pensando en Cacomixtles. Ya casi podía sentir el pelo de sus colitas y los dedos de sus manitas. Carlos miró su mano a contraluz e imagino que era la de un cacomixtle. Apagó la luz de su cuarto y cerró los ojos para imaginar cómo se sentiría ser un cacomixtle. Quería dar marometas entre la maleza y jugar entre los arbustos cobijado por la noche. La parte de no tener que ver a nadie ni tener que ir a la escuela eran sus favoritas.
Carlos era un cacomixtle. Mordisqueaba unas zarzamoras silvestres de sabor dulce y ácido. Las frutas reventaban ante sus dientecillos filosos y su delicioso jugo rojo oscuro escurría por su garganta, por su cuello y por sus manos. Se tragó las semillas completas y el festín terminó en un parpadeo. Lamió sus garritas de cacomixtle hasta limpiarlas por completo de los restos de aquella fruta fantástica. Podía escuchar todo a su alrededor: las plantas murmurando, los mosquitos volando, los ratones en su madriguera temblando de miedo ante su presencia.
El viento le llevó noticias a su nariz. Sintió un rayo de energía recorrer su cuerpo de la punta de su nariz hasta el final de su cola anillada. Corrió a toda velocidad por el monte siguiendo aquel olor que prometía tesoros inimaginables. Era un aroma delicioso y tierno, más apetecible incluso que las zarzamoras. La noche no era oscura gracias a sus grandes ojos y sus largos bigotes hacían que fluir por entre las ramas como una cascada cazadora no implicara el menor esfuerzo. Trepó un árbol con apenas tres saltos y vio todo claramente. Se lanzó de un salto al hueco de aquel árbol seco y una nube de plumas emprendió el vuelo, desesperada. Cuatro jóvenes gorrioncillos huyeron del nido, pero el último fue atrapado firmemente por las garras del cacomixtle. Lo tomó con fuerza y su boca se movió como el rayo.
—¡ÑAK!
Le partió el cuello de una mordida con sus filosos dientecillos. La sangre corría más dulce que el jugo de las zarzamoras. Devoró a la avecilla en un respiro. Arrancó la suave carne de sus jóvenes huesos. Se comió hasta los cartílagos y en el frenesí se pasó algunas de las plumas.
Carlos despertó de un salto y se sentó resoplando. Estaba en su cama y volvía a ser él mismo. Sudaba frío y le temblaba el cuerpo. Algo no le dejaba respirar bien.
—¡COF!
Tosió tan fuerte que le ardió la garganta. Se sacó una pluma en la boca, la tomó en su mano y la miró lleno de incredulidad. Seguramente se habría salido de su almohada, ¿no?
Comments (0)
See all