Read Haku Chi [ESPAÑOL] :: Viajeros

Como cada mañana, el capitán Kenta Kawagiri meditaba frente al sol del amanecer. «La meditación templa el espíritu», explicaba siempre que su hijo le preguntaba la razón de su hábito. Aquellos momentos de calma le servían para reflexionar sobre lo que el nuevo periodo había traído. Sentía gran gratitud por haber tenido la oportunidad de descansar tras su largo servicio en el frente, por haber tenido la oportunidad de compartir tantos días con su esposa, por haber visto crecer a su hijo. Sus cavilaciones se vieron interrumpidas por el intermitente sonido de la madera golpeándose en el patio.

– Padre – le saludó el joven que hasta hacía unos segundos golpeaba con una espada de madera al muñeco de paja que se servía de adversario –. Ya está despierto.

– ¿Entrenando, Takao?

– No me convertiré en samurái quedándome en la cama, ¿verdad, padre? – respondió el hijo, animado por la sonrisa de su padre.

– En efecto. Continúa, quiero verte.

Takao asintió con la cabeza, volvió a su posición y continuó asestando golpes contra el muñeco de paja. Sin quitar la mirada del joven, el capitán examinó sus movimientos.

– Son golpes certeros – reconoció su padre –, pero les falta fuerza en el impacto. ¿Temes herir al espantapájaros?

– No es eso, sólo... – trató de excusarse. No sabía qué decir realmente.

– Era igual que tú en mi juventud – reconoció Kenta Kawagiri. Aquellas palabras parecieron reconfortar a Takao –. Temía herir a quienes combatiera. Deseaba proteger la isla, mas no quería arrebatar vidas en el proceso.

– Y... ¿qué hizo?

– La experiencia te hace ver las cosas con otros ojos. Aprendí que hay casos en los que era imposible proteger nada sin luchar con todo, matando incluso.

– Es una lección cruel – reflexionó Takao.

– Lo es. Sin embargo, tu adversario podría acabar contigo si batallas con reparos. Si caes, quienes amas podrían perecer. Piensa en ello y vuelve a golpear el espantapájaros.

– Sí, padre.

Takao golpeó de nuevo el muñeco, esta vez con más fuerza. Su padre asintió con orgullo, mesándose la perilla, que empezaba a encanecer. Cuando Takao era más pequeño necesitaba que le ayudase a mantener una postura correcta durante el ataque. Viendo su actual habilidad, le parecía que el pequeño al que entrenó había crecido a pasos agigantados. Aún le quedaba mucho camino por recorrer, pero algún día llegaría a ser un digno sucesor, pensaba Kenta al verle entrenar.

– ¿Cómo se encuentra madre? – quiso saber el joven una vez terminó su entrenamiento diario. Habían decidido parar a descansar a la sombra del melocotonero que su madre plantó años atrás.

– Estaba dormida cuando salí. Cada día duerme más.

– Quizá – comentó el joven, mordiendo un melocotón – encuentra alivio en sus sueños.

– Quizá – convino su padre con voz mustia. Tenía la mirada perdida. Esperó pensativo a que su hijo terminara de comerse la fruta, entonces habló de nuevo –. Nos vamos a mediodía, Takao.

– ¿Está seguro, padre?

– No perderemos ni un segundo más – confirmó Kenta, poniéndose en pie.

Takao observó a su padre volver al interior de la casa. Suspiró, apoyando la cabeza contra el tronco del árbol. «Hoy es el día», se dijo, perdido en sus pensamientos.

Una vez dio su descanso por terminado entró en casa. Su padre le indicó con señas que le siguiera hacia una de las habitaciones. El capitán Kenta estaba sentado de rodillas junto a su antigua armadura, apoyada sobre un soporte. Takao se sentó en la misma postura frente a él.

– Esta armadura me ha protegido en incontables ocasiones – recordó su padre –. Especialmente en Sekigahara. Quiero que la uses.

– Pero padre, yo aún no...

– Será un viaje peligroso, Takao. Si vas a venir conmigo, la vestirás – espetó Kenta. La firmeza en su voz denotaba su pasado militar.

– Está bien, padre. Aunque no sé si estoy preparado para ello.

– No se trata de estar preparado o no, hijo. No tienes experiencia en el manejo de la espada más allá del entrenamiento. Nunca has luchado de verdad. Por eso la necesitas.

– ¿No se protegerá con nada?

– Esta es mi única armadura – reconoció el padre –. Pondré toda mi fe en la espada.

Takao estaba preocupado por aquella decisión, aunque sabía que, una vez tomada, nada le haría cambiarla. Su padre era el espadachín más diestro que conocía, pero... «¿Realmente estará bien, padre?», se preguntó.

Al ponérsela, Takao se sintió extraño. La armadura pesaba bastante, aunque no le dificultaba el movimiento. Sin embargo, su preocupación era otra: ¿demostraría estar a la altura de portarla? Kenta, ataviado con un kimono azul y un haori pardo, lo miró con cierta nostalgia. Le pareció verse a sí mismo en su juventud. La duda que rondaba la cabeza de su hijo le resultaba tan familiar. Indicó a Takao que le esperara en la entrada de casa, pues debía hacer algo más antes de partir.

– Sumi... – suspiró una vez se internó en su dormitorio. Su esposa seguía dormida. El rostro de la mujer, demacrado, parecía encontrar consuelo en el sueño. Sin embargo, Kenta sabía lo que sentía al despertar. Su pesada respiración indicaba que batallaba sin descanso en su interior – Volveremos pronto. Rezaré por que estés bien mientras tanto.

Una vez se hubo despedido de su esposa, padre e hijo se aventuraron en su viaje. El caballo se lo había dejado a Takao, no sin tratar el joven de discutir al respecto. A regañadientes por parte de Kenta, acordaron que se turnarían cuando uno de los dos mostrara signos de cansancio. De ese modo, no perderían tiempo.

Hideki parecía estar disfrutando bastante el viaje. Pese a la urgencia de la situación, le resultaba innegable cuánto añoraba pasear en soledad. Desde el nacimiento de su pequeño protegido había dejado de lado aquel antiguo hábito suyo. «Me pregunto cómo habrán pasado la noche», murmuró para sus adentros. «No te preocupes, Hideki. El Lobo de Tsushima está con nosotros. Dentro de poco estaremos a salvo de los Semi».

Su camino le dirigía a través de un arrozal. Observó a su alrededor cómo los labradores se enfrascaban en el cuidado de las cosechas. Debían mantenerse sanas hasta la llegada del otoño. Uno de ellos saludó afable al monje, quien le devolvió un saludo cálido, aunque tímido. Pese a no querer ceder a la paranoia, Hideki era plenamente consciente de que los Semi podían tener informantes en cualquier lugar. Lo mejor era no enfrascarse en conversación con nadie y continuar su trayecto.

Así transcurrió medio día. Descansaba cuando lo necesitaba, mas caminaba sin detenerse más de lo estrictamente necesario. Era ya por la tarde cuando sus pies le llevaron a un minúsculo pueblo ruinoso. Aquel lugar sin duda había sufrido los más grandes estragos de la guerra: parecía haber sido una aldea mayor en el pasado, mas ahora sólo quedaban en pie un puñado de casas medio derruidas. El resto parecía haber sido consumido por un fuego. El sólo mirar aquel lugar le produjo un escalofrío que recorrió toda su espalda.

En vez de atravesarlo, sopesó que sería más seguro rodearlo. No parecía haber nadie, pero se sintió observado desde que se acercó, como si sombras invisibles le acecharan para que se internase. Obedeciendo a sus instintos, salió del camino y se adentró en el campo. No tardó en divisar cerca de sus pasos un campo de flores blancas. «Quién diría que algo tan hermoso pudiera crecer tan cerca de algo tan... horrible», pensó Hideki, recordando el pueblo destruido. Al agacharse para recoger una, le sobresaltó el llanto desconsolado de una mujer. «¿Qué ha... sido eso?».

– ¡Ayuda! ¡Auxilio! – lloraba la mujer a gritos. Hideki alzó la cabeza a toda velocidad, buscando el origen de los sollozos. Entonces lo vio: bajo un almendro pudo distinguir la silueta de una muchacha arrodillada. Debía ser ella.

Hideki corrió hacia la chica. Al acercarse notó que no debía tener más de 25 años. Entre sus brazos yacía un hombre joven, de su misma edad. A juzgar por su vestimenta, la pareja era humilde.

– ¿Qué ocurre? – quiso saber el anciano monje, temiendo lo peor al ver una gruesa mancha roja en el kimono del joven, justo en el costado.

– Nos han robado – explicó la muchacha entre lágrimas –. Unos bandidos aparecieron de la nada y... – con dificultad logró terminar su frase sin balbucear – Arata trató de defenderme.

– Por los kami – musitó Hideki. «¿Qué le han hecho...?» –. Es terrible.

– Kimi... – habló a la chica el joven moribundo. Su voz era tan débil que costaba siquiera percibirla. Su fino rostro parecía haber perdido todo el color salvo por un hilo rojo que goteaba por su labio – Tranquila... Estás bien...

La chica rompió a llorar con aún más fuerza al oír sus palabras. Hideki, horrorizado, trataba de pensar en si existía algún modo de salvarle de su destino. Tenía ciertos conocimientos básicos de medicina, pero aquello escapaba a su capacidad. «Maldición... ¿Es que no puedo hacer nada salvo rezar?». Hideki maldijo su incapacidad. Sin embargo, debía hacer algo. No estaba seguro de qué posibilidades tendría de salvarle, pero tenía que intentar detener la hemorragia. «Si no hago nada...».

Con las fuerzas que su anciano cuerpo le permitieron abrió las ropas del muchacho de un solo tirón. Debía encontrar la herida cuanto antes. La chica se apartó con los nervios a flor de piel.

– ¿Q-qué va a hacer, señor? – le preguntó.

– Si encuentro la herida – respondió alterado el anciano – quizá pueda salvarle.

El abdomen del joven Arata estaba totalmente empapado en sangre. Debía encontrar la fuente cuanto antes. Palpó el costado, buscando la herida fatal. «¿Dónde...? ¿Dónde está?», murmuraba. Por mucho que buscaba, sus dedos sólo topaban con la tersa piel del joven.

– Es usted noble... – musitó Arata con debilidad.

– No hables, chico – le interrumpió Hideki, buscando sin éxito la herida. Aquello no tenía el más mínimo sentido.

– Le prometo que no le haremos ningún daño.

Hideki se detuvo helado en el acto. «¿Qué...?». Ni siquiera tuvo tiempo a procesar nada antes de notar el frío tacto del acero sobre su garganta. Kimi ya no lloraba. Su rostro era completamente diferente ahora. Con una gélida expresión apretaba un cuchillo contra el cuello del monje. Mientras tanto, a su alrededor se agolparon más de una decena de jóvenes armados. Arata, por su parte, miraba a Hideki con vida renovada en sus ojos. Su sonrisa le estremeció los huesos.

– Imagino que esto es una blasfemia – dijo con sorna Arata.