– Pensaba que ibas a morir – dijo Hideki en voz alta, hablando al aparente líder del grupo –. ¿De dónde sacaste tanta sangre?

– ¿Piensa que no sabemos cazar, anciano? – respondió Arata, socarrón. Su sonrisa era prueba de su enferma satisfacción – Todo esto es de jabalí – explicó con unos golpecitos en el costado, sacando la lengua a modo de burla. Kimi soltó una leve risita. Había sido tan fácil.

      Hideki se sintió realmente frustrado. «Con razón no había herida», reconoció. Se sentía idiota por haber caído en aquellas maquinaciones, pues ahora estaba a su merced y ponía en peligro su viaje.

– ¿Por qué no se relaja? En breve estaremos en casa – añadió Arata. 

      «Vamos a buen ritmo», juzgó Kenta Kawagiri en base a la posición del sol. Había encargado el cuidado de su esposa a los propietarios de una granja cercana mientras el capitán y su hijo estuvieran ausentes. Pese a ello, no estaba tranquilo. Quería volver cuanto antes.

– ¿Dónde decía la carta que debíamos ir, padre? – quiso saber el hijo, buscando la localización en un mapa. Su padre, antes de responder, sacó la carta y la leyó de nuevo para estar seguro.

– Kamukawa – fue la aún incrédula respuesta.

– ¿No estaba arrasada?

– En efecto. Eso la convierte en el escondite perfecto – mascuyó Kenta.

      El capitán y su hijo aligeraron el paso. Aquél era el escondite de la banda de Arata según su informante. 

      Con un gesto rápido de Arata, los bandidos soltaron al monje con brusquedad, haciéndole caer de rodillas. Una mirada de soslayo fue lo único que dedicó el líder a Hideki antes de internarse en la casa que tenían enfrente, la más grande de la aldea. Una puerta corredera se cerró tras él. A su alrededor Hideki podía divisar los derruidos restos del pueblo que hacía poco trató de evitar. Con razón se sintió observado, pensaba. Probablemente no le quitaron el ojo de encima desde que se aproximó al lugar. Debía idear algún modo de escapar.

      Kimi se sentó en una de las maderas del porche, justo frente a él, examinándolo con curiosidad. «Su mirada es tan diferente», pensaba Hideki al devolverle la mirada. «No parece la misma persona».

– ¿Qué hacemos con él? – preguntó uno de los jóvenes bandidos. El tono con el que se dirigía hacia ella denotaba cierto respeto.

– Arata lo decidirá en cuanto esté listo – respondió.

– Kimi, ¿verdad? – le habló el monje – ¿Por qué no me desatáis? Sois muchos y soy viejo, no podría escapar.

– Si se porta bien, me lo pensaré – intervino Arata, abriendo la puerta corredera de par en par. Había cambiado el kimono empapado en sangre por uno azul con motivos de olas, más elegante. El cabello castaño claro que colgaba lacio por sus hombros favorecía aquella figura en apariencia noble. Al verle, sus compañeros reverenciaron con la cabeza. Kimi, sin perder tiempo, se puso en pie junto a él –. Bienvenido a Kamukawa, Hideki Uchiyama.

      La revelación de su nombre aterró a Hideki. Nunca antes había tenido relación con aquellas personas, y mucho menos se había acercado al pueblo. Era completamente imposible que conocieran su nombre. Y, si sabía aquello, era seguro que supiera mucho más. «¿Quién es este hombre?», se preguntó. Sin dar tiempo a Hideki a pensar demasiado, Arata emitió otra orden.

– Jiro, Nagisa. Desnudadle.

      Antes de que pudiera reaccionar siquiera, el monje se vio despojado por la fuerza de gran parte de sus ropas. El kimono se lo cortaron, de forma que pudieran quitárselo sin desatarle. Las sandalias le fueron arrancadas de los pies. Trató de resistirse, mas fue en vano. Con sus veinte años, su fuerza era vastamente superior. No pararon hasta dejarle en ropa interior. Todas sus prendas fueron a parar a las manos de otra joven, que procedió a ocultarlas en el interior de la casa. De rodillas, jadeante tras el forcejeo, Hideki pudo distinguir una mueca de satisfacción en Arata.

– Prometiste que no me haríais daño – le recriminó el indefenso monje.

– No está herido – fue la mofa del líder de los bandidos – tan sólo ligero de ropa.

      Los jóvenes que le oyeron se echaron a reír a costa del anciano. Hideki miró al suelo con rabia contenida.

– ¿Está lista la habitación de nuestro invitado? – preguntó Arata a otros de sus hombres.

– Aún no – respondió uno de ellos a viva voz desde donde se encontraban –. Danos un par de horas más.

– No tardéis, como anfitriones tenemos que mostrar hospitalidad – contestó Arata, guiñando un ojo a Hideki.

      Desnudo, desorientado y temeroso, Hideki no sabía qué esperar de aquellas gentes. Arata y Kimi salieron del porche y se acercaron al monje. A diferencia del resto de bandidos, los gestos del líder eran más refinados.

– Entiende la situación, ¿verdad? – preguntó el líder, inclinándose hacia Hideki.

– ¿Quién eres?

– Esa no es la respuesta que espero, Hideki Uchiyama – el nombre parecía provocar en Arata satisfacción cada vez que se deslizaba por su lengua.

– ¿Cuál es, pues?

– Viaja usted solo – intervino Kimi, fingiendo ofensa tras una pequeña sonrisa. Aquellas palabras delataron su intención. «Lo imaginaba», murmuró Hideki –. ¿Cómo ha dejado un niño abandonado por Tsushima?

– Sois Semi.

      La pareja rió por lo bajo, negando Arata con la cabeza. Hideki estaba aún más confundido. El joven volvió a tomar la voz cantante.

– ¿Dónde está el pequeño pues? Un niño, solo por toda una isla. Puede pasarle cualquier cosa.

– Está a salvo – inquirió Hideki. Estaba furioso – de criminales como vosotros.

– Criminales, ¿eh? – «Parece que tiene la lengua afilada», pensó, divertido –. Tiene usted carácter... – acercándose un poco más, añadió, al oído del anciano, que tragó saliva – Será una gran mascota.

– ¿M-mascota? – repitió Hideki. Toda su rabia se había desinflado, abandonando su cuerpo junto al sudor frío que le recorría la nuca.

– Con tanto venderos – admitió Arata, al separarse un poco del monje – siempre me tentó tener una para mí.

      «¿Vendéis...?», musitó un enmudecido Hideki. Si aquello era cierto, aquellas gentes no eran simples bandidos. Eran monstruos. «¡¿... Esclavos?!». Hideki se encogió inconscientemente cuando su nuevo dueño acercó sus manos hacia él.

– ¿Serás un buen chico, Hideki Uchiyama? – preguntó Arata, acariciando la calva cabeza del monje como si de un perro se tratase. Los ojos de Arata, aunque juguetones, dejaban entrever una inusitada crueldad. Pronto se volverían fríos como témpanos de hielo – Ladrarás cuando te lo diga. Saltarás cuando lo ordene. Si te ordeno morir, morirás. Si quiero que hables, hablarás. ¿Entiendes?

      Hideki quedó en silencio, tembloroso. Asintió por puro terror, sin darse cuenta de su actuar hasta que lo hubo hecho.

– ¡Buen chico! – exclamó Arata, recuperando su tono jovial. Susurró algo al oído de la muchacha, para luego añadir en voz alta antes de marcharse – Kimi, dale un paseo, ¿quieres? Tengo que ocuparme de un par de cosas.

      La joven obedeció y, llevando a Hideki sujeto por el largo sobrante de cuerda de sus ataduras, lo condujo hacia un pozo cercano. Un gesto de la mano de Kimi indicó al monje qué debía hacer.

– Vamos, ¿a qué esperas? – inquirió la joven al ver que Hideki no se ponía a trabajar – Esta es sólo la primera parada.

      En su interior, Hideki se negaba a colaborar. No obstante, eran demasiados, y temía las consecuencias de su desobediencia. No tardó en ponerse a extraer el agua del pozo.

– Así me gusta. Avísame cuando termines.