El ronin y el pequeño se habían detenido para tomar un descanso. Tsurugi miraba al chico, que jugaba sentado a su lado con unas cochinillas. Cuando se hacían una pelota, él les daba toquecitos con el dedo para hacerlas rodar. Lo cierto es que le resultaba agradable ver lo bien que se lo pasaba. «Para lo pequeño que es, no se ha quejado en ningún momento», meditaba el ronin. Sólo se había percatado de cuán cansado estaba cuando comenzaron a fallarle los pies tratando de seguirle el ritmo.
– ¿Aún te duelen los pies? – le preguntó. El niño, absorto con los bichos, tardó un par de segundos en responder.
– No mucho – devolvió la mirada y añadió sonriente –. Ya estoy mejor.
– Me alegro.
Tsurugi trató de devolverle la sonrisa, pero sólo una mueca salió de sus labios. El niño, observando su interior, entendió que no era una sonrisa falsa. Sus tribulaciones habían aflorado de nuevo, y el espadachín luchaba por reprimirlas. No quiso molestarle, así que volvió a sus ocupaciones. Sin embargo, se quedó pasmado al ver que las cochinillas habían desaparecido.
– Qué rápidas – murmuró impresionado el chico. Aunque, pensando que había terminado su juego, se sintió desilusionado. «¿Y ahora yo qué hago...?»
Tsurugi, percatándose del rostro mustio del pequeño, agarró unas piedras. No podían avanzar hasta que el niño descansase, y no había nada que hacer.
– Un poco – reconoció el chico.
– ¿Sabes hacer malabares?
– Malabares... ¿Qué son?
– Mira.
Con la esperanza de aligerar el paso del tiempo, Tsurugi se propuso hacerle una demostración. Sujetando dos piedras con su única mano útil, hizo saltar una de ellas hacia arriba. Al caer ésta, lanzó la que le quedaba hacia arriba, recogiendo la anterior. «En realidad es una tontería», reconoció para sí Tsurugi. Pero, viendo la expresión maravillada del niño, cambió de opinión. «Aunque quizá me equivoque».
– ¡Increíble!
– Tampoco es para tanto – murmuró Tsurugi. «Cualquier crío es capaz de hacerlo...».
– ¿Cómo lo haces?
Atento a la explicación de su protector, el niño asentía tras cada paso que Tsurugi le explicaba. «Primero lanzo una... y después la otra en el momento más preciso», se repitió el chico. Ilusionado, quiso intentarlo. Para ello, Tsurugi le dio otras más pequeñas, acordes al tamaño de su mano. Poniéndose en pie de un salto, se dispuso a probar.
– Primero lanzo una y... – se preparó para lanzar la otra, pero no la veía caer – ¿Dónde está...? – Se giró al oír un golpe a su lado. Tsurugi la tenía en la mano, con el rostro molesto. Le había dado en la cabeza.
– Quizá un poco más suave la próxima – le aconsejó Tsurugi, con pequeñas chispas en sus ojos. El niño trató con dificultad de aguantar la risa, mas Tsurugi pudo oírle perfectamente –.¿De qué te ríes, pequeño sinvergüenza?
El chico se echó a reír en voz alta, haciendo reír a Tsurugi a la vez. «Maldición», pensó el ronin. «Es muy contagiosa».
Tras casi una media hora de intentos sin cesar, al fin le salió. Sólo pudo hacer cuatro malabares antes de que se le cayeran las piedras, pero el niño lo sintió como todo un triunfo. Al ver que a Tsurugi no se le caían hasta que él mismo paraba, se impresionó.
Empezó a atardecer antes de que reanudaran el camino. Sentados ambos, compartiendo la cena, observaron cómo el sol se ocultaba en el horizonte.
«Precioso», admiró en silencio el pequeño, maravillado por la belleza momentánea de un cielo que adoptaba un color rojizo similar al de sus ojos, justo antes de la noche. Tsurugi entendió que debía ser la primera vez que veía uno.
– ¿Cómo te llamas, chico? – quiso saber Tsurugi.
– ¿No te acuerdas? Te lo dije antes, mientras andábamos – se quejó el niño. Tsurugi se sintió algo avergonzado, pues sabía que debía ser cierto.
– A veces... me pierdo un poco – se sinceró, bajando la mirada. No era la primera vez que le pasaba, ni mucho menos. «Al haber pasado tanto tiempo aislado... quizá lo perdí de vista» –. Estoy alerta a todo, pero hay momentos en los que siento que no estoy.
El niño se percató de que Tsurugi sentía aquella confesión como una puñalada en el pecho. Su voz sonaba mucho más profunda y melancólica que antes.
– Kiyoshi.
– ¿Eh?
– Mi nombre – le recordó el chico.
– Es cierto... Es bonito.
– Dijiste lo mismo antes – se burló el niño.
– No me lo restriegues... – murmuró Tsurugi con media sonrisa.
Una vez el sol se hubo puesto quedaron ambos en silencio, observando la quietud del horizonte.
– ¿Dónde aprendiste a hacerlo? – rompió el silencio el niño tras unos minutos.
– ¿Hacer qué?
– Los malabares.
– Ah... – suspiró Tsurugi, evocando tiempos pasados – Eso fue hace mucho tiempo. Para aquella época aún era un renacuajo – explicó Tsurugi –, como tú.
Tsurugi rememoró aquellas noches junto a sus compañeros de fatigas. Una fogata y las estrellas eran lo único que iluminaba el campamento. Buscando animar aquellos amenos momentos, Tsurugi siempre apostaba con ellos con cuántas piedras podía hacer malabares, con ambas manos en aquel tiempo. Hiroshi alegremente se unía a las apuestas, y se encargaba de ir tirándole más piedras. Una de tantas ocasiones, vio que los mercenarios con los que compartía campamento esa noche se emocionaron bastante y, buscando más diversión, no dejaban de añadir más.
– ¡Hiroshi! – le riñó al tiempo que trataba con cada vez más dificultad de mantener la concentración – ¡No apuestes contra mí, que te estoy viendo!
«Aquella fue sin duda una era dorada», recordó Tsurugi con un suspiro. Evocar aquella escena le hizo esbozar una mustia sonrisa. El chico le miraba conmovido.
– Así que jugabas a los malabares con Hiroshi y vuestros amigos – dijo el pequeño, movido por el recuerdo del alma del guardián.
– ¡No mires el alma de los demás sin permiso! – le riñó Tsurugi, levantando el puño – ¡Es de mala educación!
– ¡Perdón, perdón!
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