Hideki estaba completamente rendido. Antes de llegar la noche había caído presa del sueño hasta en tres ocasiones, mas era imposible. Cada vez que quedaba dormido, uno de los hombres de Arata le tiraba un cubo de agua encima, despertándolo en seco, asustado y tiritando. Sólo cabía ya en su mente el deseo de que terminase aquello.
– He sacado agua... – recordó quejarse a Arata, destrozado tras el “paseo” – He... puesto la comida a asar... He limpiado las armas... ¿Qué más quieres de mí...?
– Ahora que lo dices... – había contestado el líder, pensativo. Tras meditar unos instantes, ideó una nueva ocupación para él. Señaló con el dedo una jaula de madera casi terminada, proponiendo sin darle demasiada importancia – ¿Por qué no terminas tu habitación?
Hideki recordaba con desesperación aquello, sentado en el interior de aquella jaula ya acabada. Sólo podía pensar en el feliz día a día con Kiyoshi. No obstante, sentía una gran culpabilidad cuando, durante su búsqueda del Lobo de Tsushima, Kiyoshi corría a jugar con todo a su alrededor, admirado del mundo. Se le rompía el alma de pensar que le había tenido que criar encerrado entre las paredes del monasterio, sin apenas contacto del mundo exterior más allá de los relatos que le contaba antes de dormir. Cada vez que veía al chico sonreír con tanta felicidad, sentía que, aunque, en su inocencia, Kiyoshi no se percataba, le había robado toda una vida. «Quizá me merezco esto...», murmuró, rezando. «Quizá pavimenté mi camino al infierno».
En el centro del ruinoso pueblo, la banda de Arata cenaba feliz la carne de jabalí que habían hecho a Hideki preparar en la hoguera de piedra. Para él no quedaría nada, como era de suponer. Le rugía el estómago. Desde allí, rodeado por su animada compañía, Arata no le quitaba el ojo de encima.
– Eh, Hideki – le llamó. No sabía si era verdad o era sólo su imaginación desesperada, mas en la voz del líder de los esclavistas se podía adivinar cierta... compasión –. Ven aquí – añadió, dando un par de toquecitos en el tronco de madera tumbado que le servía de asiento.
Sintiendo un hálito de esperanza, Hideki tragó saliva y se acercó, no sin cierto resquemor. Ante su vacilación, Arata le insistió con la mano. Una vez se hubo acercado más, Arata le hizo sentarse con otro movimiento de mano. Al no haber hueco a su lado, se vio obligado a sentarse en el suelo, en postura seiza.
– ¿Ves, Hideki? – le habló Arata, sonriente. Señaló con la cabeza al más joven de todos ellos. Debía tener unos dieciocho. Parecía disponer de un gran aprecio por parte del líder – Shinji se las ha apañado para cazar este jabalí él solo.
– No es para tanto – se apresuró a aclarar el joven, algo nervioso –, todo es gracias a Kimi, que me enseñó a usar el arco.
– Y mira lo que has conseguido – apreció la muchacha, sentada justo al lado de Arata, sin despegarse de él –. Bien hecho, hermanito.
«Así que son hermanos», comprendió Hideki. «Con razón se parecían tanto». Aunque Shinji tenía el cabello mucho más corto que su hermana, ambos compartían el color de pelo, que brillaba cobrizo ante la hoguera, y sus enormes ojos oscuros. Observando sus alrededores, supo que debía urdir alguna estratagema si quería escapar. «Son doce... son muchísimos. No sería nada fácil...», pensó, desesperanzado. Debía seguirles el juego, al menos por el momento.
– ¿Por qué no se lo agracedes, Hideki Uchiyama? – propuso Arata. Verdaderamente le hablaba como si de un perro se tratase.
– Es un gran logro, joven señor – admiró falsamente Hideki, fingiendo orgullo –. Semejante presa, debe ser usted un prodigio.
– Tienes buena lengua, Hideki Uchiyama – le reconoció Arata. Shinji sonreía satisfecho. Arata acompañó sus palabras con un cumplido, sujetando un pedazo de carne que hizo salivar a Hideki –. Muy buen chico.
Hideki, en su desesperación, casi sacó la lengua para recibir el alimento. No obstante, Arata se lo comió de un solo bocado y le propuso con una sonrisa cruel:
– ¿Por qué no bailas para él?
Hideki quedó completamente pasmado. «¿Eh?». Todos aplaudieron la decisión, alentando al monje para que se pusiera en pie y se humillara de aquel modo. «¿Por qué llegué a pensar que... iba a ser piadoso...?», se lamentó. «¿Tan... desesperado estoy?».
– Eres un buen chico, ¿verdad...? – Insistió Arata ante la patente duda del monje – ¿… Hideki Uchiyama?
La expresión de Arata le hizo estremecer los huesos aún más de lo que solía hacerlo. Esta vez era diferente. Sentía aquella burla maliciosa en su expresión, sí... pero había algo más. Oculto en su gesto podía percibirse un gran desaire. ¿O quizá era odio aquello que se adivinaba en sus pupilas? No tenía valor como para esperar a averiguarlo, así que se puso en pie y bailó para ellos. Tuvo que acompañar su denigrante danza con cante, a petición de Arata. Él, mientras tanto, bebía y reía junto a sus amigos a costa del monje.
– Por cierto, Arata – habló otro de los criminales –. Hoy completamos otra venta. Mira la cifra.
– Es estupendo – le felicitó –. A juzgar por la suma... Son los ingleses, ¿me equivoco?
– En absoluto – respondió, guiñando el ojo –. Dimos en el clavo con esos corsarios.
– ¿Ves, Hideki Uchiyama? Esto me hace feliz. ¡Dinos dónde está tu pequeño! Esa cría que ha vendido Koji no es nada comparado con lo que nos darán por ese albino – la provocación no pareció surtir efecto, pues Hideki empleó todas sus fuerzas en ignorarle, poniendo su mente en otro asunto. «Hablarás, Hideki... te lo prometo», mascuyó.
Una vez finiquitada la fiesta, apagaron la fogata y Arata ordenó a Hideki que se dirigiera a su “habitación”. Tras dar unos pasos titubeantes, cayó de rodillas. Hideki apretó el puño, llevándose consigo un puñado de tierra del suelo. Tartamudeó algo ininteligible.
– ¿Qué dice...? – preguntó el tal Nagisa. Aún tenía restos de comida en la boca.
– No lo he oído – respondió Shinji. Todos cuchicheaban sobre su repentino actuar.
– Arata – intervino Kimi –. Tú estás más cerca. ¿Qué ha dicho?
– No... – respondíó él, confuso – No lo sé.
– ¿Queréis saberlo, eh...? – dejó escapar un hilo de voz Hideki. Ante el silencio de la banda, Arata se acercó para agarrarlo. No obstante, el monje aprovechó ese instante para tirarle la tierra encima. Arata se cubrió los ojos, pero le entró un poco.
– ¡Hijo de...! – maldijo Arata, frotándose los ojos.
– ¡He dicho que en realidad no estoy a vuestra merced! – exclamó victorioso Hideki. «¿Cómo no me había dado cuenta antes?» – Arata, no toleras que nadie, incluido tú, falte a tu palabra – Hideki se sentía exultante frente a aquel súbito aliento de valentía. ¿Sería el agotamiento? ¿En un solo día se había vuelto loco? –. Y me dijiste que no me haríais daño. Por lo tanto, aunque no os diga el paradero de Kiyoshi, ¡no podéis herirme para sonsacármelo!
Todos se quedaron atónitos ante la escena, Arata incluido. Hideki vio temblar su labio inferior. Kimi miraba a su líder, nerviosa. Entonces, él exhaló.
– Tienes razón, Hideki – dijo, dando un paso hacia él. Los ojos, ahora enrojecidos, estaban posados sobre el anciano –. No podemos herirte. Ni pensaría en ello – tras estas palabras, Arata acercó tanto el rostro al de Hideki que podía oler la mezcla de la comida y el alcohol en el aliento del esclavista –. Esto es muchísimo más divertido. Pienso divertirme viendo cómo te desmoronas, Hideki. No voy a arrancarte uñas ni dedos. Pienso arrancarte el propio alma – el odio de Arata salió completamente al exterior, moldeando el rostro del joven en una expresión demoníaca –. No lo olvides. No voy a tocarte, pero pienso arrebatarte la vida, monje.
Aquella última palabra sonó con más fuerza que las anteriores, con aún más odio y desprecio. La sonrisa del monje se había borrado por completo. «¿Este es...?», musitó Hideki. «¿El verdadero Arata?».
– Hoy dormirás en la fogata – fue lo último que oyó de sus labios aquella noche.
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