Hideki daba vueltas helado sobre los troncos de la hoguera con gran incomodidad, pues se le clavaban en la espalda y la nuca. Además, algunos leños estaban mal apagados, y quemaban al contacto. Por si fuera poco, durante toda la noche era vigilado por uno de sus secuaces. Hacían rondas para no quedar dormidos durante la guardia, compartiendo todos ellos un cubo lleno de agua, por si se atrevía a conciliar el sueño aunque fuera un segundo. Se puso de rodillas y juntó las palmas de sus manos.
– ¿Reza? – preguntó el tipo que lo vigilaba – No va a servirle de nada – rió.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque es sólo un acto desesperado, viejo – continuó la burla –. Te crees que los kami pueden hacer algo, pero ahora somos nosotros los dueños de tu destino.
– Grandes palabras para un salvaje – inquirió Hideki.
– ¿Interrumpo algo? – la voz femenina brotó de entre la oscuridad. Era una voz dulce, que reconocieron al instante.
– ¿Ya te toca?
– Sí – respondió Kimi.
– Pues nada – dijo el hombre, poniéndose de pie y estirándose.
Una vez se hubo ido, Kimi se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la piedra de la hoguera. Parecía preocupada por algo.
– ¿En serio cree que rezar sirve para algo?
– Por supuesto – respondió Hideki –. Ayuda a apaciguar el espíritu y nos acerca a los kami.
– Los kami, ¿eh?
– Pareces preocupada.
– ¿Por qué has tenido que aparecer...? – dijo ella con voz queda. Parecía a punto de llorar – ¿Por qué tuviste que cruzarte en nuestro camino...?
– No te comprendo, Kimi. ¿Os hice algo en el pasado?
Kimi no respondió. Para Hideki resultó claro como la mañana que la chica sollozaba en silencio.
– Las pesadillas de Arata... han vuelto. Estúpido monje – las lágrimas de Kimi brotaron con más fuerza a medida que alzaba la voz. Se incorporó y, presa de una ira incontrolable, agarró a Hideki por los hombros –. Debí rajarte el cuello cuando te atrapamos.
– ¿Tanto me... odiáis?
Al verse al borde de descargar su furia contra él, lo soltó. Se llevó las manos a los hombros, como si temblara, y volvió a su asiento.
– No es a ti – reconoció tras unos segundos –. Pero tu presencia nos trae recuerdos... Especialmente a Arata... y a mí.
«Kimi...», murmuró el monje. La chica manaba un profundo pesar, mucho mayor que nada que hubiera visto antes. Y, al parecer, aquella emoción turbaba todo el lugar.
– Sientes un profundo afecto por Arata... ¿no es así?
– ¿Te compadeces? – resopló Kimi sarcástica. Hideki permaneció en silencio. No tardó en hablar de nuevo – Es lo más importante que tenemos. Le queremos más que a nada en el mundo.
– ¿Os ha traído algún bien?
– Éramos niños cuando la guerra llegó aquí – recordó Kimi, incapaz de controlar las lágrimas que resbalaban por su mejilla –. Allí vivían los padres de Jiro, eran tenderos. Esa de al lado era nuestra casa. Mi madre era sastre – señaló Kimi. Hideki se sintió compungido. Allá donde señalaba sólo veía edificios ruinosos –. Cuando atacaron, los adultos salieron a defender nuestro hogar...
El rostro de Kimi se oscureció tras su llanto. Trató de recuperar la compostura secándose las lágrimas, terminando el relato que horrorizó a Hideki.
– Ninguno regresó.
El monje no sabía qué decir, más allá de un lo siento, que Kimi agradeció. Así que esa era la historia de Kamukawa.
– ¿Crecisteis solos?
– Arata se hizo cargo de nosotros, aún con sólo doce años.
Kimi echó la vista atrás. Se vio en el cementerio con Shinji en brazos. El pequeño sólo tenía cinco años, y no entendía dónde estaban sus papás. Confuso y aturdido, se agarraba con fuerza al cuello de su hermana. El asalto había terminado ya hacía varios días, dejando su huella imborrable no sólo en el pueblo, sino en ellos mismos. Los pocos niños que habían sobrevivido recordaban en silencio a sus padres frente a sus lápidas. El pequeño Shinji no dejaba de llorar a gritos, llamando a sus padres. Kimi, sabiendo que era imposible consolar a su hermano, lo apretó en un profundo abrazo.
Arata rezaba arrodillado frente a la tumba de su padre. Una vez su oración terminó, dedicó una mirada melancólica a los dos hermanos, que se vio reflejada en los ojos de la chica. Tomó entre sus manos el casco destrozado de su padre y lo colocó sobre su tumba. Una vez se despidió de él, se levantó y se acercó a sus amigos. Deseaba consolarles tanto como anhelaba su propio consuelo. Kimi, tratando de aparentar fortaleza frente a su hermano menor, tan sólo propició que un torrente de lágrimas escapase de sus ojos. Tuvo que soltar a su hermano, pues a punto estuvo de caer sobre él. De rodillas ante aquel cruel escenario, sintió el abrazo del pequeño.
– Kimi – le había dicho Arata con ojos vidriosos –. Deja de llorar, por favor.
Al ver que Kimi no le hizo caso, el niño se puso a su altura y la agarró por los hombros, agitándola para que reaccionara.
– ¿Por... qué? – respondió con voz rota, ante la reiterada petición de Arata – Estamos solos. No tenemos nada – dijo, con una sonrisa amarga. Los demás niños sabían que Kimi tenía razón. Sin saber qué hacer, miraban algunos al suelo, otros hacia donde sus padres yacían. Muchos sollozaban en silencio. La voz de Kimi se quebraba con cada palabra – Nuestros papás y mamás ya no están – al oír aquello, Shinji volvió a llorar a viva voz –. No tenemos casa. No nos queda nad...
– ¡Eso es mentira! – gritó Arata con todas sus fuerzas, incapaz de reprimir sus emociones. Ante el súbito grito todo el lugar quedó en silencio. Incluso Shinji paró de llorar. No obstante, el joven parecía haber gastado toda su energía en su grito. Con la cabeza baja, golpeó el suelo con el puño cerrado – Eso es mentira...
– Arata...
– Aún quedamos nosotros. Y Kamukawa sigue aquí.
– Pero está destrozada – le recordó Nagisa, con los ojos enrojecidos.
– Pues la reconstruiremos – se defendió Arata.
La falta de vacilación del joven nacía de la desesperación. Sabía que Kimi tenía razón, pero se negaba en rotundo a aceptar aquella realidad. Sin tener la chica tiempo a reaccionar, el muchacho la abrazó con fuerza.
– Os daré un hogar, Kimi. Lo juro.
– Suena... imposible – pensó en voz alta Koji.
– ¡No lo es! – lloró él – Sois lo único que me queda. Seremos todos una familia.
Aquellas palabras hacían sonreír a Kimi incluso en el presente. «Eras pequeño como un moco», recordó con una amarga sonrisa, pensando en el joven que en aquel momento daba vueltas frenéticamente en su cama. «Y aún así... lo cumpliste». Exhaló con dolor.
– Arata proviene de un linaje noble, ¿sabe? – explicó al monje – Nos enseñó todo lo que sabía. Leer, escribir... Nos dio todo lo que pudo.
– Mas os convertisteis en... esto – le echó en cara Hideki. Era una tragedia, pero no justificaba sus acciones.
– ¿Qué opción teníamos?
– Ser gentes de bien. Sabiendo leer y escribir podríais...
– ¿Hacer... qué? – resopló Kimi con molestia.
– Hacer el bien. Ayudar a otros. A eso consagramos nuestras vidas los monj...
– ¿¡Eso hacéis!? – le interrumpió Kimi. La rabia se había adueñado completamente de su ser – ¿¡Eso hizo Mizuha...!? – Kimi calló en seco, como si se hubiera mordido la lengua. Se llevó la mano a la boca por puro instinto. Unas fuertes náuseas se apoderaron de su cuerpo.
– ¿Qu... qué? ¿E-estás bien?
Tras murmurar algo, Kimi se marchó. Su hermano salió a verla, pero ella se limitó a decirle que la sustituyera antes de internarse en los aposentos de Arata. Hideki no sabía qué pensar. «Mizuhara...». Aquel nombre le resultaba familiar.
– Tranquilo, Arata – le susurró al oído, abrazándolo. Continuaba dormido, pero tiritaba bañado en sudor –. Estoy aquí.
La noche transcurrió silenciosa. No habían necesitado usar el cubo, pues la conversación que mantuvo con Kimi le mantuvo en vela. Recordaba a Mizuhara, no comprendía qué papel tuvo en todo esto.
No había amanecido aún cuando Arata se levantó, despertando a Kimi en el proceso. Cuando la chica se incorporó le vio leyendo de nuevo la carta con cara de desesperación. Aquella maldita carta, pensó Kimi.
– Arata, ¿estás bien?
– Sí... Sólo necesitamos esto, Kimi – le dijo, enseñándole la carta –. Podré cumplir mi promesa.
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