Para horror de todos sus oyentes, Arata relató todo. En aquel entonces eran veinte niños. El hambre que les atormentó durante las primeras semanas desde que quedaron solos. Apenas unos cuantos sabían buscar alimento, y de nada importaba que Jiro tuviera nociones básicas de agricultura, puesto que los cultivos habían sufrido daños irreparables y apenas tenían nada que plantar.
Sólo les quedaba la caza, poco abundante en la zona. En los días más afortunados conseguían atrapar un jabalí, mas a cambio pagaban como precio la vida de alguno de ellos. Aunque trataban de mirar hacia delante por pura supervivencia, todos sentían que estaban condenados en aquel lugar. Pese a todo, pusieron su fe en Arata, pues les había enseñado todo lo que sabía acerca de las artes de las letras, con la esperanza de que les abriera un futuro próspero que parecía no llegar jamás.
Desesperado por la situación, Arata salió a los caminos, en busca de un alma que los auxiliase. Fue entonces cuando, en una aldea cercana, conocería a un monje llamado Akira Mizuhara, que rondaba los cincuenta años. Nada más verlo, tres fueron los rasgos que marcaron al chico: una barriga en apariencia prominente (símbolo de prosperidad a sus ojos), sus anchos brazos (señal de que podría protegerles) y su piadosa sonrisa, prueba de su benevolencia. Raudo le explicó la situación que atravesaban tanto él como sus amigos. «Ya veo», le había dicho tras oír su historia con sumo interés. «Guíame hasta allí, jovencito». El ofrecimiento de aquel desconocido iluminó la mirada de Arata, quien, feliz de ver cumplido su propósito, acompañó al monje hasta Kamukawa. «Fui yo...», admitiría un afligido Arata a Hideki, «... quien trajo el infierno a este lugar».
El entonces niño presentó a sus amigos a Akira Mizuhara, quien les prometió protección y auxilio. Se ofreció a colaborar en el sueño de Arata: reconstruir su hogar. Sin embargo, hubo una condición: «Deberéis ganaros vuestro sustento con el sudor de vuestra frente». Arata aceptó en nombre de todos, pues no estaba dispuesto a aprovecharse de la nobleza de Mizuhara. Era consciente de que debían esforzarse si deseaban ver cumplido su sueño.
Al principio todo iba como los chicos esperaban. Mizuhara les enseñó pacientemente el arte de la carpintería y técnicas simples de caza. Les ayudó a restaurar los cultivos y les enseñó la importancia del dinero. Aceptando encargos de carpintería y caza, su nuevo héroe les mostró el camino para ganarse la vida. En apenas medio año, el monje gozaba de la admiración y el agradecimiento de los jóvenes habitantes de Kamukawa. No obstante, tardaron en percibir las verdaderas intenciones de Mizuhara. No pasó mucho tiempo antes de que utilizara su posición en contra de los niños. Sus peticiones pronto se convertirían en órdenes. Su ayuda cesó, dando paso a jornadas incansables de trabajo. Aún cuando gran parte del dinero iba a parar a las manos de Mizuhara, los chicos no se quejaban. Eran migajas, mas ahora tenían un sustento. Puede que, a causa de aquello, el monje no titubeara al aumentar el trabajo.
No vieron cuán ciegos habían estado hasta que Mizuhara comenzó a usar violencia para acallar a los jóvenes detractores, exigiendo obediencia absoluta. Fue por aquella época cuando Jiro tuvo que vender a su primo por orden del monje. Arata se había convertido en el intermediario entre el monje y sus amigos, lamentando cada orden que transmitía. No importaba lo que hicieran. No importaba cuánto tiempo estuvieran sometidos a su yugo. Kamukawa cada vez parecía más lejos de su antigua imagen. Incluso la antigua residencia familiar de Arata, antaño cuna de un linaje samurái, habia quedado reducida a los aposentos de Mizuhara.
Fue durante un duro invierno cuando las cosas empeoraron aún más: a la grave escasez de alimentos que estaban sufriendo se unió el suicidio de dos chicas. Una no tenía familia. La otra vivía en las oraciones de Nagisa, su hermano menor. Kimi, por su parte, disparó todas las alertas de Arata. Aunque frente a Shinji la chica no parecía tener ningún problema, era en el momento que se alejaba de su lado cuando el rostro de Kimi se enturbiaba, tornándose en una máscara vacía lo que en el pasado era una expresión vivaz.
Un día Arata oyó por accidente el final de una extraña conversación entre Kimi y Mizuhara. Ella se negaba a algo que el chico no discernió. Parecía agotada. El monje la acalló con un solo comentario que aún en voz baja, llegó a oídos del muchacho. «Pero Kimi, el trabajo es la fuente de la seguridad. Sin él, podría ocurrir cualquier cosa. ¿Y si... Shinji se aventurara en una cacería? ¿Y si... tuviera un accidente durante la misma?». Kimi palideció y, llevándose una mano al pecho, asintió obediente. Mizuhara felicitó su sumisión con una sonrisa. Arata, a cubierto detrás de una pared, se apretó el pecho. «¿Cómo he podido... permitir esto?», murmuró angustiado. Decidió que aquella misma noche expulsaría a Mizuhara de Kamukawa a como diese lugar.
A medianoche, Arata se coló en los nuevos aposentos de Mizuhara. Supo guiarse aún con la tenue luz de luna, pues se había criado entre sus paredes. «Debe estar en su dormitorio», supuso al oír un suave ruido proveniente del piso superior. Escondida en un cajón halló las espadas de su padre. Se llevó consigo la espada tanto, por ser su hoja más corta. «Con esto podré asustarle lo suficiente». Arriba, los ruidos continuaban. No eran intensos, pero el silencio nocturno los amplificaba. Arata agradeció que el suelo de tatami disimulase sus pasos. Podría sorprenderle más fácilmente.
Subió las escaleras silencioso como un gato, aplacando su creciente nerviosismo al imaginar cómo expulsaría al monje tirano de su hogar. En las sonrisas aliviadas de sus amigos al verle partir. Estuvo a punto de abrir la puerta corredera de golpe cuando una exhalación atravesó la puerta. Con los pies helados, supo que era una voz que le resultaba muy familiar. Al emitir aquella voz un quejido, Arata reconoció la voz al instante. «Mizu... hara...», había oído. Petrificado, trató de reunir todo su valor para continuar su plan. Al abrir de golpe, deseó estar muerto.
Mizuhara ni siquiera parecía sorprendido. Estaba tumbado boca abajo. Bajo su corpulento cuerpo sobresalían unas piernas extendidas. La chica parecía en shock. «Kimi...», murmuró sin aliento Arata, casi soltando el arma por el espanto.
– ¡Oh! Arata – exclamó el monje, quitándose de encima de la joven. Tenía el kimono abierto. Parecía borracho. Kimi dirigió la vista hacia el recién llegado. Su expresión, una mezcla de terror y asco, lo dijo todo.
Arata no sabía cómo reaccionar ante aquella escena. Aquello no podía ser real, le gritaba su mente. Mas era consciente de que no podía despertar de aquella pesadilla, pues era real.
– Suelta eso, Arata – continuó Mizuhara –. Cálmate, vamos.
– ¿Qué...? ¿Qué le haces?
Arata estaba completamente fuera de sí. Sentía una rabia gélida, que amenazaba por estallar de un momento a otro.
– Vamos, Arata. Vas a hacerle daño a alguien. Ven, mira – le propuso, apartándose de la chica para permitir que el joven pudiera verla bien –. Kimi es muy bonita, ¿no crees?
Desde su posición, Arata pudo contemplar perfectamente la anatomía de Kimi, que yacía en el suelo con el kimono abierto de par en par. Ella trató de taparse con sus brazos y piernas, aterrada.
– Lo... es... – reconoció, sin ser consciente de sus propias palabras.
– Quieres hacerlo tú, ¿no es así?
La voz del monje borracho tronó en la mente del muchacho. Hablaba con una maldad que jamás habría sospechado cuando le conoció. La mueca de Mizuhara, que trataba de emular una sonrisa pícara, se le antojó una mueca de maldad absoluta. «Eres libre de hacerlo», le insistió. Al oír el llanto de Kimi, el joven empezó a jadear con fuerza. Iba a estallarle el pecho.
Arata recordaba haber dado un paso adelante. Luego otro. Le sucedió un tercero. Se situó, temblando por el odio, frente al monje. Todo aquello era culpa suya. «¿Y bien?», le dijo Mizuhara, exhibiendo una sonrisa nerviosa. Arata estaba muy cerca. «Lo pasarás bien», insistió. Arata, en silencio, acercó la cabeza un poco más al monje.
– Estoy seguro – le respondió el joven, elevando el tono, con una sonrisa macabra. El tanto se hundió con fuerza en el abdomen del monje.
Asustado, el corpulento borracho se sacudió hacia atrás. Dejando entre ellos un reguero de sangre, trató en vano de refugiarse en una pared. Arata no perdió tiempo y, dando rienda suelta a su rabia, saltó hacia él blandiendo el arma. No recordaba cuántas veces apuñaló, cortó y golpeó a Mizuhara, sólo sabía que había perdido el control. Sólo se detuvo cuando, jadeante, perdió todas sus fuerzas.
– ¡Arata! – gritó Kimi al verle tambalearse. Le abrazó por la espalda – Detente. Detente, por favor...
– Sintiendo el calor de Kimi y sus frías lágrimas en su hombro, Arata volvió en sí. El tanto cayó al suelo, a punto de romperse. El cuerpo de Arata parecía completamente rojo a causa de la sangre que le había salpicado desde la cara hasta los pies. Frente a los dos yacía lo que únicamente podía describirse como una masa amorfa de carne, completamente irreconocible. Tan sólo los jirones de sus ropajes hacían posible reconocer el cadáver de Akira Mizuhara.
Comments (0)
See all