La mente de Tsurugi se vio transportada a aquella noche. Habían aguardado durante horas junto a multitud de soldados. Agazapados, esperando la llegada de las tropas de Akechi Mitsuhide. El comandante que los dirigía en aquella ocasión, un tal Akihiro Higashiyama, tenía planeado tenderles una emboscada una vez internaran en el bosque, pues creía firmemente que la espesura de los árboles y la oscuridad les otorgaría una gran ventaja.
Y así fue. Una vez entraron en el bosque, las fuerzas del comandante cayeron sobre las tropas enemigas. Tsurugi y Hiroshi no dudaron ni un segundo y se lanzaron al combate una vez los arqueros cayeron. Las espadas de Tsurugi y la katana de Hiroshi bailaban bajo el brillo de la luna, chocando contra las hojas de los adversarios y superándolos en poco tiempo.
– Hubieron bajas entre nuestras filas, por supuesto – aclaró Tsurugi a Kenta –. Pero fue una batalla sencilla... Hasta que aparecieron los refuerzos.
Hiroshi fue el primero en verlos. Aquella tropa a la que habían despachado era sólo una primera guarnición, y se aproximaba la segunda. El sonido de la violencia desatada les había puesto sobre aviso. Corrían hacia el lugar del enfrentamiento, decididos con una voluntad ardiente a ganar la batalla. Encabezando a los soldados avanzaba un samurái con la hoja desenvainada. La visión de su oscura armadura y su melena roja como la sangre derramada infundió pavor en los hombres del comandante.
– Me corrijo – interrumpió de nuevo el relato Tsurugi. Sus ojos, perdidos en las llamas de la hoguera, parecían haber visto a la muerte misma –. Hasta que llegó él.
Mientras se reiniciaba la encarnizada batalla, el comandante desafió en un duelo singular al samurái recién llegado. Bajo su máscara de cigarra, el guerrero aceptó. Sus filos bailaron con brutal elegancia, mas no encontró dificultad en hacer caer sin vida la cabeza del comandante.
«Esto me da muy mala espina», musitó Tsurugi. Se había apartado un poco para analizar a aquel combatiente, y había llegado a una conclusión que le inundó de terror.
– ¡Tsurugi! – le llamó Hiroshi, dando cuenta de un samurái de armadura ligera – ¿Quién es ese tío?
– ¡No lo sé!
Tsurugi bloqueó una espada con ambas espadas, lanzó un tajo con la corta y pateó a su atacante. Su don innato para hallar huecos en la postura de todo atacante era lo que más le protegía en aquellas ocasiones.
– ¿Cuál es su hueco? – reclamó su amigo – Usa tu visión de cazador.
– Te tengo dicho que no la llames así – espetó Tsurugi, concentrado en el samurái cigarra.
Hiroshi logró situarse al lado de Tsurugi. Poniéndose en guardia, comentó a Tsurugi lo que ocupaba su mente.
– Se ha llevado por delante al comandante Higashiyama. Joder, ese tío da miedo.
– Hiroshi, no... – quiso negarse, Tsurugi – Algo no me cuadra.
Su amigo no pareció dar demasiada importancia a las palabras de Tsurugi. Blandiendo su espada y una incómoda sonrisa, añadió:
– Vamos a quitárnoslo de en medio cuanto antes.
«¡Maldita sea, Hiroshi!», pensó Tsurugi al ver a su amigo correr hacia él. No tuvo más remedio que unirse a Hiroshi en la carrera. Ante ellos, el samurái cigarra despachaba a otro samurái. Volteó la vista hacia los dos ronin e, impasible, se puso en guardia. «¿Qué pasa aquí?», pensaba Tsurugi, cada vez más preocupado. Daba igual cuánto estudiase aquella postura, siempre llegaba a la misma conclusión. «No tiene ningún hueco», murmuró.
– Tendremos que crearlo nosotros – concluyó Hiroshi, decidido.
Sin perder tiempo, lanzó un tajo horizontal contra el guerrero. No buscaba la carne de su adversario, sino su arma. Debía desestabilizar al samurái de algún modo. Le sorprendió ver que, lejos de bloquear, el guerrero usó su espada para desviar el ataque hacia arriba. Se había percatado de la peligrosa velocidad con la que se le acercaba la espada kodachi de Tsurugi, y tomó prioridad bloquearla. Dando un paso atrás, detuvo el avance del arma sin dificultad. Un segundo golpe de la espada del guerrero a la kodachi obligó a Tsurugi a soltarla. «¿De dónde ha salido este tío?», murmuró Tsurugi al ser testigo de cómo el desconocido, un instante después de desarmarle, situaba su espada tras la espalda para bloquear un tajo de Hiroshi. Desvió su arma y lanzó una estocada a Hiroshi que le obligó a crear distancia. Tras esto, pateó con fuerza la kodachi del suelo, lanzándola en dirección a Tsurugi.
El ronin logró esquivar la hoja de milagro, aunque no pudo evitar que le rozase, como quedó patente por la sangre que goteaba por su sien. El alivio le duró más bien poco, puesto que una patada del samurái en la boca del estómago lo lanzó al suelo, arrebatándole el aliento.
Fue entonces cuando Hiroshi vio la oportunidad. Sin embargo, el misterioso guerrero había previsto su acometida, bloqueándola con su espada. Así permanecieron unos segundos, tratando de superar la defensa del otro. Hiroshi, sabiendo que la fuerza de aquel hombre era superior, movió su espada a un lado, desestabilizando así mínimamente la postura del guerrero. Una vez redujo la distancia, lanzó un cabezazo con todas sus fuerzas.
El cabezazo no llegó a ninguna parte, pues el samurái se zafó de él con un ágil movimiento de cabeza. Hiroshi se tambaleó para no caer de frente, mas le costó quedar expuesto. Nada podría hacer frente al tajo cruel que el guerrero lanzaría sobre él.
Todo ocurrió demasiado rápido para Tsurugi. Trató de levantarse, mas un dolor punzante a la altura de una de las costillas se lo impidió. Sólo pudo asistir a aquella escena, de rodillas, impotente. La espada del desconocido había atravesado la carne de Hiroshi, cortándolo como un pedazo de carne cualquiera. Tal había sido la fuerza del golpe que levantó a Hiroshi unos centímetros del suelo. Hiroshi aunó toda su voluntad para no caer al suelo, pero aquella hazaña sólo serviría para recibir un corte descendente que lo haría caer como un muñeco de trapo sobre la hierba.
Tsurugi observó aquello inmóvil no sólo por el dolor, sino por el horror que le provocaba aquella escena. «¿Hi... roshi?», musitó sin voz. «Vamos, levántate... Es una broma, ¿verdad, Hiroshi? No puede ser que tú... hayas...». La mirada de Tsurugi se humedeció. Aquello no podía ser real. «No... Hiroshi...». La desesperación le llevó a morderse los labios, con tanta fuerza que los hizo sangrar.
Tsurugi agarró la kodachi con su mano izquierda y atacó al temible guerrero con toda su rabia. Estaba confuso, desesperado, furioso. Aquello resultaría inútil, pues el samurái bloqueó el ataque, como Tsurugi había pensado que haría. «Hijo de puta... ¡Esto no podrás bloquearlo!». Con una mirada propia de un lobo sediento de sangre, Tsurugi usó la mano derecha para acometer un corte con su katana. El guerrero pareció sorprendido. Soltando una mano de su arma detuvo el golpe agarrando la muñeca del ronin. «Desgraciado...», pensó Tsurugi instantes antes de recibir un cabezazo que por poco lo derriba. Desorientado por la potencia del impacto, Tsurugi quiso apretar la kodachi, mas tenía la mano libre. Sin darse cuenta la había dejado caer, y ahora era el guerrero quien la sujetaba.
En silencio, Tsurugi se puso en guardia empuñando el único arma que le quedaba. Enloquecido quiso partir en dos a aquel monstruo con un tajo horizontal que resultó inútil. Con un diestro movimiento de su mano derecha su oponente bloqueó la espada, para luego pivotar y hundir la kodachi del ronin en su brazo.
Tsurugi emitió un alarido de dolor. «¡El brazo! ¡No siento... el brazo!». Se llevó la mano al miembro herido, que colgaba sin vida de su hombro sin responder a Tsurugi. Quien hacía poco había recibido el apodo del Lobo de Tsushima, el protector de la isla, quedaba completamente inutilizado, incapaz de evitar que el acero de su enemigo corte su abdomen.
El Lobo cayó de rodillas, jadeante, con la mirada vacía de todo aliento de vida, completamente inundada de terror. No podía respirar. Al bajar la mirada, vio la hierba regada por gotas de sangre que vertía su estómago. Temió que se le fueran a caer las tripas.
Aún soñaba con aquel momento. Aquel maldito instante se había grabado a fuego en lo más profundo de su alma. La sensación de fatalidad. La mirada desalmada de aquel monstruo. El cuerpo de Hiroshi, retorciéndose en un último estertor para pedir ayuda a su amigo. Deseaba salvarle. Necesitaba hacer algo. Pero huyó. Huyó con terror. Huyó con vergüenza. Huyó hasta desmayarse. Huyó.
Tsurugi trató de reprimir el llanto una vez finalizó el relato. Se sentía ahogado al despertar las emociones que en su día vivió. Le costaba respirar. El capitán Kawagiri lo miró con ojos compasivos. «Lo siento, Tsukigami», pensó. «Ha tenido que ser duro vivir así».
– Tsukigami – le habló una vez el ronin se hubo calmado. Nunca fue bueno con las palabras, pero Tsurugi fue su camarada durante mucho tiempo –. ¿Puedes cambiarlo?
– ¿Cambiar qué?
– No puedes salvarlo ya. Entiendo tu pesar. Perder a alguien tan cercano, y más de ese modo... Puede destrozar hasta al más fuerte de los hombres. No poder salvar a quien más te importa – la voz de Kenta sonó como si no sólo hablara a Tsurugi, sino como si se dedicara aquellas palabras a sí mismo a la vez – puede sumirte en una oscuridad insondable, Tsukigami. No puedes permitirte vivir en el pasado. Céntrate en el ahora, en lo más inmediato.
Tsurugi guardó silencio durante unos instantes para interiorizar las palabras del capitán, recobrando el aliento en el proceso. Dedicó una mirada al niño que dormía plácidamente, únicamente alumbrado por el resplandor de la hoguera. Esgrimió una media sonrisa al verlo tan tranquilo.
– En lo más inmediato, ¿eh?
Kenta sonrió con disimulada amargura. Le alegró haber brindado consuelo a Tsurugi, aunque parte de él se sintió desgraciado por no haber logrado ese efecto en sí mismo.
– ¿Por qué no duermes un poco? – le propuso – Yo vigilaré el fuerte.
– Déjalo, aún puedo mantenerme despierto.
– Tsukigami. Si haces guardia y te duermes podrían asaltarnos – insistió –. Se te nota a leguas el cansancio. Confía en mí.
– Está bien... Los años te han vuelto aún más testarudo, Kenta.
– No soy el único al parecer – rió el capitán en voz baja, procurando no despertar a sus acompañantes. Tsurugi rió también.
Era cierto que aún no confiaba del todo en los visitantes, pero rememorar su pesadilla le dejaba sin energías. Kenta tenía razón, podría haberse dormido. Decidió confiar en quien le había salvado la vida en tantas ocasiones durante el Periodo Sengoku.
Una vez se supo solo, Kenta dedicó su atención al crepitar de la leña. El rostro de Sumi asaltaba su pensamiento desde el momento de partida. «Céntrate en el ahora», se repitió, apretando el puño. «En lo más inmediato».
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