Kiyoshi vagaba por el vasto valle. Atemorizado, solo. «¡Tsurugi!», llamaba, sin éxito. «¡¿Dónde estás?!». No había nadie a su alrededor, sólo pasto que pronto daría pie a una árida superficie de la que sobresalían pequeños bultos, parecidos a piedrecitas. Le pareció que se movían. «¿Dónde... está todo el mundo?», se preguntó, completamente desorientado. A cada paso oía leves zumbidos a sus pies. Aquello le daba mala espina.
– ¡Tsurugi! – llamó de nuevo.
Por mucho que gritara el nombre de su guardián, sólo su propio eco actuaba como respuesta. ¿Acaso estaba completamente solo en aquel páramo? Asustado, buscó el sol para tratar de orientarse. Sin embargo, al levantar la cabeza vio que no era el sol lo que brillaba.
«¿Qué es...?», exclamó, sorprendido ante la maravilla que presenciaba. «¿... eso?». Ocupando el lugar del sol se hallaba una gran ciudad celestial, mucho más grande que nada que hubiera podido imaginar. Desde la distancia no lograba alcanzar a verla en detalle, mas le pareció la estampa más bella que había visto jamás.
Extasiado, extendió la mano en un intento vano por alcanzarla. Fue entonces cuando todas las cigarras que correteaban a su alrededor levantaron el vuelo a la vez. Con su ensordecedor zumbido la dantesca nube de cigarras se arremolinó alrededor de Kiyoshi, envolviéndolo en una espesa oscuridad. Cada vez más intenso, el zumbido pronto se volvió insoportable. Fue entonces cuando el pequeño abrió los ojos de golpe. Entre entrecortadas respiraciones y con la frente impregnada de frío sudor, se percató de que tan sólo había sido un mal sueño.
– ¿Estás bien? – preguntó preocupado Tsurugi, sentado a su lado.
– S-sí... sólo era una pesadilla.
– Bien, toma el desayuno, hoy vas a necesitar energías.
Kiyoshi recibió de buen grado la bola de arroz que Tsurugi le ofreció. Al sólo poder usar una mano, se vio en la necesidad de dejar la suya sobre su regazo antes de dársela. Sólo cuando vio masticar al niño el Lobo continuó su comida.
– Pareces dolorido – comentó el ronin a Takao, que se estiraba junto a los restos de la fogata, ya extinta.
– No acostumbro a dormir al raso.
– Entiendo. ¿Y tu padre?
– Me dijo que iba a un claro cercano a meditar, por allí. Siempre lo hace al alba – explicó –. Es como un ritual para él.
«A meditar, ¿eh?», pensó Tsurugi. En cierto modo le sabía mal dudar de un antiguo camarada, pero aún era incapaz de despejar toda sombra de sospecha sobre él.
– Ya hace rato desde el alba – declaró el ronin poniéndose en pie –, iré a buscarlo.
Tras encargar a Takao el cuidado de Kiyoshi, se alejó del campamento en busca de Kenta. No le costó encontrarlo, arrodillado sobre una roca lisa. «Parece que no era mentira». El sonido del revoloteo de un pájaro cercano sacó al capitán de su trance.
– Oh, estás aquí, Tsukigami.
– Takao me dijo dónde estabas. Vamos a reanudar la marcha dentro de poco.
– Perfecto – respondió Kenta, poniéndose en pie con un poco de dificultad –. Vamos pues.
– Pensaba que ocurría algo, hace ya mucho del mediodía.
– Necesitaba aclarar la mente. Aún sospecho que Arata y los suyos puedan venir a por nosotros.
«Arata...», recordó Tsurugi. «El secuestrador de Hideki, y más importante, aliado de los Semi. Podría darnos problemas».
– Ya dimos cuenta de ellos la última vez, no debería ser diferente la próxima vez – le calmó Kenta, percibiendo el semblante pensativo de Tsurugi –. Ahora deben ser menos de la mitad, mientras que nosotros somos más.
– Eso es cierto – reconoció Tsurugi. «Aunque espero no involucrar a Kiyoshi en esto», pensó.
Pronto llegaron donde Takao y Kiyoshi, que los recibieron con alegría. Takao había tenido tiempo de ponerse la armadura. Era hora de reemprender el viaje.
No se detuvieron hasta pasadas varias horas, cuando los pies de los dos más jóvenes ya no dieron más de sí. A Kiyoshi podían llevarlo en brazos, pero con el hijo de Kenta era otro cantar.
– Señor Tsukigami – habló Takao –, creo que nos hemos quedado sin raciones.
– Pensaba que nos duraría para hoy al menos – Tsurugi sacó el mapa, buscando el poblado más cercano –. No contaba con que seríamos más de dos. Tendríamos que reabastecernos en Tasato.
– Aún está lejos – intervino Kenta –. Al menos un día de viaje. Conozco la zona.
«Un día...», reflexionó Tsurugi. «Para mí no es problema, y tampoco debería para estos dos... El problema es Kiyoshi, no tengo claro vaya a aguantar tanto».
– Deberíamos ir de caza – propuso el capitán –. Intentarlo, al menos.
– Me parece buena idea – aprobó el ronin –. Tenéis arco y flechas, ¿verdad?
Kenta asintió con seguridad. Anoche, para matar el tiempo durante la guardia, se dedicó a preparar flechas con la madera que no utilizaron en la fogata. Tenían de sobra. Aquello era algo que Tsurugi sabía de sobra, pues a ratos abría con disimulo un ojo para vigilarle sin que se percatara.
Con aquel nuevo objetivo en mente, el ronin se puso de pie, seguido de Kenta. «Es una buena oportunidad, de hecho», calculó el Lobo.
– ¿Podrás con una mano, Tsukigami? – dudó el capitán.
– Me las apañaré.
– ¿Puedo ir con ustedes? – se ofreció Takao. Tsurugi, sin embargo, tenía otros planes.
– Me quedaría más tranquilo si te quedaras a cuidar de Kiyoshi.
El joven aspirante a samurái asintió, algo decepcionado. Prefería ir de caza que hacer de niñera.
– ¿Estás seguro? – preguntó Kenta al ronin – Podríamos ir los cuatro.
– Es mejor así. Dudo que a Kiyoshi le haga mucha gracia la caza – explicó Tsurugi –. Y aparte, los niños también necesitan tiempo por su cuenta. Creo que es el momento oportuno.
Kiyoshi notó un cambio casi imperceptible en la voz de Tsurugi al hacer el último comentario. «¿Qué quieres decir?», pensaba el chico. Entonces, recordó lo que hablaron la noche anterior: “No hace falta que leas el alma de todo el mundo constantemente. Te avisaré cuando lo vea oportuno”. «¡Claro! Tiene que ser eso», concluyó.
Buscando confirmación, se apresuró a observar el alma de Tsurugi mientras éste se alejaba con Kenta. «Kiyoshi», pudo entender, «lee el alma de Takao. Cuando volvamos aprovecha cualquier momento para decirme si son de fiar». Kiyoshi sonrió, triunfante. Sabía que se traía algo entre manos. Además, ya se moría de curiosidad.
El ronin y el samurái se internaron en la arboleda cercana en busca de presas. Kenta mantenía el arco preparado, por si las moscas. No pasó mucho tiempo antes de que Tsurugi indicara con el brazo a su compañero que se detuviera.
– Mira, huellas – le susurró, señalando con la cabeza a sus pies. Dos grupos de pisadas en la misma dirección.
– ¿Perros?
– Mapaches – le corrigió –. Vivo en la montaña, estoy acostumbrado a verlos.
«Parece que hay una madriguera cerca», analizó el ronin. Kenta, por su parte, sacó una flecha del carcaj y la colocó en el arco, preparado para tensar la cuerda en el momento preciso. Tsurugi aproximó su mano útil al cabestrillo de su kimono, listo para echar mano a la kodachi oculta en cuanto surgiese la oportunidad. Siguieron las huellas, en busca de sus presas.
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