En el campamento se respiraba una gran calma. «Esto es demasiado tranquilo», pensaba Takao, aburrido. «Ojalá me hubieran dejado ir». Lo único que le ayudaba a matar el tiempo era observar a Kiyoshi. El chico parecía estar jugando a su aire con unas piedrecitas. De vez en cuando lanzaba miradas furtivas hacia Takao, pero pronto volvía a lo suyo.
– ¿Qué haces? – preguntó el adolescente, curioso al ver cómo las lanzaba y recogía con una sola mano.
– Malabares. ¿Quieres probar?
– Eehm... Prefiero mirar – respondió, algo cortado al pensar en cuán probable era que no consiguiera hacerlo ni una vez, no al menos con una mano. «Sería bastante vergonzoso...».
Se puso de cuclillas al lado del niño para verlo mejor, sorprendido de que no se le resbalasen en ningún momento.
– ¡Se te da muy bien, Kiyoshi!
– Gracias – sonrió el chico –. Tsurugi me enseñó.
«Parecen muy unidos», pensó Takao. Parecían tener la relación que él habría deseado tener con su padre. Dadas sus obligaciones con el ejército fue poco el tiempo que pasaron juntos durante su infancia. «En el fondo os envidio un poco». No hacía falta a Kiyoshi hurgar en el alma de Takao para percibir la añoranza que sentía.
– Eh, Kiyoshi. El señor Tsukigami debe ser como un padre para ti, ¿verdad?
– Ya tengo un papá – respondió el chico –. Tsurugi es como mi hermano mayor.
– Entiendo.
De repente, a Kiyoshi le entró un ataque de risa. Trató de reprimirlo, pero le fue imposible. Al estallar en risas dejó caer las piedras. Takao no entendía nada.
– ¿Qué pasa?
– Acabo de darme cuenta – explicó Kiyoshi una vez pudo contener la risa –. Tsurugi, Tsukigami... Todo empieza por “Tsu”. Encima vive en Tsushima.
La mirada de Takao no podía ocultar su desconcierto. «¿Tan gracioso es? ¿Soy demasiado idiota como para pillarlo?». Sin embargo, pese a no compartir su extraño sentido del humor, la risa del chico era tan pura que le impulsó a reír con él.
– Tsu-Niisan.
– ¿Eh?
– Es como mi hermano mayor (niisan) – explicó Kiyoshi, algo avergonzado por su última ocurrencia. Quizá sonaba mejor en su cabeza que en voz alta –, y tiene dos (ni) “Tsu” en el nombre.
– Ya veo...
«Es un poco rebuscado, pero...», pensaba Takao. «Es un crío después de todo». El pequeño juntó sus dedos índices, en una clara expresión tímida. Quería preguntar algo a Takao.
– ¿Crees que... le gustará?
Takao sonrió a Kiyoshi con ojos compasivos. Realmente envidiaba la cercanía que existía entre el pequeño y el ronin.
– Sólo lo sabrás si se lo dices.
Kenta se arrodilló sigilosamente arco en mano una vez divisaron la pequeña madriguera oculta entre unos pedruscos. Tsurugi se mantuvo a su lado, aguardando a que los mapaches asomaran la cabeza. Seguirles el rastro no había sido tan sencillo como habrían podido esperar, pero estaba convencido de que debía ser su guarida. Ya sólo quedaba esperar.
Pasaron los minutos, y estos a punto estuvieron de convertirse en horas. En el momento en que a punto estuvieron de buscar en otra parte, uno de ellos asomó desde la madriguera. «Ahí estás», susurró triunfal Kenta. Tensó el arco, pero Tsurugi le pidió con un gesto que no disparara aún.
– Si te lo cargas ahora – murmuró Tsurugi, procurando que el animal no le oyese –, espantarás al otro y lo perderemos.
Su paciencia se vio recompensada, puesto que al ver alejarse al primer mapache, un segundo asomó el hocico, luego la cabeza. Al salir completamente de su escondite Tsurugi vio que era menor que el primero.
– Ese parece más joven – apuntó Kenta –, quizá sea su cría.
Tsurugi asintió, sorprendido por tener sentimientos encontrados frente a la idea de quitarles la vida. Antes de poder expresar su reparo a Kenta, éste hizo silbar la flecha que se incrustaría en el mayor de ellos. El desconcierto de la cría le hizo imposible salvarse del proyectil que inmediatamente acabaría con ella.
– ¿Qué has...? – musitó Tsurugi, desconcertado.
– Ya tenemos comida.
– Lo sé, pero...
– Eran ellos o nosotros, Tsukigami – espetó el capitán –. No te recordaba tan remilgado.
«Puede que tengas razón», reconoció Tsurugi, pensativo. Los mapaches le habían recordado a Kiyoshi y a él mismo durante un segundo.
– Me habría gustado algo más – admitió Kenta una vez los tuvo en sus manos, amarradas sus patas con cordeles para transportarlos con mayor comodidad –, pero si lo racionamos nos bastará por el momento.
Conformándose con los dos animales, se encaminaron de vuelta al campamento. Dado el silencio, Tsurugi vio la oportunidad de romperlo.
– Capitán Kenta, anoche dijiste que Takao y tú partíais en una misión.
– En efecto.
– ¿Cuál es? – Preguntó Tsurugi, sin molestarse siquiera en ocultar su seriedad.
– Te hablé también de Arata, ¿recuerdas? Me encargaron acabar con él, mas escapó. Tengo intención de terminar el trabajo.
– Entonces, ¿por qué viajáis con nosotros? Podríais haberle perseguido.
– He de cumplir mi palabra con Hideki.
«No parece contradecirse», pensó Tsurugi. «Debo preguntar a Kiyoshi, a ver qué ha averiguado». Inmerso en aquellos pensamientos estaba cuando llegaron al campamento. Al verle aparecer, Kiyoshi corrió a su lado.
– ¡Tsu-Niisan!
– ¿Eh? ¿Qué?
– Es un apodo – le explicó Takao al ver su cara de desconcierto. «Creo que es apropiado», reflexionó.
– ¿Un apodo?
– ¿Te gusta? – quiso saber el pequeño.
Tsurugi esbozó una media sonrisa y apoyó la mano sobre la cabeza del niño. Kiyoshi le devolvió la sonrisa, emocionado. Era una sonrisa genuina.
– Es muy ocurrente – alabó su guardián.
Pasaron unas horas hasta que decidieron reemprender la marcha, esta vez sin más distracciones. El tiempo justo para preparar la carne y prepararse.
– ¿Viste el alma de Takao? – susurró Tsurugi en cuanto tuvo un momento a solas con Kiyoshi. El chico asintió para el alivio del ronin. «Sabía que lo pillarías», se dijo.
– No he visto nada raro – respondió en voz baja. Vio el momento perfecto para leer su alma en el momento en que Takao aún estaba a su aire, antes de hablar con él –. Busqué también en él sobre su padre, pero nada.
«Parece que sí son aliados», reflexionaba Tsurugi. Él mismo había estado observando tanto al padre como al hijo desde que aparecieron, y tampoco parecía haber nada raro. Kenta estaba centrado en ese criminal, y Takao buscaba aprobación paterna. «¿Y existe la posibilidad de que tu habilidad falle?», había preguntado a Kiyoshi. «Creo que no, siempre lo veo todo», fue la respuesta segura del chico. Teniendo todo aquello en cuenta, decidió que quizá era hora de darles una muestra de confianza. Tal como les aseguró la noche anterior, les explicó a grandes rasgos que se dirigían a un templo al sur, asegurándose de omitir toda información relacionada con la habilidad de Kiyoshi. Aún existía en él un minúsculo resquicio de desconfianza.
– Así que los Semi... – reflexionó el capitán mesándose la perilla, pensativo – Podrían ser los mismos que contrataron a Arata.
– Por eso debemos andar con pies de plomo – concluyó Tsurugi.
***
Hacía ya rato que Haku había visto marchar a Arata. De nuevo salía de Kamukawa junto a Kimi. Desde el día que se reconciliaron, no pasaba una sola tarde desde que partían a los pueblos vecinos. Michio y Sadao notaron la preocupación del joven.
– Pareces en trance – observó Sadao al tiempo que observaba la herida de Michio. Al enrojecimiento se le había sumado inflamación –. ¿Te encuentras bien?
– No estaba prestando atención, perdona – se excusó Haku.
– Últimamente estás ido – comentó Michio. No era la espada más afilada del arsenal, pero incluso no se le escapaba la turbación que parecía experimentar su amigo. Haku no supo responderle.
– Estás preocupado por Arata y Kimi, ¿verdad?
Sadao había dado en el clavo, aunque a Haku le costaba reconocerlo. Arata no parecía haberse recuperado en lo más mínimo. Era comprensible, desde luego, pero también preocupante. Era su líder después de todo.
– ¿Tú no, Sadao? – respondió, desviando la mirada hacia el punto donde la pareja había abandonado la aldea.
– Claro que sí. Aunque les entiendo perfectamente – en ese punto Sadao se miró las manos, temblorosas por la rabia –. Lo que han hecho esos bastardos...
– Aquella era sin duda la emoción más compartida por los pocos supervivientes de Kamukawa. Habían perdido demasiado. Haku también los aborrecía, no tenía sentido negarlo, pero el discurso que Arata les dio en los días anteriores les habría helado la sangre de no ser por esa animadversión generalizada. Eso era lo que preocupaba a Haku.
«Los Fantasmas de Kamukawa», había dicho el líder aquel mediodía. Ese era el nombre que Arata había otorgado a su maquinación más oscura. «Su voz ya ni siquiera sonaba humana», pensó Haku, rememorando la expresión diabólica que había esbozado Arata con la complacencia de Kimi. «Es... inhumano», se dijo al recordar el plan que los supervivientes abrazaron.
– Michio, Sadao – bajó la voz Haku. El temor a perder lo único que les quedaba le provocó un escalofrío en los huesos –. Sois conscientes de que si hacemos esto... seremos como demonios. ¿Verdad?
– Sus dos amigos tragaron saliva. Sadao desvió la mirada hacia la derecha, mientras que Michio hizo lo propio hacia abajo.
– No quiero que salga de aquí lo que voy a decir, pero... – la voz de Haku temblaba. Reuniendo todo su valor, propuso – Quiero dejar la banda.
Arata y Kimi acababan de internarse en Onkawa. La chica dedicó un vistazo a los habitantes de aquel poblado. El lugar era casi la mitad de lo que Kamukawa alguna vez fue en tamaño, pero siempre le había parecido que sus gentes habían prosperado mucho más. Aunque probablemente pocos sospechaban que parte de aquella prosperidad fue gracias a los tratos silenciosos que ciertas figuras de autoridad del lugar mantenían con Kamukawa. Arata tenía sus ojos puestos en una de aquellas figuras.
La pareja se aproximó al desprevenido guardia por la espalda. Arata silbó suavemente una vez lo tuvo cerca. Dos silbidos cortos seguidos de uno ligeramente más largo. El soldado pareció reconocer el singular sonido, girándose sorprendido hacia la pareja.
– Os creía muertos.
– No se puede matar a un fantasma.
– Déjate de juegos – espetó el guardia, mirando agitadamente a los lados. Estaba en plena guardia –. ¿Qué queréis?
«Siempre tan cortés», murmuró Arata. El joven miró de reojo a Kimi, para luego volver a mirar al guardia con una sonrisa que parecía más propia de un demonio que de un ser humano.
– Te propongo un trato.
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