El elevador se abrió con el sonido de una campanilla, irrumpiendo en el silencio del penthouse. Una mañana indistinguible del resto de mañanas usuales en lo más alto de Marvilla.
Prestando atención a los detalles, a los mudos crujidos confundiéndose con el silencio, al shock amordazando a la visita en la habitación principal, y al aroma del desayuno chisporroteando en el ambiente; se adivina un tono distinto que distingue a ese silencio de los demás. Un silencio con cara de secreto y sonrisa de triunfo.
Al cerrarse las compuertas del elevador, Ander dio al costoso reloj de pulso.
Siete de la mañana en punto.
Si el hombre entre sus sábanas se logra reponerse al estupor, vestirse y desayunar, llegará a recoger su automóvil en el bar y entrará en su horario habitual a la agencia. Si no, será más torpemente evidente de lo que, sin dudar, se evidenciaría aun llegando a tiempo. Cualidad o defecto, en la noche tendría más oportunidad de seguir descubriéndolo.
El elevador paró en el estacionamiento. Subió a su Jaguar, y redactó un sencillo mensaje que envió antes de marcharse a las oficinas de Antares:
[Ganaste la apuesta.]
El
contador de pasos en el celular indicó los cinco mil a las ocho de la mañana,
al ingresar al edificio en que se ubicaba Figgo, la mitad de su objetivo
diario, y que raras veces solía alcanzar por más que, con los treintas
pisándole los talones, hace dos años se comprometió a tener una vida activa.
Esforzándose por mantener un caminar firme y normal, pese a la protesta de sus articulaciones en piernas y caderas, su estómago rugió, cruzando el breve pasillo de la puerta de cristal a la recepción, siendo recibido por Luz.
La secretaria frunció el ceño, extrañada por la sonora protesta de sus entrañas.
—Desayuné bien —se apresuró a mentir, sin la compensación que planeó traer consigo el día anterior—, por eso el retraso.
Aún más pérdida por la innecesaria explicación, siendo que apenas si se pasó de un minuto del horario de entrada común, asintió, ofreciéndole el fajo de pendientes del día, previo a las reuniones con clientes agendadas en la tarde.
Asintiendo rápido y sospechoso, Gabriel tomó el trabajo acumulado, y procedió a encerrarse en la oficina, cayendo pesadamente en la silla del escritorio, el rostro oculto tras las manos repitiendo, en la estruendosa calma, la tortura mental con que se llevaba mortificando desde que Ander lo dejó a solas en la habitación: «¡¿Qué hice?!»
Presionó el trasero en una automática burla proveniente del lado cruel de su persona («¿tú qué crees?»), sintiendo un apenas perceptible resquemor. La incomodidad despertó una eterna duda al fondo de su enredada cabeza, que creía natural en personas como él: ¿Dolería mucho la primera vez?
La respuesta conocida, (¡por fin!) a través de la práctica, era obvia: Dependía de la pericia del amante.
Y Ander…
El flashazo de un pasado reciente cubierto por la tela del alcohol, ligeramente borroso, no lo suficiente para desdibujar las líneas de un cuerpo seductor y fuerte empujando contra sus entrañas un pedazo de carne firme que, sin si quiera esfuerzos consiguió dar con ese mítico punto en su interior, haciendo que perdiera la cabeza…
Ander fue el amante con el soñó incontables veces, y que hasta menos de veinticuatro horas atrás habría jurado se encontraba fuera de su alcance. Del alcance de un simple y desabrido diseñador gráfico, haciéndose pasar por heterosexual.
Apretó dientes, reteniendo las imágenes desarrolladas en las sombras y en la cama, en carrera a su pantalón, evitando una tragedia.
Enfocó la mente en el hueco de su estómago, y en el significado.
Ni siquiera se detuvo a ver los platos en la mesa. Salió huyendo en cuanto asumió que Ander estaría lo suficientemente lejos para coincidir en un par de kilómetros a la redonda.
El trayecto de la cama a la entrada del lujoso edificio de departamentos, se le hizo eterno, y con gran trabajo, logró convencerse de aceptar el servicio de transporte que el recepcionista del edificio le ofreció:
—El Sr. Zaldívar lo encargó para usted —fue la explicación brindada por el hombre de nariz aguileña, que parecía igual de sorprendido que él, no por su presencia, sino por el pánico que traía tatuado en la cara, de verse reconocido como “invitado de Ander”.
El servicio de transporte lo dejó en el bar.
Recogió su Renault, casi arrancándole las llaves al encargado de la mañana y sí, reconocía que fue grosero, y sí, lo lamentó y consideró pedir disculpas. Y no, la intención no se concretó, sobrepasado por la certeza de que la gente lo veía y sabía que acababa de acostarse con un hombre. Con EL hombre.
Su cerebro consciente entendía que no era así.
Su lado inconsciente e instintivo insistió en que traía colgado un letrero neón, no con una frase, ¡con las imágenes en ultra alta definición de la habitación de Ander! De Ander y de él. De Ander y de él revolcándose. De Ander y de él revolcándose CON MUCHAS GANAS.
En una carrera contra el reloj, fue del bar a su casa a darse una ducha rápida y cambiarse de ropa. Entrar a la agencia con el traje del día anterior, sería sospechoso. Evitar la cocina para saciar su hambre o su sed, formó parte de la serie de pequeños (y constantes) castigos que, en adelante, se propiciaría en expiación a sus pecados.
Trabajar con la convicción de que las personas conocían su desliz, fue un suplicio.
Y la mirada suspicaz de Luz al dejarle a mediodía un sándwich, “por si las dudas”, no ayudó.
Culpa y alegría.
Decepción y orgullo.
Vergüenza y lujuria.
Emociones variadas y contradictorias manejaron a su antojo las horas, y alrededor de las cinco de la tarde su cabeza apenas si se soltó de ellas, entrando en su zona segura, tras la presentación de las ideas conceptuales para un proyecto colaborativo entre dos marcas.
Respiró, feliz por los resultados obtenidos durante la junta, informando la aceptación de los clientes al equipo de trabajo con quienes elaboró la propuesta, dándoles el resto del día libre. Aunque esa última semana estuvo encerrado en la oficina por temas contables y legales que requerían su revisión, propios de su cargo de presidente, por lo general pasaba más tiempo en la “trinchera”. La trinchera era donde la magia ocurría, de la lluvia de ideas al ajuste de detalles finales. Era su espacio, su mundo de fantasía, dónde creció y se forjó.
De vuelta en la oficina, satisfecho, advirtió el parpadeo del LED cian en el celular que dejó sobre el escritorio.
Un mensaje.
Alargó la mano, tomó el celular y lo levantó. Al no reconocer el número que no estaba registrado, desbloqueó la pantalla y abrió el mensaje.
[Paso por ti a las cinco.]
Durante la primera fracción de segundo no entendió quién era el remitente o a qué se refería, hasta que su visión se amplió al resto de la conversación y una sonrisa traicionó el pánico, pánico que no tardó en hacerse del control de su persona.
El remitente no era otro que Ander.
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