Tratando de aparentar calma, el café en su taza formó ondas dentro de la cerámica, y las manos le sudaron.
Gabriel De la Cruz Domínguez deseaba terminar pronto con la presentación de un proyecto al cliente principal —que aún no llegaba— de la agencia de marketing y publicidad que sus padres fundaron veintitrés años atrás, y de la cual fue nombrado presidente el mes pasado, luego de la abrupta decisión de ambos de jubilarse y darle las riendas.
La Agencia Figgo era la más grande en la zona este del país, ubicada en Marvilla, un asentimiento pesquero cuyo atractivo turístico floreció con la fundación de Antares, empresa de entretenimiento que la hizo figurar en el mapa nacional e internacional.
Antares fue el milagro, ¡el unicornio salido de nada!, hacía unos diez años, en el pueblito olvidado por Dios.
La empresa de entretenimiento comenzó siendo del montón, y ahora era una referencia mundial con participaciones en grandes eventos, y que nadie entendía, el motivo por el cual, pese a ser un gigante de la industria, se aferraba a mantener su sede ahí, en Marvilla.
Nadie entendía, pero los habitantes, su fama y economía, agradecían el detalle. Gracias a eso, lo que una vez fue un simple puerto pesquero, evolucionó a una belleza de locaciones famosas, y escenarios reconocidos.
Y, si ya era increíble que una empresa de semejante calibre se aferrara a un sitio como Marvilla, era el doble de inexplicable que dicha compañía se rehusara a emplear otras agencias de marketing y/o publicidad, habiendo monstruos en el área que pagaría por tomar sus proyectos.
La presión que experimentaba Gabriel lo estaba sobrepasando, y las gotas de café manchando el piso de pulcra loseta blanca, eran un conteo regresivo, menos paciente que el segundero del minimalista reloj empotrado en la recepción.
Luz, la joven secretaria contratada por su madre antes de retirarse, entró. Con una elocuente expresión, la recién egresada de una universidad local lo hizo dejar la taza en el escritorio, ajustarse la corbata y caminar con un folder de cuero en manos, a la sala de reuniones.
Su cita con el destino estaba por iniciar.
Cerca de la puerta se deshizo de la idea de detenerse y tomar un respiro, convencido de que no se vería bien si un empleado o cliente lo pillaba infraganti. Por lo que se conformó con aminorar el paso durante el último tramo, girando el rostro hacía la pared de cristal con las persianas corridas.
Un gran error.
Un terrible error.
El primer error que lo llevaría al caos.
Sentado en la cabecera de la mesa, donde se ubicaba a los clientes, de cara a la pantalla táctil en qué se presentaba el proyecto, observó a través de la transparencia del cristal un perfil que reconoció de inmediato de los cientos de revistas con su rostro en la portada, los cientos de reportajes, los cientos de vídeos virales y demás cientos de material de exposición en medios tradicionales y digitales, a los que estaba sometido el rostro de uno de los hombres más guapos del país.
Los nervios que le comían el sistema nervioso pasaron a devorar su estómago, haciendo un desastre con su ritmo cardiaco, recordándole la razón por la cual seguía, contrario a los deseos de sus padres, sin novia.
Obligado por la costumbre de fingir y seguir adelante con la puesta en escena, cumpliendo las expectativas de su entorno, sus piernas de gelatina lo condujeron a la sala.
Entró, la saliva atorada en la garganta, apretándole la respiración. Las manos le sudaron el doble, y su pecho y quijada cosquillearon al ritmo de los enloquecidos latidos convertidos en un silbido insistente taponeándole los oídos.
Bloqueó la entrada, prendado al hombre sosteniendo una conversación por celular.
Un disimulado codazo por parte de Luz lo sacó a tiempo de la espiral de hormonas.
El objeto de su enajenación, distraído en terminar la llamada, lucía una cabellera lacia y corta, rebelde, enmarcando un rostro ojos de un gris profundo reflejando la luz de la camisa azul en un traje negro, a la medida de una complexión atlética. Devastadoramente atractivo.
—Señor —lo llamó de vuelta la joven secretaria en un murmullo, previniendo que las imágenes inundando programas de chismes y redes sociales, de aquel seductor ser practicando natación, surf, y cuanto deporte pudiera enumerarse, algunas con prendas que no dejaban mucho a la imaginación; lo continuaran abduciendo de los pendientes en marcha—, si no se concentra, tendré que envolverlo en un papel de regalo y dárselo para llevar.
El comentario jocoso de Luz cumplió su objetivo. Lo imbuyó de pánico, centrándolo en el tema, huyendo de las sospechas que movieran la fachada de normalidad que tanto le costó crear y mantener.
—No digas tonterías, Luz.
La joven se abstuvo de contradecir, entregándole el apuntador, y sonrió a medias tras un breve e incómodo lapso teniéndolo de presa en esos ojos delineados, que se asemejaban a la mira telescópica de un francotirador.
—Lo que usted diga, jefe —soltó, en un tono burlón que Gabriel le reprendería después.
Dejando el teléfono sobre la mesa, bocabajo, la atención de Ander Zaldívar Villaseñor —y su equipo de trabajo— recayó por completo en Gabriel. Los ojos grises del CEO, y la ilusión de la piel bronceada emitiendo un calor abrazador, lo acorralaron. Tardó en darse cuenta del momento en que, fuera su memoria muscular y su obligación a cumplir con el papel designado por su familia, o su instinto, avanzó en una nube la mitad de camino que le correspondía para cumplir la atención y formalidad con el cliente, extendiendo la mano.
—Es un placer conocerlo en persona, licenciado De La Cruz.
La voz de barítono del CEO de Antares sujetó el saludo atascado en su pecho, tirando de él y sacándolo a la fuerza de su garganta reseca.
—Gabriel —lo corrigió—. Llámame Gabriel, por favor, Ander.
El atrevimiento, del que no fue inmediatamente consciente el presidente de Figgo, tomó por sorpresa a su interlocutor, una celebridad de talla internacional a quien cualquiera se dirigía con absoluto respeto y etiqueta. Tras unos largos segundos, en vez de torcer en desagrado su exquisito perfil, Ander colocó una sonrisa que lo mareó.
—Perfecto —aceptó—, Gabriel.
La mención de su nombre cavó entre su estómago y el corazón un hueco gigante en el que corrió el riesgo de caer, sin la voluntad necesaria para oponerse.
—Entonces, si vamos a prescindir de formalidades —Ander le soltó la mano regresando a su asiento—, ¿qué te parece si comienzas con la presentación?
El corazón de Gabriel se sintió vacío al ser abandonado por la calidez de los dedos ajenos, dedos de una mano firme que sostuvieron su palma y su mente, y al alejarse permitieron que el entendimiento de lo que hizo y a quién, le inundara el cuerpo de horror.
Se giró con un movimiento robótico, encontrándose con Luz y, en vez dar con el reflejo de su propia incredulidad en la secretaria, se topó con un brillo divertido y acusador. Jalando aire por la nariz, paró el frío en su interior, recomponiendo su semblante en un gesto de regaño. Sin importar lo que estuviera pensando esa mujer, debía mantener la compostura y evitar que su cliente, y su comitiva, descubrieran el desliz de sus emociones y pensamientos.
Impulsado por la reprimenda que dio en silencio a la secretaria, aprovechó la brecha en la confusión, entrando en su zona segura, un sitio en el cual era gobernante. El trabajo.
Se aclaró la garganta. Indicó a la secretaria que reprodujera la presentación en la pantalla, sumiéndose en el proyecto que estaba orgulloso de presentar, la publicidad para la nueva línea de ropa deportiva de Antares, y se olvidó de la torpeza, la vergüenza y los ojos grises que, del inicio al fin de su discurso, lo siguieron a donde se dirigiera, rascando las orillas del agujero en su pecho, haciéndolo crecer, invitándolo a no resistirse al llamado del secreto que mantuvo seguro por casi treinta años.
Un doloroso secreto que nunca estaría preparado para a revelar a los padres que lo dieron todo por criar a un hombre de bien, y que añoraban, un día, los bendijera con una hermosa familia propia. Una linda esposa. Unos lindos hijos. Una linda consecución a sus esfuerzos. Una linda cadena de expectativas atadas al cuello de Gabriel, desoyendo sus deseos. Deseos que se resumían en un estruendoso grito reprimido, en el que habría vociferado que su sueño era arrojarse a los brazos del CEO cuyos ojos juraría le recorrían el cuerpo, de la cabeza a los pies, desnudándolo, tocándolo, poseyéndolo.
«Estás tan frustrado que imaginas estupideces», se regañó, sin atreverse a verlo directamente, amagando el calor en sus entrañas y continuando la presentación.
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