El remitente no era otro que Ander.
Mil ideas cruzaron su cabeza.
Aún no era la hora de la salida.
¿Qué dirían los demás empleados de la agencia?
¡Lo vería de nuevo! Podría probar sus labios una vez más. Y, si era hombre de palabra (¿cómo carajos eso lo definiría como hombre de palabras?), cumpliría lo dicho de… Repetir.
Repetir.
«¡No puedo repetirlo!», se regañó, se recordó, se gritó y se exigió.
Tenía que marcharse antes de que Ander llegara.
Eso tenía que hacer.
La idea de huir, apenas engendrándose en su mente, fue interrumpida por Luz llamando por el intercomunicador, lo que hacía al encontrarse con clientes esperando cita, guardando el decoro de que no la vieran levantarse e ir corriendo con él. Para reuniones o cuestiones más simples, acudía directo a su puerta.
Desorientado, creyendo que podría aprovechar para avisarle a Luz su intención de hacer una retirada, por segundo día consecutivo fuera de horario, descolgó.
—Presidente, el CEO de Antares pregunta por usted, ¿lo hago pasar?
Un segundo de silencio.
—¡No…!
—¡Es-espere, señor, señor! —se escuchó gritar a Luz, tanto por el intercomunicador como a la distancia— ¡El presidente puede estar…! —se dio por vencida— El Sr. Zaldívar se dirige a su oficina.
«Pues, ¡detenlo!», quiso reprocharle y ninguna palabra abandonó sus labios, rígido de pies a cabeza, calculando lo que restaba hasta que la puerta de la oficina se abriera, y Ander…
Entró.
Ander entró en la oficina sin siquiera tocar, con el derecho de quien se sabe recibido a donde vaya, tan pulcramente vestido como lo vio durante la mañana, sin perder ni un ápice de la pátina de perfección rodeándolo. Esa patina que Gabriel lograba muy raras veces, y menos veces mantenía más de unos minutos. Del trayecto de la casa al auto.
Acalló la voz al fondo que trataba de entender cómo un hombre así, eligió acostarse con un tipo como él.
—Buenas tardes —se levantó de su sitio, yendo a recibirlo, su cuerpo actuando por costumbre—…
El saludo fue atajado por un gesto de silencio, y seguido de los pasos del CEO rumbo al intercomunicador del escritorio.
Los ojos de Gabriel se pegaron a la imponente figura, escoltando su espalda al girar ciento ochenta grados, viéndolo descolgar el auricular y llamar a recepción.
Se oyó el timbre del intercomunicador y los pasos veloces de unos tacones ir, de detrás de la puerta, devuelta a su estación de trabajo.
—Diga —respondió una agitada Luz.
—Si no nos interrumpes o espías por los siguiente diez minutos, mañana te enviaré una bolsa de colección, exclusiva de la colaboración de Channel con Anteres, ¿trato?
La joven no tardó nada en procesar la oferta, dar la afirmativa y, por la ausencia de los tacones de vuelta, cumplir su palabra.
Colgando el auricular, Ander levantó la vista a Gabriel, exponiendo una sonrisa triunfal.
—Regresemos a antes de mi entrada, y borremos ese saludo innecesariamente formal, tras lo sucedido anoche.
El blanco de su rostro mandó la señal correcta a Ander de sus temores respecto al tema, porque el hombre pasó un cierre invisible por el medio de los labios, haciéndole saber que no hablaría de más. No ahí.
—No creí que aceptarías por tu cuenta acudir a la cena, así que supuse que lo adecuado sería venir por ti, evitando que huyeras y me dejaras plantado de nuevo.
Si bien quiso darle la razón pensando en automático en una excusa para zafarse de su compromiso, pudo más la rara acusación que hizo (de dejarlo plantado), que su instinto de supervivencia.
—¿Plantado?
—El omelette de espinacas, el jugo de naranja y el pan de avena.
La mención evocó los aromas flotando en el aire del penthouse.
Por la mañana se fue a toda prisa, sin echar un vistazo al menú en la mesa.
Confrontando al dueño de la casa entendió lo grosero de su actuar, cuando este hizo de su conocimiento, mientras se arreglaba para marcharse al trabajo, que esos platillos los preparó para él. Ander los co-ci-nó para él.
—Fue descortés —Ander subió el largo del pantalón, medio sentándose a la orilla del escritorio.
—Lo siento. Tenía prisa.
Un pretexto simple, que eludía soltar la verdadera explicación, pasando una mano por la nuca.
—¿Seguro que fue eso y no que te marchabas como un casanova que me usó, igual que si hubiera usado a una chica ingenua a la cual no planeaba volver a ver? —el dramatismo del hombre fue sublime.
—¡¿Qué?! —el rojo dominó su cara— ¡No!
Negativa sincera, aunque de inmediato entendió cómo se interpretó en realidad.
Ander entrecerró los ojos y lo evaluó unos segundos, y tras esa breve revisión, en la que Gabriel se sintió desnudo y bajo un microscopio distinto al cuestionamiento, más cercano a las manos que la noche anterior lo sujetaron; asintió, conforme.
—Bien —se enderezó—. Entonces no habrá problema si cenamos.
De nuevo, la voz al fondo de su cabeza empujó las dudas junto con el miedo.
Que Ander, a quien no debían faltarían pretendientes de ningún género, que quizás era más abierto con su sexualidad, pese a que nunca se levantaron rumores que lo sugirieran; hubiera tenido un desliz o una aventura ocasional con él, era comprensible. La necesidad le ganó y él sólo estaba cerca.
Eso lo concebía, por denigrante que fuera pensarse de esa forma. O quería pensarlo así, acudiendo a su vago conocimiento en los menesteres del amor, el sexo y las noches fugaces, proveniente de las noveles, series, películas y demás bagaje cultura no muy serio, y sí algo dudoso.
El sinsentido estaba en la continuidad, en la invitación, en la oferta real de reincidencia.
—¿Qué es lo que quieres de mí?
La duda expresada incluso a él lo sorprendió, acostumbrado a callar y a la docilidad. A pesar de que por dentro se exigió retroceder, por una vez en su vida se mantuvo firme.
No iba a arriesgar su puesta en escena, el esfuerzo de una vida, por la calentura de un hombre que a diferencia suya parecía no estar interesado en las consecuencias de un posible escándalo.
Era lógico, ¿no?
En la farándula, la personas como ellos no eran vilipendiadas de la manera en que sucedía con los homosexuales comunes. Las estrellas de los medios incluso recibían el reconocimiento a su “valor” por salir del clóset. Ellos, no alguien como Gabriel.
—A ti.
La respuesta fue un muro deteniendo en seco el flujo de sus acelerados pensamientos, abriéndole los ojos ante el impacto, junto con la boca, que cerró en un chasquido al caer en cuenta de que no tenía una ingeniosa réplica que justificara la acción de su quijada.
En las carnosas líneas doradas del rostro de Ander, la victoria levantó la comisura derecha, acentuando traviesa y coqueta su pómulo.
Empezaba a detestar esa sonrisa.
—Quiero hacerte una propuesta que te interesará —se adelantó el CEO, acercándose unos pasos, respetando los que Gabriel retrocedió, ajustándose el saco—. El problema es que sus términos y condiciones no vas a querer arriesgarte a que alguien de tu oficina los escuche. Por ese motivo cenarás conmigo. Sólo una cena inocente.
Su sonrisa y la forma en que lo arrastraba, ¡eran odiosas por ser irresistibles! Ander era estar a la deriva en los rápidos de un río. Paisaje simulando calma en la percepción natural de su existencia, de pie en la orilla, escuchando la velocidad de sus aguas y que, si dejabas que te halara, develaba una naturaleza salvaje.
—Tengo la reservación echa.
Y ahí estaba, una vez más, aprisionándolo y remolcándolo a lo profundo de su turbulencia.
Era el tipo de persona que daba por hecho su palabra.
—¿Y si me niego?
Para desgracia de ambos, en especial para el deseo de Gabriel de ceder, los reconocimientos ganados por sus padres, colgados en la pared a espaldas de Ander, detrás del escritorio; tiraron de su consciencia apegados al deber.
Para desgracia de Gabriel, Ander pasó de un leve estupor a una de las expresiones más peligrosas que había conocido. Más peligrosa que la sonrisa de hacía unos instantes.
Adelantando la mano para sujetarle la muñeca, Ander tiró de él, colocando su oído al alcance de sus labios. El aliente mentolado de su boca le acarició el interior:
—¿Te negarás a dejarme sentirte de nuevo?
Gabriel jaló aire.
El perfume que respiró lo mareó, arrebatando de sus piernas las fuerzas para sostenerlo, haciendo que temblaran y la niebla en su mente se espesara, proyectando en las volutas blancas la memoria de su cuerpo. Los besos que quedaron marcados bajo la ropa, los dedos que le recorrieron de pies a cabeza, que presionaron zonas que no sabía que eran sensibles, dientes que mordisquearon detrás de su oído y se tatuaron en la parte interna de sus muslos, la lengua que se adueñó de sus besos y de su erección.
Al suspirar, un jadeó emergió inconsciente, declarando vencedor a Ander.
El deber no tenía modo de ganarle al deseo.
Y su deseo era Ander.
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