De la casa al trabajo y del trabajo devuelta a la casa. Ese fue su programa a lo largo de la siguiente semana, luego de despertar en la suite, solo, agotado y con un único mensaje en el celular.
Un mensaje que estuvo lejos de ser el esperado:
[¡Hola! ¿Le agradecerías al Ander de nuestra parte, por la maravillosa velada que nos regaló?]
Un mensaje de Elizabeth.
Hacía años que no se escribían y ahí estaba de nuevo ella, sólo que esta vez no le imploraba disculpas por terminar su relación, culpándose por concluir un noviazgo en que amaba y no era amada, un alivió, aunque… Si bien contestó de buena forma, haciéndole saber que lo haría en cuanto volviera a verlo, por dentro la sangre le hirvió.
Elizabeth no era la culpable de la situación, y aún así se convirtió en la diana de su coraje, a falta de noticias de Ander y por mucho que trató de hacerse entrar en razón.
Hasta pasados dos días de que la tierra se tragara al responsable de sus desvelos, Gabriel consiguió amarrar su coraje y permitir que se transformara en tristeza. No. Más que permitir, no le quedó de otra.
«No somos nada», se repitió sacando cuentas de la cena y la habitación, planificando la cantidad a devolverle. Su intención era no deber ni un centavo al hombre, cortando cualquier desviación a su relación laboral, haciendo el reembolso correspondiente… Y, esa idea, era una mera excusa para justificar escribirle, sin ver su dignidad pisoteada por sus deseos.
«Puede estar ocupado», agregaba a veces, queriendo encontrar un asidero al cual agarrarse, en vez de asumir la realidad.
Ander y él no eran nada.
Intentaron tener un acuerdo, un “contrato”, o como quisieran llamarlo, para quitarse las ganas y ya. Cómo los adultos que eran, ni Ander le estaba pagando para exigirle estar de buen humor, ni él le estaba pagando a Ander (cómo si pudiera) para que cumpliera con contactarlo.
Aún así, no dejaba de darle vueltas a la pregunta: ¿Por qué no lo había contactado?
La cabeza le dolía de tanto rumiar el tema y no tenía una respuesta ni la voluntad para aceptar las limitaciones de una relación que a duras penas llevaba días de formada, basada únicamente en una maldita noche.
¡Una noche!
¿Qué tan desesperado estaba para caer por una noche? Mucho, al parecer.
Lo peor, es que mientras más horas y días transcurrieron, concentrarse se complicaba. Ander era una enredadera apretándose entorno a su cordura para destruirla.
La frente impactó contra el teclado de la computadora, en su escritorio, sumiendo un par de letras, dando en esa incongruente “palabra” una forma acertada de nombrar el desbarajuste en su cabeza y en su corazón: nkymdghjg.
Ese séptimo día, con la frente roja, decidió que no podía continuar sufriendo por un hombre con quien debía llevar una relación cordial de trabajo y que, por el bien de ambos, era mejor dejar por la paz lo sucedido. Ni Ander lo buscaba ni él lo haría, y cuando se vieran, mantendría el límite razonable de lo profesional. Nada más y nada menos.
Con la convicción renovada, borró la cuenta en la calculadora e hizo una respiración profunda moviendo el cuello.
El mejor modo de aliviar un mal de amores, a decir de la sabiduría popular, es buscando un nuevo amor o regresando a uno. En su caso, no le quedaba lejos su más grande romance.
Tomó una gruesa carpeta de archivos bajo el brazo, con la clara intención de ir a la trinchera y, antes de dar un paso fuera de la oficina, Luz lo atajó, llevando un considerable y precioso arreglo de rosas de color rojo.
—¿Qué se supone que es esto? —preguntó Gabriel, confundido por la vista que actuaba de barrera a su andar.
Luz lo instó a retroceder avanzando al interior, colocando sobre el escritorio el arreglo. La base de cristal sonó en la madera al asentarse. Luego, caminó hacia él y le quitó la carpeta de archivos.
—Dicen que el tamaño del ramo es equivalente al pecado —puso en sus manos una cajita delgada de regalo, que su carga inicial ocultó tras el follaje—. No sé qué pecado cometió el Sr. Zaldivar, pero esas son veinte rosas, y en una etapa muy temprana de su relación.
Descolocando a Gabriel con el remitente, y lanzándolo a lo profundo del terror con la última parte del comentario, Luz lo abandonó con las rosas, sin aguardar a una explicación o excusa.
A puerta cerrada, acorralado entre la cajita en sus manos y los fragantes pétalos pisoteando su supuesta intención de cortar la relación (no laboral) con Ander, el celular de Gabriel sonó con el pitido de un mensaje.
Sacó del bolsillo del pantalón el aparato y, en la vista previa de la pantalla de bloqueo, leyó el número del remitente. Un número que aún no registraba y se sabía de memoria por las mil veces que lo repasó esperando que apareciera de nuevo en sus notificaciones, o creyendo que tendría el valor para marcarlo.
Se había imaginado escenarios tan tontos con esa última idea, que iban de una llamada erótica que se colaba al altavoz de una reunión de la mesa directiva de Antares, hasta una contundente charla en la que le dejaba las cosas claras y colgaba; eligiendo tras uno u otro escenario no arriesgarse a comprobar que lo máximo a lo que llegaría al contactarlo sería a decir un “hola”, y quedarse callado, muerto de nervios.
No tenía la suficiente confianza para una acción distinta.
Al contrario de él, Ander tenía confianza por ambos y por el resto de la humanidad. Las palabras conformando el mensaje eran la evidencia:
[Pasaré por ti mañana. Iremos a la ópera. Cómprate un lindo traje.]
A ese hombre no le importaba haberlo dejado con el pendiente de si estaba vivo, muerto o si se olvidó por completo de su existencia y, al parecer, seguía creyendo que el mundo giraba alrededor suyo. Si tronaba los dedos, daba por sentado que haría a un lado su agenda personal y lo seguiría.
Guardó el celular sin abrir el mensaje, evitando que apareciera como “leído”.
Por pura curiosidad desató el nudo de la caja de regalo en su mano, quitó la tapa y halló, envuelta en una fina capa de tela blanca y sedosa, una tarjeta de crédito negra.
Su celular volvió a sonar, recibiendo un segundo mensaje.
El mensaje era una mera liga de activación para la tarjeta, que al instante se prometió no usar.
Pasando una mano por la nuca, regresó al escritorio, apoyándose en la orilla. El arreglo de flores a unos centímetros de su desesperación.
No iba a activar la tarjeta y sí, iría con Ander.
Por las molestias que se tomó, necesitaba hablar con él y decirle cara a cara que no continuaría con su “contrato”.
El dinero fue un tope indiscutible para Gabriel.
Aceptar, aunque fuera de manera momentánea, un traje a la altura de la sugerencia, con una tarjeta como esa, era una rotunda negativa. Suficiente tuvo con la invitación al restaurante y la suite.
Iría y sería lo último.
Levantó el rostro, hundiendo la mirada en las rosas, pidiéndoles perdón, incapaz de corresponder a la intención por la que fueron enviadas.
Su ceño se frunció al descubrir entre el rojo un atisbo de blanco.
Extrañado, movió un par de las rosas, quedando en primer plano, al centro del arreglo, una solitaria margarita blanca.
La sacó y la estudió por unos segundos.
—¿Qué acaso soy una madre primeriza?
La sola idea de que una persona como Ander hubiera enviado aquel peculiar conjunto de flores, además de tener que asegurarse de que Luz no fuera a esparcir la información, chantajeándola como lo hizo con el bolso; resultaba divertido por el desliz de la margarita descuadrando.
Giró los hombros, recomponiéndose, y agradeció el error de la florería por sacarle una sonrisa en un momento de tensión, marchándose con la decisión tomada y firme, más de lo que estuvo antes de recibir el arreglo. Con el compromiso de salvar a su irracional corazón, latiendo en sentido contrario a su razón, fue a reclamar la carpeta de archivos y su sitio en la trinchera.
A un simple hombre como él le había bastado el bocado que Ander le ofreció de libertad, para saciar el hambre de una vida. Estaba conforme. Podía finalizar la aventura y regresar a la normalidad, a su puesta en escena, dónde no corría el riesgo de ser descubierto.
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