El Jardín Botánico de Maravilla era uno de esos espacios famosos por ser locación de múltiples y galardonadas grabaciones, para cine y televisión, y que formaba parte de la mayoría de (por no decir: de todos) los tours de la ciudad. Sin ir más lejos, la última producción del estudio de animación de Antares usó la atalaya apostada junto al lago repleto de pesces y patos, como modelo de referencia para crear el castillo floral de su más reciente película nominada a los BAFTA.
Un refugio natural en la creciente mancha urbana.
Para dar el mantenimiento a sus espacios, el jardín cerraba temprano y, a esa hora, nueve y media de la noche, no tendrían por qué tener las puertas abiertas, ni contar con un guardia recibiéndolos y asegurando que estaría al pendiente en caso de que Ander lo requiriera.
La serie de irregularidades sólo tenían, al parecer de Gabriel, una explicación: el poder de la fama y el dinero.
A pesar de visitar con cierta frecuencia el jardín en sus horarios comunes, a primera hora de la mañana, no había reparado en la placa de metal debajo de las enormes letras forjadas anunciando “Jardín Botánico de Marvilla”. En la placa se expresaba la gratitud de la ciudad a Antares, por su patrocinio y apoyo en la conservación de las instalaciones.
Años desviándose del trayecto a su departamento para ducharse antes de volver a la contienda en Figgo, luego de trasnochar en la agencia, andando con un laxo caminar por los senderos concurridos de grupos de corredores disfrutando del ejercicio matutino en un paisaje florido; y hasta esa noche, su automóvil estacionado junto al de Ander, bajo una lampara blanca, reparó en el agradecimiento.
«La fama y el dinero», se repitió, empezando a comprender la seguridad de Ander al dar por sentado que no lo rechazaría.
Nadie rechazaba a Ander y lo que implicaba su presencia.
Aunque… ¿Cuánto de esa seguridad se justificaba, en verdad, en su sola presencia?
La extraña pregunta se coló en su cabeza como un curioso gusanito asomando en la tierra, siendo cubierto al instante por la mano que alcanzó la suya. Un desvergonzado acto, haciéndolo ir al lado de Ander, cubiertos por la diáfana luz de la luna y los tenues faroles enmarcando el empedrado.
Gabriel giró la cabeza hacia atrás, con el corazón en la garganta, jurando que encontraría al guardia clavándoles una mirada acusatoria y despectiva en las espaldas.
En su lugar, vio al hombre yendo en sentido contrario a la caseta de vigilancia, emitiendo un sonoro bostezo, alargando las manos al cielo para desperezarse y colocándose los audífonos, indiferente a su presencia.
—Me gusta venir a esta hora.
—¿Por qué a esta hora no hay gente común?
El comentario se deslizó fuera de su boca sin que se diera cuenta, absorto en calmar sus acelerados pensamientos, hasta que Ander se detuvo y comprendió lo atrevido y grosero que fue.
—Te conocía el lado trabajador, el tímido y el caliente, pero no esa lengua afilada —y se echó a reír—. La prefiero por encima de la hipocresía.
Ajustó el agarre a su brazo, permitiendo que el alivio de ver que su desliz no causó más problemas, se superpusiera al pudor que habría evitado la cercanía innecesaria en un espacio que, solitario o no, era abierto.
—Y no, no es el motivo.
—¿Entonces? —se animó a continuar.
Si ya estaba ahí, se resignó a no ser capaz de impedir que lo jalara a lo profundo del infierno. Al menos, se esforzaría por disfrutar un segundo más de la ilusión. O eso le pidió a su cerebro que, fiel al mareo producido por el perfume de Ander y el calor de su cercanía, le concedió la anhelada serenidad en el bullicio de su cabeza.
—Es el único sitio al que puedo venir para estar solo terminando el trabajo.
Palabras genuinas, sin doble intención, sin propuestas, sin un tono jocoso, sólo sinceras y sí, con una pizca de aflicción en el acento y en la soledad.
Caminaron sin pronunciar más palabras, llegando al lago, Gabriel sumido en sus pensamientos, en la comprensión vaga de que ambos acudían a ese sitio, en diferentes horarios, con distinto privilegio, en buscar lo mismo: paz.
Se detuvieron en la orilla del lago, sus siluetas reflejadas en la superficie oscura, burbujeando por algún pez asomándose. Exóticos nenúfares amarillos adornaban el borde y, al centro, una diminuta isla entorno a la cual se encontraba una parvada de patos durmiendo. Algunos levantaron las cabezas, extrañados por las visitas fuera de lugar a esa hora. Al asegurarse de que no eran un peligro y no tenían planeado de serlo, volvieron a bajar los picos hundiéndolos entre las plumas continuando su reposo.
Del otro lado, la atalaya era una enorme construcción antigua, de los pocos vestigios históricos que quedaban en la zona, y que la naturaleza reclamó artísticamente para sí, cubriéndola de la base a la punta de enredaderas y demás vegetación.
Una vista preciosa y artística a la luz del día, y románticamente bella bajo el resplandor de la luna.
La esencia de un escenario con el que muchas veces soñó, y soñaba, Gabriel.
Soñó con dicho escenario romántico con mayor frecuencia durante su juventud, cuando suspiraba dando rienda suelta, en la soledad de su habitación, a una imaginación que, casi enseguida, enjuiciaba con saña y crueldad. Y que sí aún en su adultez, conseguía soñaba, en especial al ver a los jóvenes abrirse poco a poco a un amor diverso y libre, que creía no estaría jamás al alcance de sus manos, porque esa libertad apenas si estaba siendo conquistada por la juventud, y a él le hacía falta el valor para reclamarla a su edad.
Soñaba despierto con la felicidad de una cita en un panorama de ensueño, con la certeza de que nunca pasaría de ahí.
Y, en ese jardín y en esa noche, se permitió sentir la magia de la fantasía, olvidando al adolescente triste y al adulto rendido, apretando su brazo entorno al de Ander, presionando los labios conteniendo una sonrisa que, pese a sus esfuerzos, logró florecer.
Un instante de fantasía que daría la vida, no por hacer realidad, sino sólo porque fuera eterno en su memoria. Tan eterno como sus memorias de infancia en el jardín, y los encuentros que tuvo en él.
—Es la segunda vez que pasa —el reproche lo hizo girar el rostro hacia su acompañante—. Pareciera que te sientes más atraído por los paisajes que por mí —quien lo recibió con un beso.
Sus labios se probaron, se reconocieron, y vaciaron en sus entrañas el bullicio de la noche. El canto de los grillos y el ulular lejano de un búho, socavando la fuerza con que se sostenía, encarando la boca que lo apartó del camino el pesimismo.
Alentadas por una voluntad propia, las yemas de sus dedos reptaron por las solapas del traje gris, enredándose torpes en el cuello de Ander, cediendo a la debilidad, y al atrayente hechizo de la lengua en su boca, danzando con la propia.
En la oscuridad, en el anonimato de las sombras, ante un público que no divulgaría su secreto y con el testimonio de la luna, el beso se alargó lo suficiente para cortarle el aire.
El sabor a menta persistió en la punta de su lengua tras la separación. Los labios, junto con el resto de su endeble persona, le cosquillearon.
—Ahora sí —Ander le susurró al oído—, estoy conforme por ganar tu atención y arrebatársela al lago y a los patos —el punto final fue un beso en el cuello que lo hizo temblar y soltar un gemido traicionero, que el hombre aprovechó para repetir, continuando con varios por esa zona.
Los besos fueron a la parte trasera de su oído, a su lóbulo y volvieron a bajar.
En el debate sostenido entre la razón y su cuerpo, no le quedó más que apretar puños, cerrar los ojos y descender al infierno de la necesidad; aguantando los gemidos, apelando a los restos de su sensatez.
—Se mío.
La petición lo descolocó.
Abrió la mirada a una luna que fue sustituida por Ander al enderezarse.
—Tenemos que hablar de lo sucedido en el restaurante y ser más claros con nuestro trato, ¿no crees?
Por la manera en que habló, la ilusión había tocado fin.
Era hora de enfrentar la realidad y entender que quizás su cerebro escuchó o comprendió mal sus palabras.
Controlando la decepción, recordando su postura, asintió, permitiendo que Ander comenzara a adentrarse en el tema.
Para su suerte, el CEO lo llevó a una de las bancas de metal rodeando el lago, lejos de la iluminación, a la intimidad debajo de un árbol cuyo cobijo le hizo sentir seguro.
Sentados, Ander fijó la vista en uno de los patos que se alborotó, creyendo que era una buena hora para darse un chapuzón, y se hundió en lo profundo del lago, recibiendo un par de graznidos de reproche.
—Lo que dije en el restaurante era en serio —dijo—. Me gustan las mujeres y los hombres, pero estoy harto de los medios cuando salgo con mujeres.
Por mucho que fuera el dueño de varios canales y lograra controlar una parte de los escándalos, seguía habiendo un porcentaje —importante— de medios fuera de sus manos, que se empañaba en seguirlo y hacerle la vida difícil. Entendible, dado su estatus de celebridad y empresario, y una sorpresa. Al igual que el resto del mundo, Gabriel asumió que Ander había nacido para los reflectores, y que no tenía ningún problema con ser visto, regulando lo que sí y lo que no se mostraba de su vida.
Vaya error.
—Cuando salgo con una —prosiguió—, los medios enloquecen y la relación se ve afectada, entre chismes y persecución —suspiró, presionándose la sien.
«Ser el centro de atención, parece no ser tan de su agrado como aparenta», rectificó Gabriel.
—Por el otro, salir con hombres…
Nuevamente, Ander le permitió llenar el espacio en blanco en base a su propia experiencia con los prejuicios y el daño que implicaría a su imagen y marca pública, y no sólo refiriéndose a él como persona famosa, sino a su empresa, de la cual dependía, sin exagerar, la economía de una ciudad entera.
Era mucha presión, una expectativa sobre un individuo que, por primera vez, Gabriel se vio en la obligación de dimensionar.
—Y creo que estás en las mismas que yo.
Desproporcionada comparación, aunque cierta en la intención, y la seguridad con que la expresó le preocupó ¿Fue tan evidente?
—¿Cómo es que…?
—Tu papá.
El alma se le fue al suelo.
—No —lo tranquilizó al verlo blanco como papel—. Tu papá se quejaba constantemente de que su hijo estaba soltero, que le preocupaba que su obsesión con el trabajo le impidiera formar una familia a tiempo, y que eso repercutiera en que nunca…
—Vería crecer a sus nietos —completó, conociendo al derecho y al revés esa queja, que nunca imaginó que llegaría a oídos ajenos, y menos los de Ander.
Pasó las manos por el rostro, avergonzado.
—Y te vi, y de inmediato supe que no necesitabas obsesionarte con tu trabajo, amas lo que haces.
El halago lo ayudó a controlar la pena de verse expuesto por su padre.
Alto.
¿Estaba insinuando que, mientras él se deshacía de nervios y lujuria en el bar, Ander se lanzaba por una corazonada?
La sonrisa que le dedicó le hizo saber que sí, lo hizo.
—Por eso —suspiró tras un corto silencio, colocando en voz alta su conclusión—, lo que buscas es a alguien con quién acostarte sin el compromiso de una relación sobre la cual haya reflectores, y con la seguridad de poder hacerlo.
Ander no respondió de inmediato. Cuando lo hizo, hubo una inflexión en su voz que le costó entender:
—Podría decirse, la cuestión es —se apresuró a regresar al punto—… El contrato que te propuse es ajeno a nuestra relación laboral, a nuestras empresas de Antares y Figgo, y no tiene una obligación meramente sexual. Lo que quiero es que podamos salir con calma, beber algo, divertirnos y, si se da, acostarnos.
—¿No tienes amigos o candidatos para eso?
—No te acuestas con un amigo —aclaró con la frente arrugada por la idea—, ¿o sí?, y alguien que quiere acostarse contigo deliberadamente, tendrá la boca cerrada por muy poco.
Estaba siendo difícil seguirle el ritmo a la conversación, pero creía ir entendiendo.
—Una pareja sin ser pareja, en la que tu me pagas con placer por darte mis servicios de acompañamiento.
Luego de decirlo, hizo una pausa para taparse la cara de nuevo. ¡Eso fue lo más vergonzoso que había dicho en toda su vida!
—Exacto —aplaudió Ander—. Con los beneficios extra, para ti, de mi respaldo público. Igual y podría ir un día a tu casa a que me presumas con tus padr…
—¡Ni lo pienses!
Tenía la ligera sospecha de que esa “visita inocente” no terminaría en algo muy inocente, y sí sumamente arriesgado.
Los ojos de Ander se afilaron con un toque divertido:
—¿Qué imaginaste mientras yo hacia una propuesta inocente?
—¿Eh? —¡no le iba a decir!— ¡Nada!
—Te sigo conociendo y cada vez te alejas más de la primera impresión casta que das.
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