Se habría entregado a una larga de noche descanso, sin queja, de no ser por el doloroso vacío en el estómago.
La idea de tener que llegar, cocinar y lavar los platos de la cena, fue una tortura que sopesó al aparcar en el cajón que le correspondía en el estacionamiento del edificio de apartamentos, en contraste a la opción de ir a la cama aguantando el retorcer de sus tripas. No cenar a cambio de cerrar los ojos y dejar ir su mente… Claro, si el hambre se lo permitía.
¿Quién hubiera imaginado que lo más difícil de ser adulto, era llegar a casa luego de un día pesado, a enfrentarse con la cocina?
Encorvado por el cansancio, lamentó la serie de negativas que le dio a Luz, cada que la joven ofreció al equipo un bocadillo para mantenerlos vivos, hasta perfeccionar los detalles de la entrega de la primera etapa del proyecto de Antares, proceso que se alargó más de lo esperado por la incorporación de las ideas que surgieron durante su (desconocida) cena en el hotel con Ander.
Si hubiera prescindido de la terquedad una vez, aceptando las frituras o los sándwiches, dormir sería su necesidad principal, no comer. Y menos, comer teniendo que cocinar por su cuenta.
Sus hombros cayeron al insertar la llave en la puerta del departamento.
Abrió, deseando caer en el recibidor, y el cálido aroma a comida recién preparada lo enderezó de un tirón.
La idea de haberse equivocado de departamento cruzó por su mente en el segundo uno.
En el segundo dos, recordó que, si llave abrió, fue porque ese era su departamento.
Al segundo tres se inclinó a creer que un ladrón-cocinero se coló a robar, preparándose en el inter de su “trabajo” un tentempié.
Para el cuarto, una loca idea, por una fragancia acunando el encantador aroma de pan tostado y otras delicias, aterrizó en su mente. Una ridiculez de idea que, para el segundo cinco, lo regresó al pensamiento del tres.
El ladrón-cocinero era una idea viable.
—Llegaste —y el anuncio confirmó que, a veces, lo ridículo, tiene más posibilidades de ser.
Atraído por la comida y la curiosidad, se impulsó a travesar el recibidor y su pequeña bodega a la derecha, sin soltar las llaves al cerrarse la puerta en automático a su espalda, asomando la cabeza por la esquina hacia el área de la cocina, frente a la cual se encontraba un elegante y austero comedor de seis plazas.
Frente a la estufa, una inesperada visión lo recibió.
No es que Ander llevara comida, es que el CEO de Antares, ese hombre cotizado a nivel internacional, estaba en su modesta cocina, sin el saco (que recordó haber visto en el perchero de la entrada), con las mangas de la preciosa camisa italiana arremangadas, preparando una cena para dos.
«Está cocinando para mí.»
Frenó el vanidoso pensamiento de golpe, anulando el “para mí”, dejándolo en un simple “está cocinando”.
—Si hubieras probado el desayuno que hice luego de nuestra primera noche juntos —llevó un plato grande con rebanadas de pan cubiertas de queso fundido, hojas de albaca y jitomate, a la mesa—, habrías descubierto que sí, sé cocinar y muy bien, y estarías sentándote agradeciendo, en vez de verme como si se tratara de un milagro.
El reproche fue claro en cuanto a la forma en que la incredulidad se desparramaba por sus ojos, haciendo que tomara consciencia de su expresión, disimulando tarde la sorpresa.
—No fue mi intensión.
—Lo sé —le hizo un guiño, desvaneciendo cualquier rastro de molestia, develando la jugarreta—, pero es entretenido verte caer en pánico.
—¡Eso…!
Iba a tomar la batuta de los regaños para dar uno propio por jugar con él, cuando decidió que no sería la mejor estrategia. Ander le ganaría, de alguna manera. Así que optó por irse a la cuestión evidente, avanzando detrás del intruso que se sentía como en casa.
—¿Cómo es que entraste? ¿Y cómo supiste mi dirección?
—Ambas preguntas tienen la misma respuesta.
Tomó una rebanada de pan y, sin preocuparse porque alguna migaja fuera a escapar, con la elegancia y perfección de un personaje sacado de la ficción más idealista de las novelas de romance juvenil, incapaz de cometer errores en movimientos tan simples; la mordió.
El crujido lo dijo todo: soborno.
—¿Luz y el portero? —con una mano en la cintura presionó el puente de la nariz.
—¿Se llama Luz tu secretaria?
Asintió.
—Digamos que —la rebanada fue a dar a un plato de los dos lugares dispuestos, uno frente al otro—, Luz, ya tiene el conjunto de bolsa y zapatos —retiró la silla del sitio contrario pidiéndole que se sentara—, y tu portero tendrá el autógrafo que tanto desea.
—Eres una especie de retorcida hada madrina —pensó en voz alta, aceptando que no tenía energías suficientes para molestarse con los involucrados.
—No me darías tu dirección por voluntad propia y menos una copia de la llave —se justificó.
Suspirando, Gabriel se sentó y aceptó que tenía razón.
—Podría llamar a la policía y denunciarte por invasión de propiedad privada.
—¿Y qué les dirías? —Ander le sirvió ensalada— ¿Qué el hombre más rico de Marvilla invadió tu departamento para hacerte la cena?
Estuvo por decir que sí, porque era la verdad, y se detuvo, porque era la verdad.
Si él apenas lo creía, no quería averiguar la reacción de los policías. De hecho, tenía la sospecha de que, en vez de sacar esposado a Ander, lo esposarían a él creyendo que era el invasor, a pesar de tratarse de una propiedad sencilla y de mostrarles el contrato de arrendamiento.
Vencido, rendido y resignado, Gabriel tomó los cubiertos agradeciendo por la mesa dispuesta, recordando de pronto que tenía hambre, y comió, porque si Ander estaba ahí, dudaba que fuera sólo para alimentarlo e irse.
La idea, en vez de parecerle descabellada, a pesar de su agotamiento, le renovó las fuerzas, mientras hablaban de las trivialidades del día, tocando por los bordes el tema del trabajo.
Hablaron de muchas cosas, incluso de la familia de Gabriel, cuando Ander la trajo a colación, tras ver los retratos colgados en la pared. Un hijo rodeado por una madre y un padre amorosos, el retrato de la familia perfecta, de pie, frente a la iglesia en su primera comunión; de pie, frente a la universidad en su graduación; de pie, los tres, junto a una enorme pirámide.
Un tema con el que Ander fue cuidadoso al abordarlo, guiándolo por los buenos recuerdos, amenizando la noche, relajando su cabeza y haciendo que la sobremesa se sintiera como un respiro de su jornada y de su vida.
Fue como ese día en el bar, en el que parecía escucharlo a él y a nadie más, excepto que esa noche no había alcohol de por medio.
Una cena simple entre dos personas y ya.
Hasta que, al terminar, Ander se levantó con la risa a mitad de camino, yendo a su lado.
Paso a paso, la felicidad de la conversación se convirtió en un cosquilleo, preparándose para arrancar y acumularse en su pantalón, apartando el cansancio de su consciencia. La lujuria encendiendo motores.
Ander se inclinó a su derecha… Y levantó su plato, llevándolo junto con el suyo al fregadero a lavar.
La mente de Gabriel se quedó en blanco, sus neuronas procesando la ausencia del contacto deseado, para luego decirse que, quizás, Ander era un hombre muy ordenado que antes de irse a… Prefería tener la cocina limpia. Un demonio pequeño y lujurioso susurrándole al oído, apachurrando al juicioso ángel que trataba de recordarle las mil y una razones por las cuales, dichos pensamientos “no estaba bien”. Con la conciencia retenida por el trinche de su demonio al hombro, continuó la plática a su lado, secando los platos y vasos.
Recordándose lo increíble que era tener a Ander lavando su sencilla vajilla, luego de hacerle la cena, controló su expresión para no verse como un urgido, arrepintiéndose de no tener un lavavajillas. Y no por lamentar que una mano que generaba miles de dólares por minuto estuviera tallando con una bayeta común, sino porque hubiera sido más rápido poner los trastes en la máquina, y lanzarse sobre él.
Es más, si tuviera un lavavajillas, al cerrar la tapa, Ander podría aprovechar y colocarse detrás, recibiéndolo con un beso en la base de la nuca, abrazando su cintura, apretándolo contra su entrepierna en esa comprometedora posición. Le besaría el cuello, metiendo las manos en la camisa, desabrochando en desorden los botones... Gabriel se giraría y… Una delicia, atrapado entre el candente cuerpo del CEO y el zumbido de la maquina haciéndose cargo del resto.
Sus sueños de frustrado solterón se fueron al caño, con una simple frase, atrancando el último traste en el escurridor, concluido el trabajo en equipo:
—Es tarde —Ander colgó el trapo con el que se secó las manos en la jaladera de la estufa—. Debo irme.
Eso no se lo esperaba.
Extendiendo la camisa y abrochando los puños, Ander caminó a la entrada, tomó su saco y lo colocó en el ángulo del brazo, ese brazo que instantes atrás Gabriel imaginó ceñido a su cuerpo, o como el asidero al que se aferraba mientras lo empotraba contra la pared. Ese brazo que, junto con el resto del hombre, lo iban a dejar con el estómago lleno, y un vacío por dentro.
Decepción de la cual, Ander, le hizo saber que estaba al tanto.
—Mañana —comenzó, atrayendo la atención de Gabriel, que por inercia fue detrás de él—, tienes que estar temprano en Figgo —avanzó medio metro en su dirección, quedando a unos centímetros—, para recibirme, ¿recuerdas?
La entrega de la primera etapa.
¡Cierto!
—Y debes descansar —recalcó lo evidente, tomando su mentón y acariciando con el pulgar su labio inferior—. Después de eso, te secuestraré —lo soltó—. A eso venía. A cenar contigo y a decirte que, en vez de acabarme tus pocas energías devorándote en la cama, que ganas no me faltan, uses ese tiempo sabiamente para preparar una maleta. Saliendo de la reunión nos iremos.
El mensajero se marchó sin esperar una respuesta, con la vaga aclaración de un clima fresco en su destino.
Una fase de felicidad fue la escala inicial de Gabriel. Con una semana sin verse, luego de que Ander le dijera que estaría ocupado hasta la fecha de entrega del proyecto de Figgo, una coincidencia que encajó magistral con su estresante agenda; la cena juntos fue una bendición. La otra fase fue preguntarse cómo se irían sin ser vistos. ¿Planeaba que se vieran en los alrededores de Figgo? ¿Esperaría que regresa a su departamento para recogerlo?
Con las dudas a cuestas, resolvió dejar el automóvil en el estacionamiento subterráneo de las oficinas, rogando que el jefe de seguridad no hiciera muchas preguntas al respecto. Entró en su habitación y se tiró en la cama sin desvestirse.
A pesar de las ganas truncadas, admitió para sí que, fuera de sus preocupaciones y lujuria, la visión de un hombre sexy cocinando y lavando los platos, tuvo un toque innegablemente erótico. Romántico y erótico.
Tomó una almohada, la colocó en su cara y ahogó un gruñido de exasperación.
Se estaba convirtiendo en una lastimera versión del típico gay de series, que se emocionaba por detalles insignificantes.
[A
cambio de la exclusiva del embarazo de Amari, ¿cuánto tiempo puedes esperar
para publicar las fotos?]
[Sr. Zaldívar, me sorprende. Por esa exclusiva pensé que su solicitud sería que las fotos se “perdieran”. ¿Puedo preguntar por el repentino interés en que sean publicadas?]
[¿Cuánto tiempo?]
[¿Cuánto tiempo le es conveniente?]
[Dos días.]
[Bien. En dos días las fotos serán publicadas. ¿Alguna indicación sobre el titular?]
[El que gusten. Aunque creo que ya tiene uno en mente. ¿o me equivoco?]
[¿No sería problemático para usted o para su compañero?]
[Dos días.]
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