Diluc había llegado a casa frustrado y enfadado. No quiso escuchar ni a Elzer ni a Adelinde. Se había dirigido directo a su habitación y había dado un portazo. Después de dos horas, se encontraba más tranquilo. Se había quitado la chaqueta y abierto el cuello de la camisa que no le dejaba respirar con normalidad.
Por más vueltas que le daba, seguía sin poder creerse que los altos mandos de la Orden de Favonius tomaran aquella decisión. Pedirle que mintiera sobre quién protegió a Mondstadt del dragón Ursa era como pedirle deshonrar a su propio padre. Entendía bien sus razones, sabía que Mondstadt era vulnerable, y decir que Favonius se había enfrentado a un dragón con éxito haría que el enemigo se lo pensara dos veces antes de atacar. Aun así, era una ofensa para su padre, el verdadero héroe de aquella historia, un hombre que había dado su vida por proteger a su hijo y a Mondstadt cuando ni siquiera pertenecía a la Orden.
Diluc enfureció cuando su comandante, sentado en el despacho de Varka mientras lo sustituía durante su ausencia, le reveló aquella decisión. El inspector Eroch, a su lado, intentó hacerle entender la importancia de ocultar la verdad. Diluc, que había sido capitán durante cuatro años y el favorito para convertirse en el futuro Gran Maestro, se encontró atado de pies y manos. No podía desafiar a sus superiores, y ni su rango ni la verdad podían ayudarlo.
Finalmente, su orgullo no le permitió aceptar aquello. Jamás le negaría a su padre el reconocimiento por salvar a su pueblo.
—Ni siquiera llegasteis a tiempo de verlo morir —le había dicho al comandante y al inspector.
—El deseo de tu padre era proteger Mondstadt —respondió Eroch—. Él hubiera estado de acuerdo con esto. Es lo mejor para todos.
—No te atrevas a hablar por él —escupió Diluc. Luego, se quitó la capa de capitán y la dejó sobre la mesa junto a su visión—. No pienso formar parte de esto, y tampoco seguiré luchando a vuestro lado.
Escuchó unos pasos al otro lado de la puerta. Adelinde pidió entrar y Diluc accedió.
—Señor, Jean ha enviado un mensaje.
A Diluc le sorprendió. Tomó la nota que le entregó la sirvienta y le pidió que se retirara. No buscó el abrecartas ni se sentó a leerla. Rompió el sobre y sacó el papel.
«Acabo de enterarme de lo ocurrido. Me dispongo a reunirme con Eroch para pedirle explicaciones. Te ruego que no te precipites. Estoy segura de que podremos encontrar una solución. Solo deja que hable con Varka. Sé que no estará de acuerdo con nada de esto».
Observó la elegante firma de su amiga antes de arrugar la nota y tirarla a la papelera. Se preguntó si podía confiar en ella. Esos últimos días habían sido una decepción tras otra. Primero la muerte de su padre, luego las mentiras de Kaeya y, finalmente, aquello. Se tapó la cara con ambas manos y se obligó a pensar con claridad. Jean jamás lo traicionaría. La conocía desde siempre y sabía bien quién era. Entonces, Kaeya le vino a la cabeza. También había creído conocerlo muy bien.
Decidió dar un paseo por el viñedo para despejar la mente, se estaba volviendo loco. Antes de salir, Adelinde le avisó de que la comida se serviría pronto. Diluc solo dijo que no tenía hambre.
Paseó largo rato recordando los ratos vividos allí mismo con su padre. Kaeya siempre estaba presente. Aún no podía terminar de creerse la verdad. Habían estado tan unidos durante tantos años, y su padre siempre había confiado en él. Entonces, Diluc recordó las últimas palabras de su padre antes de morir en sus brazos: «Diluc…, no culpes a Kaeya de nada. Os necesitáis. Debéis protegeros el uno al otro».
Hasta ese momento, había pasado aquellas palabras por alto. Crepus siempre les insistía en permanecer juntos y apoyarse, como si fueran auténticos hermanos. Diluc supuso que aquel había sido su último deseo, pero ¿y si su padre le ocultaba algo? Se preguntó si conocería el secreto de Kaeya. Si así era, ¿por qué confiar en él? Desde luego, Kaeya no lo sabía, pues él mismo dijo que nunca había podido desvelar su secreto a su padre.
Abrumado por las preguntas sin respuestas, regresó del paseo y se dirigió hacia la bodega de su casa, dispuesta en el sótano. Había buscado entre todos los papeles de su padre en el despacho y no había encontrado nada de importancia. Pero el despacho no era el único lugar donde su padre pasaba horas y horas. También se encerraba en la bodega, sobre todo, por las noches, cuando Kaeya y Diluc ya estaban en la cama. Convencido de que allí escondía algún secreto que ayudaría a responder sus preguntas, empezó a buscar por cada rincón.
La luna ya estaba alta en el cielo estrellado cuando Elzer le distrajo de su búsqueda.
—Señor, debería comer algo e irse a dormir —le dijo—. Creo que ha perdido la noción del tiempo.
Diluc lo miró, agotado. No había encontrado absolutamente nada, pero necesitaba seguir buscando. Debía haber algo que su padre sabía sobre Kaeya, alguna explicación que le ayudaría a perdonarlo. Se sentía tan solo sin ninguno de los dos. Su padre nunca regresaría, pero si pudiera recuperar a Kaeya, si pudiera confiar en él de nuevo… Se desplomó en una silla y se tapó la cara con las manos.
—Señor… —Elzer se acercó a él y se aclaró la garganta. Diluc lo miró a los ojos y notó duda en ellos.
—¿Qué ocurre ahora, Elzer? —dijo convencido de que estaba a punto de recibir otra mala noticia.
Entonces Elzer sacó una llave de su bolsillo y se la entregó. Diluc la tomó, sorprendido.
—¿Qué abre esta llave?
—Lo que está buscando.
Diluc lo miró perplejo. Elzer caminó hacia una de las paredes de la bodega, apartó un estante, y dio un golpecito a uno de los ladrillos, que se hundió un poco. Se escuchó un chasquido antes de que la pared se abriera. La obertura era del tamaño de una puerta, y eso era precisamente lo que ocultaba.
A Diluc se le iban a salir los ojos de las cuencas. Había imaginado un escondite en los estantes, en los barriles o incluso en una botella, pero no pensó en una puerta secreta. Creía conocer su casa perfectamente, incluso había visto los planos, y en ese lugar no había nada según estos.
Elzer lo animó a abrir la puerta. Diluc se acercó y hundió la llave en la cerradura. Cuando la puerta se abrió, Diluc vio unas escaleras que bajaban a un segundo sótano.
—¿Qué significa esto, Elzer?
—Su padre me pidió que se lo mostrara si no quedaba otra opción.
—¿Qué?
—Acompáñeme.
Elzer encendió una antorcha y bajó seguido de Diluc. Las escaleras eran estrechas y de piedra. El olor a humedad se hacía cada vez más evidente. Diluc se sorprendió al llegar abajo y ver que aquello, más que un sótano, eran unas catacumbas. Había dos pasadizos tapados con piedra. Se preguntó a dónde se dirigían y desde cuándo estaba aquello allí, bajo el viñedo.
—En estos libros y notas encontrará todo lo que ha de saber: sobre este lugar, sobre la búsqueda de su padre y sobre lo que lo asesinó.
—¿Qué? —A Diluc le dio un vuelco el corazón—. ¿Dices que mi padre fue asesinado?
—El dragón Ursa no atacó su caravana de casualidad, de eso estoy seguro.
—¿Qué es lo que sabes? —inquirió Diluc—. ¿Qué clase de investigación estaba llevando a cabo mi padre?
—No sé los detalles. Ni siquiera él estaba seguro de nada, pero si sé que jamás dio marcha atrás, ni siquiera cuando decidió dejar de usar su poder.
—¿Hablas del poder que usó contra Ursa?
—Así es. Del poder que lo mató.
—Entonces… No estaba equivocado… No fue el dragón —dijo recordando a su padre entre sus brazos. No tenía ninguna herida, pero había envejecido muchos años. La única explicación que encontró fue que el dragón le había lanzado una maldición, pero no había encontrado evidencias de que Ursa contara con tal poder.
—Esa gema que tomó de su padre es la raíz de su poder, y también la verdadera razón de su muerte.
Diluc recordó el guante que le había quitado a su padre cuando murió. Le había parecido extraña aquella piedra rojiza, y supo enseguida que era eso lo que había usado para enfrentarse al dragón.
—¿Por qué me cuentas todo esto ahora? —se extrañó.
—Ya se lo he dicho. Su padre me pidió que lo hiciera si no había otra opción.
—¿Qué significa eso?
—Mondstadt corre más peligro del que cree —aseguró Elzer—. Varka intentó alejar a Crepus de todo esto, pero su padre jamás abandonó, aun después del trato que hizo con él tras la aparición de Kaeya.
—¿Qué tiene que ver Kaeya en todo esto?
—Varka no confiaba en él. Su padre le prometió que no volvería a usar su poder si dejaba que el niño se quedara en esta casa.
—¿Por qué mi padre siempre ha confiado en Kaeya?
—Con el tiempo, descubrió su procedencia. Aun así, nunca dudó de él. Lo amaba como a un hijo y estaba convencido de que ambos seríais la salvación de Mondstadt.
—¿La salvación de…? ¡¿Por qué?! No entiendo nada, Elzer.
—Espero que pueda encontrar esa respuesta aquí. —Señaló unos estantes llenos de libros y pergaminos—. Siento no poder ser de más ayuda, pero su padre no me lo contaba todo. Será un honor servirle como le serví a él, si así lo desea.
Elzer se retiró, dejando a Diluc con más dudas de las que tenía minutos antes.
Se puso a ojear pergaminos y a sacar libros del estante intentando averiguar por dónde empezar. No tenía ni idea de lo que buscaba, así que no sabía dónde centrarse. No obstante, Kaeya no dejaba de venirle a la cabeza, y según Elzer, su padre estaba convencido de que ambos serían la salvación de Mondstadt, así que decidió empezar por Kaenri'ah. Buscó toda la información sobre la historia de aquella nación y empezó a investigar.
Aquella noche, no pegó ojo y descubrió muchas cosas de las que jamás había oído hablar. Si había dudado de los dioses cuando le otorgaron una visión a Kaeya, ahora no le cabía duda de que no podía seguir confiando en ellos.
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