Sus padres no se molestaron en averiguar cómo es que Ander conocía la dirección de su casa, siendo que, a pesar de los años que trabajaron juntos, una oportunidad para convivir más allá de lo profesional, no se dio y menos en su hogar. Sólo asumieron que Gabriel le proporcionó el dato, y prefirieron, luego del incidente y de la partida del CEO, continuar con la velada aprovechando que su hijo estaba presente.
Su padre se enfrascó en recordar los inicios de Antares con Figgo y su madre guardó silencio, atenta a los mensajes enviados por sus conocidas. Dos actividades a las que Gabriel se mantuvo ajeno la mayor parte de la noche, concentrado en no dejarse llevar por los recuerdos y los deseos, manteniendo una expresión lo más natural posible.
A punto de marcharse, lo único que quedó fue el interés de sus progenitores en que no descuidara la agencia, ni su búsqueda de esposa.
Asegurando que Figgo seguía en pie, omitiendo el segundo tema, Gabriel dejó la casa familiar, usando la mentira de haber pedido un servicio de transporte, en ausencia de su automóvil.
Y sí, tenía planeado pedirlo, y no, no en ese momento.
Primero quiso disfrutar de la serenidad de la avanzada noche, en la seguridad de los suburbios.
Sin embargo, al salir a la calle, lo que se encontró fue al mismo chofer del departamento de Ander y del aeropuerto, que volvía a saludarlo. Ese chofer que en cuanto subió, siguiendo la pantomima presentada a sus padres, despidiéndose con el abanicar de una mano al aire para no tener que regresar y explicar que él no requirió su servicio, y quién sí lo hizo; le recordó que su maleta seguía en la cajuela. La maleta que olvidó por completo en las prisas.
La maleta y él, regresaron al departamento.
En la oscuridad de esas paredes aparcó las ruedas del equipaje debajo del perchero, y desempacó miles de sentimientos en la cama, tirado bocarriba, regulando su respiración, cuestionando la realidad de lo vivido, preguntándose si se había vuelto loco por no estar más preocupado por las fotografías.
La cuestión que descubrió, fue que confiaba en Ander, y en que el cuento que se contaron entre las sábanas, cediendo al placer, era más firme que el suelo bajo sus pies.
Los mensajes y las llamadas continuaron llegando a su celular. No los leyó.
Los mensajes de sus clientes eran situaciones cotidianas.
Los mensajes de sus contados conocidos, frases que de vez en cuando se dedican a los números olvidados en el rincón de la agenda.
Los mensajes de Luz buscaban la confirmación a sus sospechas:
[¡¿Por qué me mintió?!]
Los mensajes de los desconocidos, eran casi de cualquier otra cosa acumulándose en un número que utilizaba tanto para cuestiones personales como de trabajo. Casi de cualquier cosa, porque la mayoría de esa cantidad anormal de caracteres apiñonados en la bandeja de entrada, no respondía a su inusual ausencia, sino al interés de un mismo hombre:
[Quisiera agendar una cita con usted. Es importante.]
* * *
El problema cuando decides deslindarte del mundo y sus obligaciones, no es regresar. Es que, al hacerlo, al reconectarte, los pendientes que dejaste te siguen aguardando, y su venganza por la espera es traer consigo a muchos más pendientes armando una pila de estrés.
A esa pila se enfrentó Gabriel a las seis de la mañana del lunes.
Su único alivio fue pensar que, ese día, vería a Ander, cumpliendo la agenda conjunta de la agencia con Antares.
Se apresuró a bañarse, vestirse, desayunar y viajar en un taxi.
Tendría que solucionar el problema de su automóvil si seguía viendo a Ander de esa manera, en vez de ir dejándolo en cualquier lugar, para correr detrás del hombre que era capaz de arrastrarlo a otro continente sin más aviso que el dado unas horas previas al suceso.
Bien vestido, bien perfumado, evadiendo a Luz que lo iba persiguiendo como un insistente pollito que exigía ser alimentado de información, ¡de detalles!, acerca de su “escapada” —en cuyo tono obvió la anulación de un comprometedor adjetivo—, esperó a Ander en su oficina.
Cumpliendo sus horarios, anheló la junta que tendrían: una videollamada con un famoso productor canadiense que se interesó en participar en el nuevo proyecto publicitario de Antares, dispuesto a hacer una propuesta arriesgada con tal de ser aceptado.
A Gabriel le pareció extraño que Ander lo tuviera en cuenta para una decisión que, pese a lo repentino que sería si fuera a añadirse a la campaña en puerta, no lo requería en sus estadios iniciales, en la decisión especifica de si Antares debía aceptar o no, y aun así lo agradeció.
Fuera una excusa para verse, o que en verdad apreciara su opinión, ambas opciones le permitieron fingir por unas horas que era especial para el CEO.
Para su infortunio, fue Luz quien entró unos minutos antes de la hora pactada. Habían llamado de las oficinas de Antares, informando que el Sr. Zaldívar solicitaba reagendar la reunión con el productor y con Gabriel.
Decepcionado, Gabriel relacionó la petición con el escándalo que, a un rápido vistazo a su alrededor, sin siquiera atreverse a entrar en redes sociales, y limitado a los programas de chismes en la televisión de la sala de descanso y las revistas; confirmó, seguía siendo tendencia.
Al pasar por un costado del comedor de la agencia, recordó haber escuchado al personal jugando a un “adivina quién”, haciendo propuestas de varias celebridades masculinas que encajaban con el perfil del supuesto “amante” del Sr. Zaldívar.
Si este famoso sí, porque tiene un color de cabello semejante, pero las fechas no cuadraban porque se lo tiñó hace unos días.
Si es ese otro famoso, pero no porque sale con alguien, y no le volvería a ser infiel.
Si aquel no es Ander, y es otro hombre bien parecido, de espalda ancha y buen perfil.
—Nadie sospecha de usted.
La confirmación de Luz, parada frente a su escritorio, esperando indicaciones, hizo evidente su disyuntiva: ¿debía sentirse ofendido o aliviado de que ninguno de los trabajadores de la agencia, que lo veían a diario, sospechará que PODRÍA ser quien aparecía con Ander en las fotos?
Sí, cuando supo que las señoras del grupo de la iglesia lo mencionaron, se asustó un poco, porque su madre y su padre estaban siendo conducidos a la verdad que no estaba listo para develar.
No obstante, ahí, con personas que ya no tenían nada que ver con ellos, al deslindarse sus progenitores de los deberes en la agencia, gozando de una jubilación sin preocupaciones; alivio no era que sentía.
—Pero, si gusta, puedo sugerirlo —propuso Luz, ladeando el rostro y entrecerrando los ojos.
La piedra lanzada al aire chocó con su consciencia, incitándolo a hacer una negativa precipitada, que Luz no tardó en descifrar correctamente apretando los labios en una risita cómplice.
—¡Ni se te ocurra decir algo! —fue una orden que sonó más a petición, en un susurro.
—Descuide. Incluso si lo hiciera, no me tomarían en cuenta —movió la cabeza subrayando la negativa—. No cuando el equipo de fotografía acaba de empezar una apuesta para ver qué Tom, si Hollad, Hiddleston o, incluso, Cruise; tiene más forma de su silueta.
El halago indirecto y no intencionado fue bien recibido un segundo, y al siguiente intensificó su malestar.
—En lo personal —continuó la temeraria secretaria—, diría que usted es más como un Josh…
—¿Hutcherson?
La duda y sus implicaciones los dejaron helados.
Luz dejó la puerta entreabierta para darle la noticia, y el hombre de pie en el marco, sosteniendo el pomo e invadiendo la privacidad de la oficina, se sirvió de ese descuidó para escucharlos y hacerse notar.
Pero: ¿cuánto escuchó?
Tragando con un temblor en el ingreso de aire, Gabriel le pidió a Luz que se retirara, teniendo que repetirlo dos veces, ante la resistencia de la secretaria a dejarlo a solas con un total desconocido que se tomó la libertad de aprovechar su ausencia en el recibidor, para ir a buscarlo directamente.
La puerta cerrándose, el extraño se acercó al escritorio con las manos en los bolsillos del pantalón. Su estilo de vestir parecía descuidado, pero, como sucedía con la sombra de su barba y bigote que remataban el conjunto, era un descuido planificado y pulcro, coronado por un aire altanero.
—Roberto Ibáñez Vélez —le ofreció una tarjeta de presentación.
El nombre se le hizo conocido a Gabriel.
Al tomar el pedazo de papel estucado y ver el logo impreso en una esquina, la garganta se le apretó en un nudo, y su estómago fue sustituido por un hueco sin fondo, leyendo la confirmación de sus temores en la línea debajo del nombre mencionado: “reportero y periodista”. Información que unió a las letras pequeñas en un paréntesis, diferenciándose del título del artículo que, de regreso a su departamento, revisó en la nota completa que sólo se atrevió a ver por encima, en la réplica de la nota física publicada en el portal virtual de la revista.
Disimuladamente, la mano izquierda sobre el muslo, oculto por el escritorio, cerró el puño y controló su rostro.
—Reportero y periodista —repitió, devolviéndole la tarjeta—. Debe ser complicado encargarse de ambos roles.
Roberto aceptó la tarjeta y, en lugar de guardarla, la dejó encima del escritorio.
—Estar detrás de un escritorio sin la emoción de la acción en campo, es aburrido; y demasiada acción sin la comodidad de una silla, cansa. Diría que es un equilibrio más que una complicación.
Gabriel fingió sonreír:
—¿Y en qué puede ayudarlo, señor Ibáñez?
No tenía ni el tiempo ni el temple en los nervios para rodeos innecesarios y, para su suerte, ese periodista conocía el valor de ir al punto, por lo que sumó a su presentación plantada en la mesa, un par de fotos.
Las fotos eran la continuación del juego del que salieron las imágenes entregadas a los medios a través de la revista cuyo logo lucía la tarjeta de presentación: Scena. Fotos en las cuales las figuras entregadas al publico, era más visibles y distinguibles, llegando incluso a haber una de sus manos enlazadas, recorriendo el jardín botánico.
La sangre se le heló en el cuerpo, descubriendo, para su sorpresa, que su principal preocupación no eran sus padres.
—Así que es cierto —dedujo certeramente el periodista.
—¿Qué quiere a cambio de las fotos? —se levantó, censurando con su sombra las imágenes.
Si alguien veía esas fotos, la reputación de Ander se vería manchada, y sin importar lo que le reclamó acerca de la aceptación, y la alabanza a las personas homosexuales del medio del espectáculo, la realidad era otra. Ellos, sí, eran alabados de inicio, y poco a poco comenzaban a ser victimas de la represión general al disminuir su trabajo, ser silenciados y distanciados. ¿Cuántas celebridades no habían desaparecido sin hacer ruido o, aunque aún figuraban, luchaban constantemente contra la invisibilización de su trabajo?
El periodista hizo una pausa que concluyó con un movimiento negativo de cabeza y un suspiro de decepción:
—Ese es el problema cuando las celebridades escogen a novatos en este mundo, y no les advierten adecuadamente cómo hacerle frente.
El joven presidente de Figgo reflejó la confusión en su rostro.
—Se echan de cabeza sin dar batalla.
El frío aumentó en sus venas al entender que, si tuvo alguna forma escapar de la acusación y mantener la fachada que Ander pretendía levantar, de “amigos”, la acababa de destrozar.
Derrotado, se dejó caer en su asiento.
—Le estuve marcando y enviando mensajes para confirmar que la persona de ahí es usted, y el tipo de relación que tienen. Y acabo de hacerlo —retiró las fotos.
Antes de guardárselas optó por devolver el bonche al escritorio, acercándolo con el índice.
—Puede conservar las copias.
Con la sentencia de su intención, Roberto le dedicó una larga mirada y finalmente extendió una sonrisa de lado.
—Cuando me hicieron llegar las fotos, lo que me costó bastante, dado que fueron semanas de negociación con la promesa de un gran escándalo, fue difícil creer que un hombre como Ander Zaldívar, estuviera teniendo un… Encuentro, con una persona de perfil común.
Roberto rodeó el escritorio y giró la silla de Gabriel, a quien el horror de verse descubierto, de saber que había caído en una trampa, y que cometió un grave error; lo paralizó lo suficiente para no entender lo que sucedía.
—Al aparecer su nombre en redes sociales, entre miles más, en un grupito conservador de una iglesia, con el que di por pura casualidad, y ver sus fotos, me resistía aún a la idea de que esto —levantó su mentón, inclinándose hacia él, sin ninguna clase de vergüenza o limitante, un depredador olisqueando a una posible presa—, fuera más que un escándalo propiciado por un mal entendido.
Su pulgar acarició el labio inferior de Gabriel, como Ander había hecho varias veces, consiguiendo que el cosquilleo lo ayudara a olvidarse de la realidad. Un acto semejante. Una respuesta diametralmente opuesta que le revolvió el estómago.
—Pero —la dirección de su aliento se acercó a su oído—, teniéndolo frente a mí, Sr. De la Cruz, entiendo mejor por qué alguien como él, que tendría a cualquiera, hombre o mujer, a su alcance —y recuperó distancia al enderezarse—; lo eligió.
Dio media vuelta y se marchó, no sin antes decir unas palabras que a Gabriel le causaron un profundo asco:
—Incluso podría ser mi tipo con ese aire ingenuo.
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