Cuando Ander dijo que esos días podrían ser movidos, no se refirió a que la prensa conociera la identidad de su acompañante y sus consecuencias, sino a que la bomba aún no estallaba, pero la gente ya perdía la cabeza, impaciente por ver el mundo arder.
Si la prensa hubiera identificado de inmediato a Gabriel, Ander habría sido menos permisivo en su disculpa, recomendaciones y movimientos, siendo que el adjetivo que ocupó para calificar la situación frente a sus padres aludía al preámbulo del caos, las dudas y las sospechas. El CEO de Antares pecó de un exceso de esperanza y fe recargadas en su suerte, al no plantearse la posibilidad de que cierto reportero se presentara en la oficina de Gabriel, y que Gabriel, una persona común, cayera en su juego.
O al menos eso fue lo que Gabriel quiso creer, sentado en su oficina, distraído a lo largo de sus horas laborales, carente de ganas de hablar, enfocado en idear una solución al dilema en sus manos. Por fortuna, Luz supo mantenerse al margen, luego de que el periodista abandonara la oficina y se asomara a investigar cómo se encontraba.
Para el final del día, concentrándose con dificultad en sus pendientes, lamentando no tener ninguno que lo llevara a la trinchera para despejarse, tomó su portafolios por inercia, dirigiéndose al estacionamiento, eludiendo la plática con el jefe de seguridad, y subió al automóvil que llevaba aparcado varios días al fondo.
De regreso a su departamento fijó la vista en la carretera, rehuyendo de pensar en su celular, y en las infinitas ganas de llamar a Ander, o de que él lo buscara.
«Distancia», se dijo «tengo que guardar distancia de Ander».
Si no quería que los relacionaran más, y que el periodista (un escalofrío le recorrió el cuerpo al rememorar sus últimas palabras) no tuviera forma de comprobar sus sospechas de manera gráfica, para exponerlos, tendría que evitar cualquier acercamiento que fuera más allá de un estricto contacto en la agencia.
«Ni eso», pensar lo evidente y en sus implicaciones.
La distancia que tendría que poner le revolvió las entrañas.
Unas horas atrás disfrutaba de los brazos de Ander, abandonado a una ilusoria sensación de riesgosa seguridad y, ahora, no veía más camino que alejarse. Que impredecible y voluble era la vida.
Se regañó por sus pensamientos. Porque no eran los correctos. Porque se escuchaba igual que un amante sufriendo la anticipada separación, en vez de un… Amigo con derechos. Dicho título era lo más cercano a describirlos, omitiendo el título real: empleado con derechos.
Por mucho que Ander fuera un sueño andante, por muy caballeroso y atento que se portara, fueron claros en el jardín botánico. Ese era un mero “contrato”, un intercambio conveniente de placeres, en el cual, por lógica consecuente, no debían involucrarse sentimientos que entorpecieran tomar las decisiones apropiadas ante situaciones como la que tenían encima.
El plan de Ander fue muy fantasioso, en contraste a la realidad, y le correspondía a Gabriel emprender las acciones adecuadas al respecto.
Por más que se forzara a pensar que la decisión era por él y por su familia, en realidad sabía que era por el bienestar de Ander.
Con la llave en la cerradura de su departamento, por un segundo esperó abrir y encontrarse de nuevo con el CEO invadiendo su espacio.
Giró el pomo, empujó la puerta, entró y se decepcionó por su ausencia, agradeciendo que no estuviera ahí.
Fue hasta el día siguiente, con la cabeza más clara y firme en su resolución, que al ir hacia el estacionamiento del edificio, se encontró con Ander, recargado en un automóvil que no era el suyo. Un BMW gris oscuro.
Feliz de verlo, lamentó su aparición.
El hombre abrió la puerta trasera en un claro gesto de invitación a que subiera. Gesto que obedeció por instinto, acercándose y siendo sorprendido por una rosa que aceptó con una sonrisa. Al percibir la tensión en su rostro recobró parte de la cordura.
—Podrían vernos —dos palabras oscilando entre el regaño y el miedo.
—¿Y?
La forma en que le restó importancia a un asunto que le venía comiendo la cabeza la noche entera, lo dejó fuera de combate, y ocupó el asiento trasero, Ander sentándose junto a él. El chófer del automóvil fue el mismo hombre de mediana edad que se encargó de llevarlo y traerlo en las ocasiones anteriores, que al cerrarse la puerta y ponerse en marcha, lo saludó a través del retrovisor con un asentimiento.
—¿Alguna escala, Sr. Zaldívar?
—Ninguna. Ve directo, por favor, Louis.
La cordialidad y la familiaridad de su trato fue evidente.
Aquel hombre llamado Louis, no era un trabajador cualquiera de Ander. Era alguien a quien le tenía confianza. La suficiente para saber que, al subir la ventanilla que separaba ambos espacios, no tendrían que preocuparse de ser espiados.
Jugueteó con el tallo limpio de la rosa, sintiendo en su rugosidad el recordatorio constante de lo que tenía que hacer, que apenas si sobrevivía a la dicha de ver al hombre, y de haber recibido ese pequeño y extraño presente.
La duda de su destino quedó pendiente. Ander se ocupó en una llamada, y Gabriel adivinó por adelantado, que preguntar sería inútil. Lo que Ander necesitara o quisiera que supiera, se lo decía directo. Lo que no, se lo guardaba hasta el último momento.
El hombre era un conjunto de misterios.
Sacó su celular y vio la hora.
Llegaría tarde al trabajo. Se concentró en ese pendiente, contactando a Luz para informarle por mensaje que tendría un retraso. La secretaria intentó sacarle la razón, y a mitad de proceso, creando una mentira que fuera más o menos convincente, buscando a través de la ventanilla inspiración, se dio cuenta de se encontraban camino a la agencia.
Confundido, giró el rostro hacia Ander, quien parecía haber estado esperando que lo notara, porque sin dejar de hablar, le guiñó un ojo, regresando la vista al frente y la atención a su llamada.
Los dedos le hormiguearon, con la duda zumbando en su cabeza: ¿qué planeaba?
La respuesta, para su desgracia, no tardó en llegar.
Al inicio, cuando el automóvil se estacionó en la acera frente a la entrada, zona que la mayoría evitaba habiendo un estacionamiento techado a su disposición, y la puerta se abrió, la lluvia de flashes y preguntas lo aturdió como las luces de un camión a un ciervo en mitad de la carretera, a medianoche.
En su fuero interno, la voz atorada en el pecho, le rogó a Ander no bajar del BMW. Al verlo extender la mano hacia él, en vez de negarse, en coherencia a su ruego, la sujetó, permitiendo que lo impulsara a emerger del anonimato a la vista pública.
—¿Es él?
—¿Es cierto que se trata del presidente de la agencia Figgo?
—¿Hace cuánto salen?
—¿Anunciarán formalmente su relación?
—¿Cómo fue pasar de bellas mujeres a un hombre?
—¿Esta es la razón por la que Antares empezó a remarcar su agenda política en las producciones de los últimos años?
—¿Se cansó de jugar con mujeres y decidió empezar a probar con hombres?
Preguntas y tonos diversos, que iban de la curiosidad delimitada por un intento de respeto profesional, a la ausencia completa de interés en ver a Ander, y a Gabriel, más allá de la idea de ser el producto perfecto para saciar el morbo de las masas.
La deshumanización con que las cámaras se situaron sobre su persona, junto con la entrada a las noticias de las que se creía ajeno, hicieron que los pasos se sintieran como una larga batalla en la tempestad hasta la cima de una montaña, en la que su cuerpo se afanó en priorizar la supervivencia a la consciencia.
Accediendo al edificio, el jefe de seguridad abrió y, apoyado por un equipo que no reconocía Gabriel, cerraron las puertas impidiendo el paso a la prensa.
—Son un dolor en el trasero —se quejó el jefe de seguridad, ordenando que nadie sin una credencial de trabajo o anotado en la libreta de visitas, pasara.
El equipo confirmó la orden, mientras el jefe seguía con la mirada al dueto, en caminando a uno de los elevadores, entornando los ojos.
En el tercer piso, Ander detuvo el elevador.
—Se abrió la caja de pandora —informó lo evidente—. A partir de ahora la gente sabrá que eres tú con quien me tomaron las fotos, y no tendremos que escondernos.
Más que anunciar la solución a un problema, Ander lo hacia ver como un respiro y una oportunidad a la libertad, una mezcla que dejó más confundido a Gabriel, quien aún sostenía la rosa y la respiración, asimilando lo sucedido en los escasos metros recorridos en horizontal y en vertical.
—¿Tú hiciste todo este show?
Ander asintió, sus ojos grises mostrando un atisbo de disculpa, no por sentirlo, sino para evitar ser regañado, que complementaba la sonrisa en su rostro. Esa sonrisa que, caminando entre el tropel de gente, de reporteros y cámaras, no le vio. Estoico y serio, sujetándolo protector del brazo, manteniéndolo cerca de él.
—Te dije. Tenían que vernos juntos para que dejaran de sacar conclusiones por su cuenta.
—Oh, claro —el miedo y el coraje consecuentes a la deliberada puesta en escena de Ander, bulló en su estómago—, y estoy seguro de que esa escena de ahí dejó muy en claro la conclusión a la que deben dirigir su atención.
¡Dios! Tenía la certeza de que no era su paranoia la que apuntaba a que, fuera de pensarse su llegada como la de dos amigos comunes, presentándose al trabajo de uno, la escena montada asemejaba más a una pareja huyendo de las lentes chismosas.
Pasó una mano por el cabello, lamentando haber subido al automóvil con Ander.
¡¿Por qué no pudo mantenerse firme en su decisión inicial de dar distancia?!
—Gabriel…
—¡¿Qué?!
Tardó más en desaparecer el sonido de la abrupta pregunta, que él en darse cuenta del tono empleado, claro en su furia, en su molestia, y lamentarlo.
Y tardó más en sopesar si tenía motivos para disculparse o no, que Ander en sujetar su muñeca, halarlo hacia él y reclamar sus labios.
En un espacio reducido, suspendidos entre pisos, la prensa esperando abajo y el trabajo aguardando su llegada, en el encuentro de sus bocas, Gabriel encontró un oasis en el que se desprendió de su propia cabeza, olvidando por un segundo, por tres, por mil, que su vida estaba girando sin control en una dirección desconocida.
Ese era el peligroso efecto que tenía Ander en él, y la razón por la cual, cuando se despidieron, previo a que las puertas del elevador se abrieran en el piso de Figgo, no asentó el significado de sus palabras:
—No volverá a molestarte.
La promesa con que lo dejó en las oficinas de la agencia, sólo abarcó uno de los dos problemas con los que ese día tendría que comenzar a lidiar Gabriel. Porque, del segundo, ni Gabriel se enteró de su naturaleza hasta más tarde, a pesar de encontrarse con él o, mejor dicho, con ella, en la recepción.
Al verlo entrar, levantándose de la sala de espera, los tacones de aguja soportando el peso de su imponente presencia, una hermosa mujer se presentó, antes de que Luz la nombrara, adelantando su mano tomando la de Gabriel.
Una hermosa y poderosa mujer.
Su nombre: Andrea Echeverría Lugo.
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