—Su alteza… su celo puede llegar en el momento menos agraciado y puede desatar un terrible caos. ¿Acaso la reina no le da ese tipo de educación? —El hechicero se indignó por completo, negando varias veces con su cabeza ante la idea del desastre que podría generar Mateo si su madurez llegase en un momento inapropiado. —Solo sé precavido, ¿está bien?
—Entiendo… —tomó aire buscando la manera de acostarse justo al lado de Ander. —¿Por qué me ayudas si mis hermanas te odian? —aquella pregunta resonó en la cabeza del hechicero, y observó el hermoso cielo rosado sin encontrar una respuesta sincera.
Se había acercado a él con el propósito de evitar que el pequeño cisne se enamore del príncipe Derek. Era consciente de que el omega nunca se relacionó con otros alfas a excepción de sus hermanas cisnes. Sabía que al ser un niño encerrado e inocente, podría entregar su amor con mucha facilidad…
Así que por ello, no entendía por qué soltaba palabras de ayudas para el cisne que él mismo condenó a la soledad que también incluso podría rozar a la muerte. Mateo estaba cómodamente acostado al lado de su depredador y sus alarmas internas no se encendían debido al lazo que los unió desde nacimiento.
El largo silencio de Ander le respondió.
Él no iba a decirle nada al respecto, y Mateo no estaba tan seguro de querer saber.
Los minutos volaron, y aunque no se decían nada, disfrutaban de la compañía del otro. Ander odiaba admitir el hecho de que él también deseaba ver al omega. Su cuerpo lo necesitaba y era agradable la dulce combinación de sus feromonas que, como si fuese somnífero, relajaba los músculos de ambos.
Cuando el sol se ocultó del todo dejando que las estrellas sean protagonistas de la noche, un grito femenino se escuchó muy cerca de donde ellos estaban.
—¡Mateo! ¡Príncipe Mateo! —El joven sabía que era una de sus hermanas. Inmediatamente miró al alfa asustado y con pena, porque no quería dejarlo tan pronto. Era absurdo el sentimiento de agonía que le generaba el tener que irse primero, pero la sonrisa cómplice de Ander lo tranquilizó, entendiendo que no sería la última vez que vendría por él.
Mateo se fue de allí con su corazón alocado entre manos y las mejillas prendidas fuego. No podía olvidar esos ojos profundos, ni mucho menos la hermosa sonrisa del alfa. No había dudas de que se estaba enamorando, y no era precisamente del príncipe Derek.
—¡Estrella! ¡Aquí estoy! —corrió hacia el lago, viendo cómo todas sus hermanas bailaban bajo la luz de la luna, con sus vestidos blancos puros como plumas de cisnes y las pedrerías brillaban, haciendo notar que incluso sus prendas eran mágicas. El cuarzo de la muchacha era el zafiro, y su colgante en el cuello lo mencionaba.
Así como Mateo aún no sabía generar oro, ninguna de las cisnes hechizadas sabía generar su piedra preciosa. Pero era algo de genética, por ende los cisnes sabían qué piedra les correspondía. A excepción del joven cisne, quien su don era un secreto incluso para él.
En el caso del dulce omega, cuenta la historia entre las cisnes que él llegó desde los cielos acogido por la madre sol, y se lo ofrendó al bosque encantado para darles poder y abundancia. Todas las cisnes debían venerar y, por ello, la reina lo adoptó como si fuera su propio hijo. Pero la verdad es que ni siquiera sus hermanas sabían si la historia era completamente cierta o si en realidad Mateo tendría madres como ellas.
—¿A dónde te habías metido? No pudiste ver nuestra transformación que tanto te gusta.
—Lo siento, es que quise recoger algunos frutos y al final me distraje con unas nuevas flores que crecieron cerca de aquí… —le mintió a su hermana descaradamente. Estrella era la cisne más pequeña de todas, por ende, no pudo ni siquiera notar que Mateo le estaba ocultando la verdad.
Clarysse los invitó a bailar con ellas, y entre Cielo y Karina tomaron las manos del omega para llevarlos con ella a danzar. Mateo no traía sus zapatos, así que tuvo que hacerlo descalzo, admirando con los dedos de sus pies la humedad del césped.
La mañana siguiente, Amadis y otras damas de compañía ayudaron al omega a vestir. Ya había corrido la noticia entre todas las cisnes que el omega estaba interesado en un alfa. Todas añoraban por qué el chico pudiera romper el hechizo de sus hermanas menores. Dieron lo mejor de sí para resaltar mejor la belleza incomparable de Mateo.
Cuando el muchacho llegó al lago de los cisnes, el sol jugó a su favor haciendo brillar su pedrería dorada de su chaqueta. Esta vez se colocó zapatillas aptas para bailar. Derek quedó embobado por lo magnífico que se veía el omega, y pensar que podría despertar cada mañana a su lado lo inunda de emoción. Ser su esposo era su gran anhelo. Su deseo.
Algunas de sus hermanas tocaron la música más bella y romántica para ellos, que luego de darse un dulce saludo comenzaron a dar vueltas alrededor del lago al ritmo de la melodía. Derek estaba entregando su corazón con cada segundo que danzaba a su lado, mientras que Mateo se divertía a su lado sin dimensionar que su objetivo era amar al joven príncipe.
La realidad era que sí movilizaba su corazón, pero no de la manera en que Ander lograba hacerlo. Derek era tan dulce al traerle flores y aceptar jugar con él hasta el cansancio, pero Mateo no estaba enamorándose de él, más bien comenzaba a sentirse bien a su lado como lo hacía con sus amigas.
El culpable de no dejar crecer el amor del omega los miraba desde lejos, controlando todo lo que Mateo hacía por si pasara algo. Temía que las feromonas de Derek despierten algo que él deseaba que sucediera con él. Cada minuto era sufrimiento para el hechicero, que rogaba que el joven cisne no entregara su corazón a otra persona.
Porque ahora era él quien estaba anhelando el amor del pequeño omega, aunque la idea de amarlo le generaba náuseas.
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