II
[Umbra espera]
El azar se escribe en una danza absurda que en su dialéctica inimaginable suele extraviar signos en nuestra dirección con indiferente reproche.
Las llamas del futuro se sacuden y su lengua son las veladoras.
La vida de una veladora es un intento por pronunciar una sola sublime palabra.
Encomendadas a vociferar arrebatadamente la esquizofrenia reformadora del universo
Condenadas a guardar silencio.
Todos dentro de los círculos de expertos en magia saben de este silencio y esperan con temeroso morbo que hablen de aquel reino innombrable. Por tanto: Nadie se atrevería a ignorar la llamada de una.
Cualquier advertencia es absoluta.
Cualquier consejo es sagrado. (Aunque pocos se atreven a consultarles algo) Nadie que entienda el vaivén del universo se atrevería a ignorar la llamada de una veladora ni siquiera una llamada telefónica.
Mientras Faustino desenreda la cuerda del techo, Aurora silencia su teléfono. Una llamada de Hortensia le gritaba en la pierna.
Nadie podría ignorar una llamada de una veladora.
Nadie se atrevería a no contestar la llamada de la más respetada veladora.
Pero su hija, sí.
Hortensia se deslizaba por la casa, furiosa y en cierto sentido temerosa, como viento apresado. Abrió la boca y sintió el sabor del tiempo, la llovizna acusó que la muchacha no estaba en la casa, así que no necesitaba gritar su nombre o ir a su habitación para entender que Aurora no participaría de la ceremonia, sentía el ardor de no entender por qué alguien no querría recibir el más grande regalo. Ofendida marcaba el número una y otra vez.
—Todo se siente tan serio y lúgubre, vamos a cambiar el tono, vamos a iluminar el ambiente— Anunció Aurora en el momento que sacaba una enorme botella de su mochila: Un destilado fuerte y barato que robó en un local a pocas cuadras andando después de huir.
Faustino se volteó y vio la botella, pensó si Aurora bebía mucho, pensó en si se ponía agresiva cuando se emborrachaba, pensó en si estaba ahí por problemas con el trago, que quizás en donde había estado anteriormente le habían expulsado por robarse cosas para venderlas y comprar más alcohol.
— ¿Eso hace la gente pobre no? Se emborracha—. Aurora intentó bromear.
— La verdadera gente pobre no se refiere a sí misma como pobre. Usa ropa cara, se endeuda y reniega de su clase social— Respondió Faustino mientras buscaba una escoba.
— Y la gente que rompe los techos no tiene la capacidad de identificar el sarcasmo —.
Luego de dos segundos completos de silencio que a Aurora le parecieron insoportables, reinició la conversación, cómo si todo lo anterior desde su llegada hubiese sido un borrador: —Empecemos de nuevo: probablemente no recibiste mi llamada, pero vengo a vivir acá... si no tienes inconvenientes—.
Faustino la miraba impresionado. Se había dado cuenta de que no tenía escoba, de que nunca había comprado una escoba, se dio cuenta de que nunca había bebido con amigos en el departamento, que Aurora era la primera visita que recibía y que aun así él nunca ha invitado a nadie. Aurora aún no se daba cuenta de que Umbra le esperaba, seguía hablando, tratando de explicar cómo había llegado ahí. Faustino no escuchaba, seguía perplejo con todas las cosas que aprendía. Aurora mencionó algo que debía ocurrir y que había que prepararse pero Faustino no le escuchó, el muchacho preguntó de pronto:
— ¿Bebes?—
—Sí, pero no te preocupes por la botella. Sé que no bebes, descuida. Es para cuando llegue el resto del grupo—. Aurora respondió de mala gana, entendiendo que no le habían prestado atención.
— ¿Ellos beben ahora? —. Preguntó el muchacho preocupado.
—Sí, pero no es para ellos. Es para el ritual—.
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