III
Hortensia cayó de bruces. Vio
un reino empobrecerse, vio un adiós en medio del carnaval, una mirada que pide
explicaciones al infinito, una voz criar canas, se vio a si misma desnuda en el
centro del témpano del tiempo, vio unas manos ancianas de angustia tejer esperanzas,
vio a su hija rodeada de gente que la quería.
Vio a la muerte alejarse
perezosamente del grupo de muchachos que reía.
Vio la risa espantar a la
muerte y se sintió más aliviada.
Cuando se levantó le escribió
un mensaje y volvió a su habitación.
Ahora que el teléfono de
Aurora no le recordaba de su huida, podía llamar por ayuda. Faustino se masajeaba el
cuello, donde el roce de la cuerda le había quemado.
En medio de la sala de estar
una viga partida descansaba en medio de polvo y trozos del techo. En el sofá toda la ropa de
Aurora descansaba convertida en una gran bola que envolvía artefactos.
Faustino se preguntaba si había debilitado la estructura. Si algún día el vecino de arriba caería sobre él a través de un agujero, Aurora pensaba en que si podía quedarse ahí podía comenzar una nueva vida lejos de deberes ancestrales y destinos incontrolables.
Y Umbra esperaba.
— ¿Entonces, puedo quedarme?— Faustino se dio cuenta de que nunca había echado a
nadie, y que tampoco había nunca invitado a un amigo.
— ¿Si, por qué no? — Respondió ensimismado, recordando.
—Gracias, de verdad. Te prometo que no voy a molestar,
conseguiré un empleo y ayudaré con los gastos—. Aurora sonreía dándole un
pulgar arriba.
Faustino se preguntó en silencio si Aurora iría a su funeral. Quiso agradecerle por invadir el edificio. Su modo de hacerlo fue decirle: —Entonces, siéntete como en casa. Usa el sofá. El baño es aquel. Iré a ducharme, acomódate.
La lluvia caía desinteresada por la ciudad de Parnaso,
Umbra esperaba mientras la lluvia caía por su fachada severa, aunque acogedora.
Regina trabajaba cuando sonó
el teléfono.
Regina siempre estaba
trabajando, cuando le llamaban.
Regina siempre estaba
trabajando.
En esta ciudad existen muchos relojes, que trabajan simultáneamente aunque no todos se den cuenta. El reloj de Regina marcaba las 4 de la tarde, mientras otros relojes en Umbra marcaban la hora de recordar sonrisas amadas.Las llamadas de invitación siempre interrumpían el neurótico tic-tac-toc de la máquina de escribir de Regina.
Hace unas horas su reloj marcaba la hora de llover. La lluvia llegaba atrasada e interrumpía.
— ¿Carajo, quien molesta ahora?— Se quejó, deteniéndose. Se detuvo dándole un descanso a sus manos, descanso que creía que no merecían.
Al oír que el teléfono anunciaba el nombre de Aurora, dejó salir un suspiro de fastidio.
—Además me hace bajar el volumen. Tendré que poner la canción desde un principio, porque no me dejó gozar el final como corresponde— Se quejó estirando los brazos y piernas perezosamente.
Dejó sonar el teléfono durante dos repeticiones de la misma canción.
Aurora insistía[1].
El teléfono no paraba de vibrar.
Regina pensó, tomando un sorbo de una azucarada bebida
cuya promesa de llenarte de energía ya se volvía un compromiso imposible de
cumplir: — ¿No tiene nada que hacer?
¿No tiene nada que quiera lograr, carajo?
Aurora esperaría e insistiría hasta que le contesten.
Faustino se sentía contento sin saberlo. Estaba un
poco incómodo, debía acostumbrarse a que alguien más viviera con él, sin
embargo, disfrutaba de la ducha. Hay
algo extrañamente satisfactorio en estar desnudo y ser rociado con agua
caliente.
Ya eran las 16:40 y Antú
Kütral recién despertaba.
[Umbra esperaba a que Regina contestara el teléfono.]
Su hija investigaba aquello que se oculta tras la diáfana puerta de la oquedad.
Su nieta había desaparecido,
tal y cómo ella sabía que sucedería.
Un aprendiz deambulaba por la
casa en silencio, cómo pidiendo autorización.
Sus clientes venían en
camino. La cita estaba pactada para dentro de media hora.
Regina Hahn seguía tecleando. Su tinta tallaba una queja que exigía coherencia a una realidad insípida y ridícula. Cómo un gemido, pero más formal. Eran las 4:40 y el teléfono seguía llamándole. Regina se levantó para servirse un café, sabiendo que la llamada no iba a desistir. Tomó el teléfono y contestó la llamada con desgano, admitiendo la derrota.
—Ven, lo pasarás bien— Dijo
Aurora de inmediato.
—No quiero pasarlo bien. ¿Por
qué habría yo de querer pasarlo bien?
—Nunca quieres pasarlo bien,
pero terminas haciéndolo, maldito ogro. Sólo ven y traer algo para comer.
—Está bien, pero volveré
temprano a casa.
La felicidad se abre paso por el espeso alquitrán de
Parnaso, la ciudad siempre en festiva melancolía.
La patria imposible/El hogar
por venir.
[1] Acostada en el sofá, usando la enorme y repleta mochila como almohada.
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