Hubo una época donde su casa fue conocida en la calle como la más ruidosa de la zona. Desde las académicas Nocturnas de Chopin y los Caprichos de Paganini, las estridentes tonadas de Nirvana o las psicodélicas de Blue Öyster Cult, la música era celebrada por los músicos que la cohabitaban, o los que aspiraban a serlo.
Para evitarse tantos problemas, un día su papá se montó un estudio en el sótano llevándose con él la mayoría de sus instrumentos al último piso, y realmente marcó una diferencia para los vecinos molestos durante las sesiones de práctica. Aunque, no sólo debido a cuestiones estéticas, el piano se quedó en la sala familiar.
Era un poco contradictorio para el pequeño Miles, que Owen Sinclair, descendiente de pianistas renombrados como el famoso Martin Sinclair o la aclamada Cydney S. McDowell (quienes pocas veces los visitaban), incluso estudiando música en Nueva York y especializándose en violín clásico, que ejerciera por un largo tiempo en la Sinfónica de Chicago como cuerda principal, poco se entusiasmara porque él, su único hijo y menor, quisiera continuar con las tradiciones familiares y deseara tomar clases de piano.
De ello, comenzó seriamente a los seis años cuando, por una seguidilla de berrinches, lo llevó a tomar una lección con un estricto colega suyo y el hombre se quedó prendado de sus habilidades innatas, tomándolo de inmediato como pupilo.
No era secreto que su padre no se animara de ello, quizás por creer que Miles sentía apego por sus abuelos y la historia que heredaban, buscara formar lazos. Pero no era el caso, es más, apenas y los recordaba en su día a día.
Durante una tarea de la primaria que consistió en averiguar su herencia familiar histórica, causó polémica entre sus padres reviviendo un altercado con los abuelos, en el que Miles se vino a enterar en la cena con sus hermanas de lo pésimo que se relacionaban, y todo se encausaba porque Owen tenía sus propios planes con la música y su familia, no representando orgullo alguno de los abuelos.
Esto gravó una mala impresión en el niño, que poco los conocía, y el eventual desinterés en hacerlo. Sin embargo, su pasión por el instrumento era una cosa paralela, y la tarea ayudó a que su padre, más temprano que tarde, lo comprendiera.
Desde que Miles tenía memoria, y en una casa llena de gente mayor que él, el piano se convirtió en su amigo. Por supuesto, incluyendo al niño del lado que, de vez en cuando, también lo escuchaba y se abría paso interrumpiendo.
Tayler Gallagher era el hijo mayor de una familia joven y bien posicionada. Su padre James Gallagher recientemente se estaba desenvolviendo en la política del condado, y como su madre era vieja amiga con la suya, a menudo los visitaba por su cuenta, quedándose a dormir.
Si su madre no se la hubiese pasado repitiendo que era su amigo por herencia, y que, frente a esto, ellos debían permanecer juntos en la escuela; hasta después del tercer grado, continuaría creyendo que el vecino del lado era parte de su familia, como un pariente lejano.
¿Sería esa la razón?; ¿haberse relajado tanto en hacer más amistades cuando era niño? Y que, frente a esto, ni siquiera desarrollase las habilidades necesarias para socializar. Que invirtiera más su tiempo en las prácticas de piano y los estudios. Después de todo, Tayler siempre estaría ahí para él. Y siempre sería así, meditaba, desarrollando una aburrida ecuación en el escritorio de su cuarto.
No obstante, para alivio de Owen, igualmente tuvo que renunciar a ese anhelo de convertirse en pianista.
Eso sí, tocó obras de gran complejidad, se forjó reconocimiento en los recitales de los que participó, despertando envidia, respeto y admiración entre los pares de su edad, e incluso en el conservatorio para niños. Su maestro creía que llegaría lejos, y a menudo se lo recalcó. Pero luego, ocurrieron cosas desagradables, obstaculizando ese gran futuro que aguardaba para él, y las habilidades desarrolladas en base a disciplina y trabajo duro, eventualmente se las llevó el tiempo y otros problemas.
Pero persistió.
“¿Por qué estás llorando?”—, insistían sus pensamientos.
La punta de su lápiz se quebró, revotando en los cristales de sus lentes. Lo dejó de lado suspirando, quitándoselos y cubriéndose el rostro porque aún no podía creer que el chico del lado le hubiese sorprendido llorando. ¡Llorando!
Quería esconderse para siempre. Aunque ya le hubiese visto llorar incontables veces de niño, ahora era distinto.
—¿Será prudente cenar ahora? —murmuró para sí mismo, viendo cinco para las siete marcando las manecillas el reloj compacto sobre la mesa, intentando desviar sus pensamientos por quinta vez de lo acontecido dos horas atrás.
No fue sorprendente la nula reacción de Tayler ante su enojo; lo que sí le sorprendió, fue que se hubiese acercado a preguntar.
Tocaron a la puerta interrumpiendo sus reflexiones. Un vertiginoso titubear lo retuvo por un instante, pero se puso de pie, y sin demora, se acercó, puesto que también necesitaba salir.
Ya lo anticipaba del otro lado, por extraño que fuera, ¿pero por qué ahora?, ¿debido al llanto?
—Te dejaste la mochila en el pasillo —dijo extendiéndosela. Ni siquiera quería verlo; esquivó la simple idea de mirarlo.
—Gracias —contestó hosco, tomándola rápido. Un papel se escapó del bolsillo delantero, cayendo lentamente hacia sus pies.
¿Por qué tenía que verlo justo después de ese momento tan incómodo?; ¿no podía continuar ignorándolo, y dejar su mochila por ahí?
Miles no se movió. Quería cerrar la puerta, pero en vez de moverse, Tayler se agachó a recoger el papel. Él seguía torpe, lento debido al cansancio, sin mencionar cómo le seguía incomodando su nueva estatura.
Le aventajaba una cabeza más de altura, por lo menos. Aunque esos días, también rondaba algo posiblemente inútil por su mente, y estaba convencido que debido a esto se le pasaba los segundos mirándolo cuando estaba distraído: era sobre su cabello.
Si bien, siempre tuvo un cabello lindo, iniciando la escuela media, el Sr. James lo restringió a usarlo corto tras las orejas, “porque se estaba convirtiendo en un hombre”.
Él tampoco entendía esa obsesión por la gente mayor sobre el cabello de los hombres. Nunca se había relacionado con otro adolescente de cabello largo, ni podía creer que, de todos esos tipos en el suburbio, Tayler fuera ese sujeto. En realidad, era fiel a su forma de ser.
Miles recordó lo tedioso de secar ese cabello al terminar con el baño, pero tal como ahora, seguía luciendo lacio por sus hombros, largo, ordenado, agradable a la vista. Le quedaba bien.
—¿Te golpeaste la cabeza? —. Su pregunta interrumpió sus conjeturas, dándose cuenta del reporte de la enfermera en su mano, y que, en vez de insultarlo, le preguntaba sobre el reporte. Se lo arrebató cabreadísimo.
—No te metas en mis cosas— contestó arrugándolo y metiéndolo en el bolsillo de su pantalón.
El chico siguió el papel con sus ojos, luego volvió a verlo a él, desafiante tras ese azul glacial que no pudo pasar desapercibido. «Whoa, en serio me está mirando», pensó intranquilo. La expresión de Tayler era tensa; sus labios estaban apretados.
—Entonces no las dejes en cualquier parte como la manzana que te comiste. Es desagradable.
Miles no pudo creérselo. De todo lo que pudo haber dicho, nada más luego de ignorarlo tanto, ¿ahora quería pelear con él?
—No la dejé en cualquier lado. Como te vi interesado por meterte en asuntos ajenos, pensé que podrías hacer el trabajo de tirarla por mí —respondió, haciéndole fruncir el ceño; Miles sonrió airoso. ¿De qué se molesta?, pensaba irritado, con la cara plana otra vez—. Ahora, hazte a un lado —replicó hincándole el codo para correrlo de la puerta y salir.
Su porte y esa mirada azulina fueron tan firmes que le causaron una extraña turbación, logrando acrecentarse cuando lo retuvo del brazo, arrinconándolo contra el marco de la puerta y su cuerpo, tomándolo de la barbilla bruscamente, más que desafiante, preocupado.
El corazón de Miles dolió al tener su rostro tan cerca, motivo por el que unos instantes cedió confundido ante sus acciones, y aun comprendiéndolas y situando sus manos entre los dos, no pudo recobrar el control de su corazón al ser consciente de esos ojos sobre él, alejándose momentáneamente de la mejilla hinchada; entonces, golpeó sin piedad su costilla para que lo dejara ir, y así, retomó su camino dejándole solo en la puerta, gimoteando por su cuenta.
¿Qué bicho le picó?, pensó bajando las escaleras de prisa, sacudiendo sus manos para sacarse la temperatura corporal de Tayler, caminando a la cocina con desagrado. ¿Tanto se notaba el golpe por la pelota?, ¿pero qué le importaba a él?; meditaba buscando en el refrigerador los contenedores con comida de su madre y destapándolos, los puso a descongelar en el microondas, sintiendo sus hombros tensos de nuevo.
¿Qué le hacía creer que tenía libertad de intervenir?, ¿de preocuparse? ¿era por pillarlo llorando en el pasillo? No tenía el derecho de preguntar sobre nada.
Tanto hermetismo sobre él, sobre sus circunstancias, encerrándose para que no lo molestara y se mantuviera lejos. ¿Qué le importaban a él sus problemas ahora? Debía ser lineal si iba a jugar al indiferente, de lo contrario, armaría un lío innecesario por contradecirse, pisándose la cola.
El microondas sonó interrumpiendo sus cavilaciones. Se dio cuenta de que estaba temblando cuando levantó su mano y una sensación de calor subía por sus orejas repetidamente. Presionó el botón del aparato para abrir la puertecita y sacar el envase rectangular de vidrio donde Claire —su madre— guardó su preparación: pastel de carne con glaseado de kétchup grillado, o bien quemado, según la preferencia.
Miles se rió observando la desastrosa preparación. Al menos, esa fatal habilidad culinaria aligeraba un poco su estado de humor. No recordaba haber temblado así antes, y no se detendría a sacar conjeturas sobre ello.
Sin dar más vueltas al tema, buscó los platos y sirvió la cena para ambos.
Esta vez no se apiadaría, no fingiría que Sarah cocinó, no tiraría la comida ni haría pedidos a domicilio. Tayler se comería la horrorosa comida de Claire; podía enfermarse libremente del estómago, o pasar hambre. La decisión era suya, pero no un problema para él.
Acomodó los dos platos en el comedor del fondo, compuesta por una mesita cuadrada, menuda para más de cuatro personas, pero suficiente para los dos, con sus asientos empotrados al rincón de la pared, centrada junto a la ventana reflejando el patio, a pasos de la cocina, compartiendo espacio en de la sala familiar.
Usar el comedor grande terminaría en un desperdicio de espacio, puesto que sólo eran los dos, se ubicaba más lejos de la cocina, y siempre hacía frío.
No tuvo necesidad de llamar a Tayler. Llegó por el pasillo, dubitativo mientras él acomodaba los cubiertos y la jarra con agua. Se vieron unos incómodos segundos, quedándose de pie, y al parecer, fue consciente de su molestia cuando se acercó a la mesa, evitándolo.
No fue nada nuevo para él. Después de todo, así se había comportado desde el principio, y si había tomado esa decisión, debía llevarla hasta el final, lejos de sus asuntos personales.
Él se sentó dándole la espalda a la ventana. Tayler, frente a él, moviendo de posición donde inicialmente puso el plato, que era junto a él.
Miles no supo diferenciar si quería molestarlo por sentarse frente a él, o no deseaba estar cerca. De cualquier modo, donde se sentase cualquiera de los dos, la mesa era cuadrada; sería incómodo en cualquiera de sus lados.
Tayler tomó su tenedor con la mano izquierda; su opuesta. En la derecha llevaba el cabestrillo, manteniendo el brazo inmovilizado hacia su pecho. «Ya era hora que se lo pusiera» pensó con sus ojos dudosos entre su plato y él. No comió de inmediato.
Tampoco lo llevaba cuando le entregó la mochila. Casi nunca lo usaba, y era importante que lo hiciera. Miles se cansó de recordárselo con esa actitud. «Es su problema» continuó, removiendo el zucchini aceitoso con el tenedor, sin deseos de comerlos. No iba a hacerlo.
Sus ojos volvieron vacilantes al plato de Tayler. Estaba realmente curioso de ver su reacción, pero no quería ser tan obvio.
Sí, aceptaba que era rencoroso, y por supuesto, el vecino también lo sabía. Era irritante que lo conociera a fondo. Aunque no estuviera al tanto de que supiera cocinar, ya tendría que haberse dado cuenta de sus intenciones.
Tayler observaba el plato hacia abajo, vacilante. Se notaba que no sabía por dónde empezar; si el pastel pasado de harina con el glaseado gracioso, el brócoli recocido, pálido y fofo, o el zucchini frito, aunque viscoso, al pasarse de aceite.
¿Tal vez era demasiado? ¿Estaba llegando muy lejos? Sabía personalmente que la comida de Claire era candidata a peligro biológico; algo así le dijo el médico de urgencias cuando paró una noche en su camilla con el diagnóstico de envenenamiento alimentario.
Ese día de horror, Claire aprendió sobre la contaminación cruzada, que no debía usar el mismo cuchillo para cortar pollo y hacer las ensaladas, y también, ese mismo día dejó de intentar cocinar para Miles.
De lo que luego no se enteró, es que entre visita y visita de la abuela, se dispuso a enseñarle lo esencial sobre la cocina, sus mejores recetas, incluyendo algunas preparaciones de pastelería. Con este punto de partida, lo demás vino fácil con tutoriales del poderoso Internet, y desde entonces, se consideraba emancipado.
El tenedor de Tayler pinchó el brócoli, o lo intentó cuando el vegetal se deshizo en algo que fácilmente podría convertirse en puré. Miles no pudo evitar sonreír ante la gracia, y los ojos de Tayler se alzaron hacia él, cómplice; al percatarse, uno bebió su agua, desentendido, mientras el otro miró de nuevo al plato para ignorarlo, picando otro brócoli para llevarlo a su boca, sin embargo, se desarmó antes de lograrlo, cayendo de vuelta al plato.
Miles escupió su agua sin poder contener la risa, empapando la comida y hasta alcanzar la cara de Tayler; y a su vez, en lugar de parecer asqueado, el muchacho no pudo contenerse y también explotó en risa, dándose por arruinada la cena de horror.
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