No fue capaz de despertarlo, a la final. Ni siquiera de pronunciar su nombre, o de volver a saltarle en la cama.
Se marchó de su cuarto en el mismo silencio que entró, sentándose en la silla ergonómica de su escritorio tenso de sus pensamientos, quedándose allí hasta que su teléfono comenzó a sonar en la mesita, pero no lo tomó para contestar cuando se puso de pie, sino que para silenciarlo, sin una sola gota de curiosidad sentida de quién llamara; se dejó caer sobre la almohada en la cama, cerrando los ojos con la cara sobre ella.
Sentía que había escapado sólo como un cobarde sabe hacerlo, rehuyendo de la misma batalla una, y otra, y otra vez.
No existía una carga física en ningún caso, pero era tan agotador como correr una maratón estar cerca de él. ¿Por qué? «Tal vez es un demonio que drena energía. Me dejará seco» pensó girándose en la cama, quedando de espaldas, contemplando el cielo raso blanco en contraste de las paredes azul petróleo apagadas por las cortinas cerradas.
El vecino del lado era lo que más rondaba en sus pensamientos últimamente, no se lo negaría a sí mismo. Quería vaciar su mente por ello, dejarla en blanco como el cielo raso de yeso, pero era imposible si casi todos los que le rodeaban insistían en acceder al chico a través de él.
Sí, era cierto que fueron amigos inseparables por un largo tiempo durante la infancia, incluso ante las constantes comparaciones que el Sr. James sometió a su hijo con él. Ni Claire ni Owen lo toleraron, razón por la que siempre sobreprotegieron al chico, a pesar de ser nada más que el hijo de su mejor amiga.
Grace —la madre de Tayler—, se hizo cada vez más enfermiza luego del nacimiento de Denis, y la muerte de quién ella más descansaba; su propia madre. El deceso ocurrió cuando ellos rondaban los ocho años, dejando a su única hija destrozada y con un parto prematuro en camino.
Desde entonces, Tayler que vivía al lado, pero se quedaba a menudo a cargo de su abuela al sur de la ciudad, comenzó a pasar más tiempo en casa de los Sinclair, y Grace a depender más de su amiga mientras se reponía del recién nacido.
Casualmente James, abogado de patentes en ese entonces, transitaba su mejor momento laboral y a menudo se ausentaba, de modo que las niñeras fueron un rol crucial, pero a causa del temperamento del hijo mayor, se convirtieron, una tras otra, en algo transitorio, siendo los padres de Miles los únicos aptos capaces de llenar esos zapatos para contener al niño, cuando lo necesitaba.
En ese tiempo, Tayler fue un manojo de emociones y miedos desbordándose, y fue también cuando comenzó a aparecer en la escuela con moretones, producto de sus altercados con otros niños al ser incapaz de manejar su tolerancia si lo molestaban.
Él mismo tuvo que intervenir en una ocasión, cursando el segundo grado de primaria y Tayler tercero, cuando recorrían el patio y unos niños de su grado lo chocaron a propósito por el hombro, y sin más contexto ante la provocación, atajó al más alto, lo tumbó en el piso de un puñetazo y comenzó a ahorcarlo sumido en ira, sin importarle la sangre que corría de su nariz hacia la mejilla, el cuello, llegando a su manos; sin importarle las consecuencias, o los otros chicos asustándose de la brutalidad.
Para ese tiempo, Miles nunca vio desprenderse tanta sangre de una persona antes, ni a su mejor amigo tan descontrolado. Sus propias peleas con él nunca pasaron de un jalón de cabello por quedarse con un juguete, acabando en una sentida disculpa, mutua y genuina.
El niño irascible y volátil apretando el cuello del otro, cuan insecto odioso y aborrecible, fue completamente nuevo, espantoso, y a la vez tan diferente, de aquellos ingenuos ojos azulinos arrepintiéndose por haber hecho algo en su contra; por eso entre la conmoción de todos observando, Miles actuó irreflexivo, arrastrándolo a la fuerza para alejarlo del niño en el piso antes de que pudieran lamentar algo peor, y en lo único que pudo pensar a continuación fue en abrazarlo como en aquél fatídico día del funeral, donde Tayler lloró como jamás volvería a hacerlo de nuevo.
Nunca entendió esa desmedida reacción de su parte, puesto que evitó por todos los medios explicárselo, pero, aunque casi provoca la pérdida del conocimiento en el niño, y esto lo orilló a su presunta expulsión, todo se arregló entre padres y una voluminosa compensación económica voluntaria, imponiéndole la primaria una sanción menor.
Pese a esto, y la mala reputación que se generó de matón de primaria, Miles nunca se olvidó de cómo tembló entre sus brazos cuando lo contuvo en ese instante. Sabía que existía algo malo con él que se le escapaba de las manos, pero nunca se le comparó a un matón.
Podrían existir miles de explicaciones para excusarlo como los Sinclair lo hacían, pero lo cierto, es que empeoró con el tiempo a pesar de que su línea paterna comenzara a presionar debido a la reputación familiar, transformándose con eventualidad en un desapego total ante el rechazo que el niño despertaba en ellos, siendo imposible que alcanzara el estándar de una familia convencional que se codeaba entre abogados y políticos importantes.
Claire se maldecía a menudo por haberle presentado menudo patán con accesorios a su mejor amiga, al no saber poner en su lugar a esa familia, y en contraste, estaba empecinada a responsabilizarse por su hijo, dentro de lo que le fuera posible.
Por esto Tayler, más que ser el vecino del lado, siempre pareció más el hermano que siempre quiso, pero nunca tuvo, y a la larga, no pasó de molestarle con seriedad el hecho de tener que compartir la atención de sus padres, o de sus hermanas, o incluso la de su abuela; todo estuvo dispuesto así antes de que llegara al mundo, como su confianza plena puesta en él.
De aquella ocasión en la primaria, Tayler lo evitó varios días por no desear explicarle las circunstancias del altercado, yendo tan lejos como hasta para ignorarlo en los recesos si tocaba el tema, entonces Miles tuvo que dejarlo y darle el beneficio de la duda.
Pero esto se convirtió en una constante con el tiempo, y a pesar de ello, su confianza siempre se mantuvo intacta, imaginando que existía una justa razón detrás, y con paciencia, eventualmente llegaría una explicación.
Estuvo en lo incorrecto, aprendiéndolo de una forma trágica, y sin embargo, cinco años más tarde, allí seguía en la cama, dándole vueltas al mismo tema otra vez.
¿Acaso Tayler Gallagher sería todo sobre lo que trataría su vida?, se interrogaba disgustado.
—No —suspiró—, tengo un montón de cosas que hacer y pierdo el tiempo en esto— añadió, con sus ojos clavados en el cielo raso de yeso, como si mantuviera un monólogo abierto e hipnótico.
—¿Cómo qué? —interrumpieron tras el sonido del cerrojo anunciando el cierre de la puerta. Miró en su dirección con sorpresa, viendo a Sarah caminando hacia su lugar y coger espacio en la cama, sentándose a su lado —. ¿Vas a hacer tarea imaginaria y estudiar otro cumpleaños como santurrón?
—¿Cómo puedo ser un santurrón si soy ateo? —replicó haciéndole espacio. Ella llevaba una coleta, quedando aplastada sobre la almohada cuando cruzó sus pies con calcetas de rana.
—Quedándote en tus dieciocho enclaustrado en tu cuarto, estudiando. Estás a un título universitario de parecerte a un seminarista —bromeó cruzando también sus dedos sobre las costillas, girando el rostro hacia él, encontrando sus ojos verdes, reflejando una expresión mordaz.
Miles rodó los ojos.
—Lo que quiero estudiar no se parece ni por asomo a un seminarista.
Sarah sonrió ampliamente, llevaba sus labios pintados de rojo, haciendo juego con su cabello.
—Desde aquí te veo las alas, la aureola, ¿así te irás volando al cielo? —dijo picándole el estómago para hacerle cosquillas, consiguiendo una sonrisa.
—Exactamente así —respondió girando su rostro hacia ella también. Sarah lo observó igual, pero frunció el ceño, sentándose para preguntar a continuación:
—Oye, ¿qué te pasó aquí?
Tomó su rostro, las yemas eran suaves, y como siempre, olían a crema de manos, pero las removió de inmediato, aunque gentilmente.
—Nada, me golpeé con un libro. ¿Ibas a decirme algo más?
Lo observó un instante, incrédula, pero se volvió a recostar.
—Ah, te iba a pedir un favor. ¿Puedes sacar a los niños a pedir dulces? Insisten que quieren ir contigo; no conmigo— comentó haciendo puchero.
—Es así cada año, ¿por qué me lo preguntas?
—Uy —. Volvió a picar la costilla de su hermano, haciéndolo reír nuevamente—, soy educada, niño engreído.
Miles se carcajeó.
—No soy ningún niño, vieja gruñona.
Sarah abrió sus ojos de par en par, mirando a su hermano de forma soberbia, abriendo la boca.
—Ah, sí, sí. Eres un santurrón. O, ¡no, no!; un seminarista, el próximo diácono que enseñará en la iglesia de la vuelta—, replicó hincándole los dedos para hacerle cosquillas— donde esos vejestorios que te desagradan se juntan para charlar de la vida de otros en nombre de las buenas costumbres y la moral.
—Que soy ateo— repuso entre risas, intentando perezosamente esquivarla. Sarah se cansó, pero tomó sus mejillas apretándolas para continuar:
—Entonces has que se note, sal de noche a cometer pecados. No estudies por un par de días, o mejor, sáltate la escuela y ve al centro comercial con tus amigos.
—¿Por qué tendría? El centro comercial ni siquiera te gusta a ti, deja de molestar— repuso poniéndole la mano en la frente para que lo soltara, lográndolo—. Y para cometer pecados, debería de tener algún precepto religioso. ¿No eres la mayor?, ¿le darías estos consejos a tus hijos?
Ya más tranquilos ambos, Sarah bufó comenzando a reír de nuevo.
—Ni de remate, amor.
—Ya, vete— insistió Miles, corriéndola de la cama con el codo porque también quería ponerse de pie. Sarah cogió su brazo para detenerlo.
—Pero, en serio. ¿Qué harás hoy? ¿Qué tal si vemos películas sangrientas hasta tarde como en los viejos tiempos?
La simple idea sonaba engorrosa, y no tenía mucha pasión por la sangre como sus hermanas; sobre esos viejos tiempos, se refería a esas noches de brujas en que pasaban viendo películas repulsivas, entre las amigas de Sarah y otras de Ellie, se incluía a Tayler y él, a escondidas.
—…no lo sé. Lo que sea.
Se puso de pie caminando a su escritorio, dejándola sola en la cama para sentarse nuevamente en su silla ergonómica.
—Te prometo que no será nada vomitivo, sólo terrorífico.
—Que no lo sé, Sarah. Si tengo ganas, bien.
—Uy, que presuntuoso —protestó incorporándose, acercándose a la puerta para abrirla.
—Lo que digas —dijo girándose con la silla hacia el escritorio.
Sarah cerró la puerta por fuera, y entonces sus pensamientos dejaron de hacer ruido, más liviano.
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