El almuerzo fue una agradable comida preparada entre la abuela y su hermana mayor, compartiéndose tópicos que los gemelos sacaban al azar, entre caricaturas favoritas y lo que estuvieron haciendo con su padre las últimas tres semanas que se tomó de vacaciones de su oficio como policía; también conocieron a Tayler, Maddie quedando deslumbrada por su cabello, quien hizo reír a todos en la mesa por su inocente comentario: “Tiene el cabello de princesa”.
Aún horas después, Miles continuaba riendo de ello, sentado a solas en el escritorio del chico, y quizás fue quien más lo hizo de todos los presentes en la mesa, ya que Sarah le pateó a su lado, por debajo, pero ¿qué más podía hacer? Tayler no se molestó en lo absoluto; en efecto, los niños lo sacaron de su ensimismamiento y pusieron al “hermano mayor”; la mejor faceta que Miles pudo conocer en él.
Dennis, el hijo menor de los Gallagher, tenía cuatro o cinco años la última vez que pudo verlo deambulando por la casa del lado, la misma edad de los gemelos ahora. En la actualidad, ya tendría diez años.
¿Luciría igual que Tayler a esa edad? ¿Cómo sería su personalidad? ¿Un niño dócil, como demandaba su línea paterna? O, ¿sería tan temperamental como Tay?
Tuvo escalofríos con horror. «Tay», era como él lo llamaba cuando estaba de buen humor; cuando le hacía reír y jugaban en plenitud. «Tay», era ese lado frágil y amable, el mejor amigo, y el mejor hermano; incluso se transformó en la manera de cómo lo llamó Dennis; sin embargo, para Miles, ese título se destiñó como un trapo sucio.
Giró la página al libro de cálculo avanzado, una edición pasada de Princeton demasiado lleno de apuntes minúsculos y pósit de pasos a pasos útiles que se anotó durante las clases del décimo grado; aquel año más caótico en cuanto a estudios.
Se echó en el respaldo de la silla, estirándose y suspirando ante la simple evocación, por recontar todo aquel proceso que le tomó recorrer hasta alcanzar el curso más avanzado y demandante que ofrecía el programa de matemáticas en la escuela, a pesar de las adversidades; de los susurros de pasillo; de las miradas escrupulosas, maestros indiferentes y rumores maliciosos.
Tayler realmente se había tomado su tiempo esta vez al contestar su teléfono durante la tutoría. Atendía una llamada que pareció muy importante y misteriosa a juzgar por su manera de salir a contestar.
Llevaba más de diez minutos esperando a que volviera, observando su fea caligrafía de su cuaderno de ejercicios.
«Al menos deberían de premiarlo por escribir» pensó suspirando, evitando generarse conjeturas sobre quién más podría ser al teléfono, además de su madre Grace.
¿Se sentía molesto? Posiblemente. No le dio la oportunidad de saludarla; la tía Grace también formaba parte de su familia. ¿Qué podría costarle tanto un minuto de su tiempo para dejarle saludos o interactuar un poco? También quería enterarse si estaba bien o no.
¿O evitaba que oyese los chismes de sus amigos? Es que ni siquiera le interesaba.
Al pie de página, había garabateado algo extraño por ocio antes de la interrupción mientras le explicaba cómo aplicar la regla de L'Hospital en casos de funciones con límite indeterminado. «Idiota, conque eso hacías. ¿Por qué estás tomando este curso tan aburrido para ti?», meditó contemplándolo.
Seguramente la consejera Jones lo presionó; no lo habría hecho si no vislumbrara capacidades en él, pero ¿los chicos de arte también necesitaban rendir cursos avanzados de matemáticas?
No quería caer en un prejuicio, simplemente era un misterio para él; poco o nada había interactuado con compañeros de esas áreas; principalmente porque los evitó al gatillar mucho de su pasado.
¿Quién de su clase quería estudiar esos ámbitos? Ubicaba a algunos chicos, pero realmente no tenía idea si lo pensaba más a fondo. Realmente, nunca se había detenido a preguntarse ese tipo de cosas, ni sintió curiosidad de ellos.
¿Por qué lo pensaba ahora? Es que no podía imaginar con qué clase de chicos lograría congeniar Tayler, o si pudiese adaptarse al ritmo con semejante temperamento, o si dejase salir a ese «Tay» que se almacenaba en su memoria, como un pósit inservible, sin propósito.
Podría incluso estar juzgándolo mal, pero si tomaba en cuenta su estado en la actualidad, todo reflejaba que a empeoró. Sin dinero o influencias —si se metiera en más problemas—, el directorio no haría la vista gorda y, con sus padres lejos, fácilmente lo expulsarían.
«¿Por qué pienso estas cosas? —pensó de prisa—. Lo peor para mí, sería haber perdido un poco de tiempo por las tutorías» resolvió, advirtiendo a Tayler entrando con los ojos ligeramente irritados, enrojecidos.
—Lo lamento. No pensé que me tomaría tanto tiempo— comentó con una voz congestionada, aunque indiferente.
«Claro, claro. No te habrías ido a otro lado, de partida», pensaba mientras volvía a sentarse a su lado.
—¿Estás bien? —preguntó mirándolo, ahora estaban a la misma altura, hombro a hombro. Tayler frunció el ceño. ¿No debía él darle esa clase de mirada? Meditaba Miles ante aquellos iris azules.
—…sí. ¿Por qué?
—Porque parece que tu cara no sabe. Tienes alergia o te crees muy cool para llorar, elección tuya. De todas formas, no es mi asunto.
Sí; tampoco podía creer que lo hubiese preguntado realmente, pero de alguna manera, quería presionar. «Tampoco es como que me vayas a contar», pensó acomodándose los lentes que se habían desprendido un poco, volviendo su atención al libro.
El silencio dejó un margen de duda, sintiendo los ojos de Tayler aún, incomodándolo más, pero no haría caso. Pronto volvería a ignorarlo, como ya lo había hecho desde el principio.
El chico suspiró, levantando un poco de expectativa más en él, sus ojos lo repasaban, reflexivo; podía sentirlo, pero cuando tomó su lápiz y volvió a su cuaderno, se sintió un poco tonto de esperar a que soltara algo por su cuenta.
Daba igual. «Tay» fue todo el tiempo una ilusión; la idealización de alguien que ya no existía, o nunca existió.
En cualquier caso, nunca lo consideró realmente para contarle cosas importantes, reales, tangibles.
La tutoría de cálculo, por otro lado, no terminó con buen pronóstico; al parecer, Tayler no tomó atención, o no se tomó en serio sus ejercicios, de modo que Miles estuvo sintiéndose molesto el resto de la tarde ante el resultado mediocre.
Quiso irse a su cuarto en vez de darle un sermón. Pondría en orden el papeleo que debía terminar para su aplicación temprana a la universidad y entregárselo a la consejera el lunes sin falta; tres años y medio de trabajo duro, disciplina y exámenes con colocación avanzada, se resumirían en un par de hojas, prontas a definir su futuro.
Las arregló en un folio, guardándolo en el primer cajón del escritorio, sintiéndose algo vacío ante lo que acababa de lograr.
¿Qué seguiría luego? Esperar hasta enero del próximo año, manteniendo el ritmo de sacar A+ en todo hasta el mayo próximo, pero, aunque ya se terminaba, aún era una aburrida tarde de finales de octubre, oscureciéndose más lento de lo que era normal, para tratarse de los otoños.
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