Berlín, Alemania
La lluvia caía sin tregua sobre las calles de Berlín, formando riachuelos que serpenteaban por el asfalto mientras el rugido de una moto rompía el silencio de la noche. Era una Duncan negra, de líneas elegantes y desgastadas, restaurada con una precisión obsesiva. Sobre ella iba Kael Noctis, el rostro cubierto por el casco mientras su cuerpo parecía una extensión de la máquina.
Para Kael, la moto no era solo un medio de transporte. Era uno de los pocos recuerdos que le quedaban de su padre, un hombre serio y reservado, pero que a veces dejaba entrever una chispa de calidez. Recordaba vívidamente el día en que su padre, con una leve sonrisa, le entregó la llave de la motocicleta.
—Es tuya ahora, Kael —le había dicho, colocando una mano en su hombro—. Pero si quieres que corra, tendrás que arreglarla conmigo.
Kael había pasado semanas trabajando con su padre en el garaje, aprendiendo a desmontar y ensamblar cada pieza, riendo a ratos cuando cometía algún error. Fue una de las pocas memorias felices que pudo rescatar antes de que la oscuridad consumiera su vida.
El rugido del motor resonaba mientras Kael se alejaba de la ciudad hacia las carreteras secundarias. No tenía un destino fijo; simplemente huía de los fantasmas que lo perseguían. Pero los recuerdos siempre lo alcanzaban.
Tenía 14 años cuando su vida se quebró. Aquella noche, las sombras lo consumieron todo. Recordaba los gritos de su madre mientras sostenía la vieja espada familiar, un arma forjada hacía generaciones y transmitida como legado de los Noctis. Su madre, Anya, era una mujer fuerte y protectora, pero esa noche, incluso ella no pudo detener lo que ocurrió.
Kael había intentado proteger a su hermana menor, Anneliese, ocultándola detrás de un armario mientras las luces parpadeaban y la casa se llenaba de un frío indescriptible. Pero las sombras no respetaron el refugio. Cuando salió de su escondite, todo había terminado.
La última imagen que tenía de su madre era su cuerpo desplomado en el suelo, aún aferrando la espada. Anneliese… simplemente no estaba.
Desde entonces, el vacío lo había consumido. Se mudó de casa en casa, ignorado por el sistema que lo condenó a ser un número más. La frustración y el dolor alimentaron su odio hacia las estructuras que habían fallado a su familia. A los 22 años, Kael sobrevivía robando a aquellos que él consideraba parte del problema: políticos corruptos, empresarios sin escrúpulos, y cualquiera que se beneficiara del sufrimiento ajeno. Era un hacker excepcional, capaz de penetrar los sistemas de seguridad más avanzados, y usaba ese talento para equilibrar una balanza que sentía rota.
Kael frenó la moto en seco al llegar a un mirador en las afueras de Berlín. Desde allí, las luces de la ciudad se extendían como un océano brillante bajo un cielo cubierto de nubes densas. Apagó el motor y bajó de la moto, dejando que la lluvia lo empapara mientras el silencio lo envolvía.
Sacó la espada de su mochila, envuelta en una tela vieja pero cuidadosamente conservada. El acero aún brillaba bajo la lluvia, y pequeñas inscripciones en latín recorrían la hoja, un testimonio del legado de los Noctis.
Con la espada en una mano, sacó una fotografía del bolsillo de su chaqueta. Era una imagen desgastada de su familia: su madre con su cálida sonrisa, su hermana menor riendo, y su padre con una expresión seria pero orgullosa.
—Lo prometo, Anneliese —susurró, su voz quebrada—. Encontraré lo que nos hizo esto.
El viento sopló con fuerza, trayendo un frío antinatural que hizo que Kael apretara los dientes. Las luces de la ciudad parpadearon a lo lejos, y una sombra pareció moverse en el rabillo de su ojo.
—Kael… —la voz resonó como un susurro profundo que parecía surgir del mismo viento.
Kael giró rápidamente, con la espada en alto.
—¿Quién está ahí? —gritó, su voz desgarrando el silencio.
—Soy Érebo, la oscuridad que habita en cada rincón de este mundo.
Kael sintió cómo el aire se volvía pesado, y las sombras a su alrededor parecían alargarse, danzando en formas inquietantes.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó, su corazón latiendo con fuerza.
La voz de Érebo era seductora, casi amable.
—No es lo que yo quiero, sino lo que tú necesitas. El dolor que sientes, el odio que arde en tu corazón… son las semillas de un poder que pocos comprenden. Yo puedo darte la fuerza para encontrar la verdad… y la venganza.
Kael miró sus manos, donde las sombras comenzaban a moverse, envolviéndose alrededor de sus brazos como serpientes vivas.
—No quiero tu ayuda —dijo entre dientes, intentando contener el miedo.
—Y sin embargo, ya es parte de ti. Las sombras te obedecen, Kael. Si aceptas mi poder, descubrirás qué ocurrió aquella noche. Podrás enfrentarte a lo que destruyó a tu familia.
Kael cerró los ojos, luchando contra las emociones que lo consumían. La promesa de respuestas era tentadora, pero temía lo que tendría que sacrificar.
—Si acepto… —dijo con cautela—, ¿qué me pasará?
—Nada que no esté ya destinado para ti —respondió Érebo—. La oscuridad siempre ha sido parte de tu alma.
Kael respiró hondo, sus dedos apretando la empuñadura de la espada.
—Está bien. Lo acepto.
En ese instante, las sombras lo envolvieron por completo, y un dolor ardiente recorrió su cuerpo. Sentía que algo se desgarraba dentro de él, pero junto con el dolor, llegó una claridad que nunca había conocido.
Cuando las sombras se disiparon, Kael estaba de rodillas, jadeando. Pero algo en él había cambiado. Sus ojos brillaban con un tono oscuro, y su cuerpo parecía más ligero, como si la oscuridad misma lo fortaleciera.
Kael subió nuevamente a la moto, el motor rugiendo como un grito de desafío. Las sombras parecían seguirlo, bailando a su alrededor mientras aceleraba por la carretera.
—Encuentra a los demás —susurró Érebo en su mente—. El destino de este mundo depende de ello.
Kael no respondió, pero su mirada estaba fija en el este. Sabía que su camino apenas comenzaba, y que las respuestas que buscaba lo llevarían a lugares más oscuros de lo que podía imaginar.

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