Melina avanzaba por el bosque denso, tambaleándose entre raíces gruesas y hojas húmedas. El canto de los pájaros había desaparecido hacía horas. Todo estaba demasiado silencioso.
Estaba exhausta. Todo su cuerpo dolía. Brazo izquierdo roto, tres costillas fracturadas y un cansancio acumulado que hacía que hasta respirar pareciera una carga. El bosque la estaba matando lentamente.
Fue entonces cuando vio el cuerpo.
Tendido de lado, parcialmente cubierto por hojas, yacía un guerrero. La armadura oxidada, los ojos vacíos, y una espada aún aferrada a la mano muerta.
Melina se acercó, tratando de ignorar el dolor en las costillas.
— Alguien murió aquí... ¿fue reciente?
Se arrodilló con dificultad. Usó su habilidad.
Evaluación: Armadura pesada, acero. Integridad: 30%.
— Demasiado pesada para mí... — murmuró.
Evaluó la espada.
Evaluación: Espada larga, hierro y cobre fundido. Integridad: 18%.
— Esto apenas sirve como chatarra...
Fue entonces cuando algo brilló al lado del cuerpo. Una daga larga, parcialmente enterrada en la tierra.
Evaluación: Daga larga, acero puro. Integridad: 70%.
Melina sonrió.
— Bueno... no tengo armadura, pero tener un arma ya es mejor que nada.
Apenas tomó la daga, el arbusto detrás de ella estalló.
Un rugido agudo cortó el silencio del bosque.
Un lagarto gigante de cola roja emergió, lanzándose hacia ella con las fauces abiertas. Sus ojos amarillos eran salvajes. Su piel era gruesa como cuero endurecido, con espinas a lo largo del lomo.
Melina apenas tuvo tiempo de reaccionar.
Rodó hacia un lado, gimiendo. El dolor en el pecho hizo que su pulmón fallara. El lagarto cayó justo donde ella había estado, destrozando el suelo.
— Mierda... es rápido.
Se levantó con esfuerzo. La daga temblaba en su mano derecha. La izquierda, rota, no servía para nada. Era una pelea con un solo brazo.
El lagarto giró la cola. Melina intentó esquivar, pero la cola la rozó en el hombro, lanzándola contra un árbol. La madera crujió. Cayó al suelo con un golpe seco.
El dolor la hizo gritar.
La sangre le corría por la comisura de los labios. El hombro latía. Tosió. Probablemente una costilla había perforado algo.
— Levántate... levántate, Melina...
El lagarto volvió a avanzar, rápido como un rayo. Melina rodó a un lado, gimiendo con cada movimiento. Se apoyó en una piedra, esperando el momento justo.
Cuando la criatura pasó a su lado, clavó la daga en el costado de su cuello.
La sangre brotó caliente.
Pero el lagarto no murió.
Se sacudió con violencia. Melina fue lanzada al suelo una vez más. La daga quedó incrustada en el cuello del monstruo.
La criatura tambaleó, sangrando. Pero seguía en pie.
Melina también se levantó, casi desmayándose, con las piernas temblorosas. Respirar dolía. Cada paso era como caminar sobre espinas.
Aun así, corrió.
O al menos lo intentó.
Impulsándose con la pierna derecha, saltó sobre el lagarto una vez más. Agarró el mango de la daga con la mano buena y empujó con toda la fuerza que le quedaba.
— ¡MUERE!
El rugido final de la criatura sacudió el aire. El cuerpo cayó. El bosque volvió al silencio.
Melina cayó junto con él.
Permaneció tendida un instante. Solo escuchando su propio corazón.
La sangre del monstruo la cubría de pies a cabeza. Pero seguía viva.
Arrastrándose, siguió por el camino entre los árboles, y entonces la vio.
Una aldea.
Casas simples, hechas de madera oscura, con humo saliendo de algunas chimeneas. Una cerca de ramas separaba el lugar del bosque.
Sonrió, con alivio en los ojos.
— Una... civilización...
Dio dos pasos.
Y se detuvo.
El aire se volvió denso.
Como si el propio mundo hubiese contenido la respiración.
Giró el rostro, lentamente.
Ahí estaba él.
Una figura alta, cubierta por harapos oscuros. La capucha ocultaba el rostro, pero sus ojos brillaban en rojo puro, como brasas encendidas.
Una aura aplastante emanaba de su cuerpo. El suelo pareció temblar.
Melina cayó de rodillas. No por el dolor — sino por el puro terror.
Él dio un paso al frente.
Su voz fue baja, arrastrada, grave.
— “Humana...”
Continuará...

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