Había pasado más de un mes desde la última vez que James Carter tuvo noticias de los padres de Clara. Aquella mañana, mientras revisaba las vitrinas de su tienda de joyería, se detuvo de pronto, meditativo. Se acercó a Clara con la misma amabilidad que la caracterizaba desde que ella llegó a su vida.

—Iremos a ver si tus padres han dejado algún mensaje por telégrafo —dijo James con una voz grave, protectora—. Será mejor que vengas conmigo. Debo protegerte mientras vivas conmigo.

Clara asintió, aunque con cierta preocupación.

—Sí... pero, ¿quién se quedará en la tienda?

—Cerraré por hoy. Además, el telégrafo no está lejos de aquí. De paso, quiero estrenar el nuevo carruaje que compré para mi querido caballo Pegaso.

James se dirigió al establo a preparar el carruaje mientras Clara lo esperaba frente a la tienda. El silencio de la calle era inquietante, y el recuerdo de aquel individuo que la había asustado días atrás regresó con fuerza, haciéndole estremecer. Sin embargo, al poco rato, James apareció con el carruaje, elegantemente vestido. Se bajó y, con una galantería innata, ayudó a Clara a subir.

—¿Tú naciste aquí? —preguntó Clara con curiosidad mientras el carruaje comenzaba su andar.

—No, vengo de California. Mi padre tiene un negocio allá. Venimos de una familia de joyeros; mi abuelo también lo fue. Aprendí desde joven el oficio. Me formaron para llegar al público adinerado, y con el tiempo, innové nuevas piezas de oro y plata.

Un rato después, llegaron a una modesta casucha de madera donde un hombre de espesa barba y lentes gruesos operaba la máquina del telégrafo. Al verlos llegar, el hombre saludó con entusiasmo.

—Muy buenas tardes, joven James Carter. Tiene una carta.

El telégrafo se agachó a buscar la hoja, mientras James pensaba que por fin recibiría noticias de los padres de Clara. Pero el hombre lo desilusionó con una sonrisa compasiva.

—Es de su padre, como siempre. Puntual como reloj suizo.

—Por casualidad, ¿no ha llegado alguna otra carta para mí? —insistió James.

—No, joven. El único que le escribe es su padre —respondió mientras se acomodaba lentamente los lentes—. Y veo que ya tiene esposa. Nunca diga nunca al amor... y muy guapa, por cierto.

James carraspeó, interrumpiendo la charla con una risa tensa.

—Ella no es mi esposa. Es la hija de un cliente que debe venir a recogerla. Por eso preguntaba por noticias. Pero ya que estoy aquí, deseo enviar un telegrama a mi padre, agradeciéndole su saludo.

El telegrafista asintió y preparó su máquina. James prefirió escribir su mensaje en una hoja:

"Querido padre, estoy muy bien. Tengo muchas ganas de ir a visitarte lo antes posible y contarte lo que he ido logrando aquí. La vida no es fácil, pero tú me enseñaste que nada lo es. Me despido agradeciéndote, como siempre, tus mensajes de preocupación. Firma: James Carter."

El mensaje fue enviado, y James se despidió cortésmente.

—Tengo que volver a la tienda. Hoy debo terminar algunos encargos.

Durante el trayecto de regreso, Clara miraba hacia abajo, pensativa, aún afectada por el miedo reciente. Pero pronto recordó algo importante.

—Disculpe, ¿hoy no tiene una reunión con el grupo secreto de millonarios?

James giró el rostro hacia ella con una sonrisa firme.

—Sí, lo sé. Pero no puedo hablar de eso con nadie. ¿Sabes por qué?

—No... no lo sé —dijo ella suavemente.

—Envidia. La gente es muy envidiosa. Y ese tipo que te asustó, probablemente me esté espiando. No me sorprendería si vio cuando me regalaron ese hermoso caballo fino.

Al regresar a la tienda, James se puso a trabajar en nuevas joyas para la reunión del día siguiente. Clara, que barría en silencio, escuchó su voz desde el taller.

—¿Qué día es hoy, Clara?

—Jueves, señor James.

—La reunión es mañana viernes. Tengo tiempo para terminar unos obsequios para el señor Samuel Thomson. Por cierto, lo único que te prometo mientras vivas conmigo es cuidarte. Y si te portas bien, los domingos te enseñaré a usar un arma.

Clara sonrió ilusionada y prometió dar lo mejor de sí en el trabajo, y cocinar mejor cuando hiciera falta.

—Yo también cocino, ¿o crees que la cocina no es para hombres? Tengo el presentimiento de que algún día habrán mujeres sheriff. Seguro tú serás la primera... o una cazarecompensas. Aunque, para ser sincero, jamás he disparado a nadie. Solo amenazo para que no se acerquen a la tienda. En las mañanas trabajaremos en la joyería, pero en las tardes nos dedicaremos a la granja. Se están acabando las provisiones.

Clara asintió con energía.

—¡Claro! Cosechar es sencillo. En casa yo era la sirvienta... durante años me odiaron porque pensaba diferente. Pero aquí... aquí contigo, que no me ves como sirvienta, lo haré con gusto.

James estaba convencido de que pronto vendrían a recoger a Clara. Sin embargo, no podía evitar pensar que la extrañaría. Sabía llegar al público, sabía escuchar. Algunos se burlaban de él por tener a una "esclava blanca"; otros creían que era su esposa. Aunque ella era menor, no lo parecía. Y si nadie venía por ella... ¿y si realmente había sido abandonada por pensar diferente?

“Haré todo lo posible por verla feliz”, pensó James. Pero también sabía que no quería verla convertida en pistolera o arrastrada hacia el crimen.

Una hora después, dos figuras entraron a la tienda. Clara los recibió con cortesía, aunque con algo de temor.

—Buenas, mi nombre es Harry Osworld, y él es Hans Schroth. Somos amigos de James Carter. Le vendemos oro y plata para sus joyas. ¿Se encuentra en casa?

—Un momento, le aviso, señor Harry —dijo Clara, conteniendo su inquietud.

Antes de que pudiera ir a buscarlo, James apareció tras la cortina que separaba la tienda de su taller.

—Hola, llegaron justo a tiempo. Tengo pedidos que terminar, pero busco ampliar mi mercado a otros condados.

—Este mes fue difícil conseguir oro —dijo Harry mientras encendía un cigarro—. Con tanta competencia, subí mis precios.

—No importa. Eres el único en quien confío. Sé que dices la verdad.

—Eso es porque ahora es más difícil conseguir esclavos que entren a las minas —respondió con frialdad. Luego, señaló a Hans—. Pero mi amigo tiene buenas noticias.

Hans, con voz tranquila, sacó un pequeño saco y lo abrió con cuidado.

—Conocí a un vendedor que trae piedras preciosas de la India y China. Muy pocos se atreven a cruzar el mar con estas bellezas. Mira: jade verde y jade azul.

James quedó impresionado.

—Bien, hagamos negocios rápido. Aún tengo que terminar varios encargos para mañana.