Samuel Thomson recibió la noticia de que Clara había comenzado a estudiar. Leía con entusiasmo y conversaba con los sabios como si lo hubiera hecho toda la vida. Sonrió con satisfacción al escuchar el informe de uno de sus compañeros de la logia.
—Cumple con una de las cualidades esenciales para ser parte de nosotros —dijo Thomson, reflexivo—. James también lo hace, participa en nuestras reuniones, aunque es increíble lo bien que se desenvuelve con ese círculo de mentes brillantes.
—¿Y si le enviamos un telegrama a James para que la visite? —sugirió su joven acompañante.
—Lo pensé también… me pregunto si no habrá comenzado a sentir algo por ella. Clara no es solo simpática e inteligente, también tiene coraje.
Mientras tanto, James seguía trabajando. Por primera vez, sentía un vacío difícil de explicar. Siempre fue un hombre solitario, acostumbrado a valerse por sí mismo, pero últimamente… algo le faltaba. No, no era visitar a su padre. Era otra ausencia la que lo inquietaba: la imagen de Clara volvía a su mente como un eco cálido e insistente.
El envidioso Henry seguía merodeando. Primero se acercó con una sonrisa falsa, queriendo trabajar a su lado… pero apenas James lo rechazó, empezó a burlarse de él. “Pobre solterón”, decía con desprecio. “Qué pena, esa mujer ya no se le ve por ninguna parte.”
James apretaba los dientes. Quería gritarle la verdad, desenmascararlo como el secuestrador de Clara. Pero sabía que si Henry descubría que ella estaba viva, la buscaría. Así que solo murmuró:
—No sé de ella… se fue con otro hombre. Qué le voy a hacer.
Henry salió de la tienda sonriendo, convencido de que estaba ganando. “Ese negocio, sus ideas… serán mías”, pensó. “Le haré la vida imposible. Total, está solo.”
Pero la vida da sorpresas. Entre las cartas que James recibía de su padre, llegó un telegrama de Samuel Thomson:
“Clara está mejor que nunca. Se ha ganado el respeto de todos en la logia. Conversa con sabios y está leyendo libros de alto nivel. Tiene un futuro brillante.”
James sintió una alegría que le recorrió el cuerpo como una llama suave. Una emoción nueva, desconocida… y hermosa. Respondió con gratitud, agradeciendo el cuidado y la atención que le daban a Clara.
Mientras tanto, en el salón privado del hotel, uno de los abogados mayores de la logia, Edgar Belmont, conversaba con Clara.
—La logia no es solo fuerza —le decía con voz pausada—. Es estructura, justicia, y defensa del equilibrio.
Le entregó algunos libros antiguos: “Derecho Natural y Justicia Oculta”, “El arte de la argumentación”. Luego añadió con una sonrisa amable:
—Clara… el mayor poder no es hacer temblar con una bala… sino con una palabra bien dicha.
Edgar notó que algo en su mirada brillaba con tristeza, una sombra que parecía más antigua que sus años. Se inclinó un poco, y con voz serena le dijo:
—Nadie tiene una vida perfecta. Pero a veces, contar lo vivido a alguien de confianza… puede sanar más que mil discursos. Si deseas, cuéntame algo de ti. Prometo que quedará entre nosotros.
Clara respiró hondo. Sus ojos se humedecieron, y con voz suave, como quien desentierra una herida olvidada, comenzó a hablar:
—Nací en una familia donde había dos hermanos. Aldo y Alphonse. Mis padres solo querían hijos varones. Su sueño era que fueran profesionales, hombres de negocios… dignos del apellido. A mí nunca me desearon.
Pausa. El aire se volvió más pesado en la estancia.
—Siempre fui alegre, confiada, incluso simpática. De niña cuidaba a mis hermanos, aunque ellos eran mayores. Pero crecieron… y algo cambió. Se llenaron de celos. Algunos chicos de buena familia querían acercarse a mí, hacerme regalos, incluso llevarme con ellos… pero yo no quería ser ama de casa. Quería aprender a disparar, defenderme, vivir libre.
Tragó saliva. Su voz tembló.
—Mi padre nunca me enseñó nada. Me aislaba, como si yo fuera una vergüenza. Y mi madre… solo callaba.
Edgar Belmont escuchaba en silencio. Clara continuó, ya sin poder contener las lágrimas:
—Hace poco vi cómo una niña era golpeada en la calle. Fue como mirarme en un espejo… algo dentro de mí se rompió. Su dolor era el mío.
El silencio llenó el salón. Edgar entonces dijo, con voz firme y templada:
—Eres valiente, Clara. Afrontar todo eso… no es fácil. Pero en ti hay algo más grande que el dolor: hay una fuerza que quiere transformar el mundo.
Clara levantó la mirada, aún con lágrimas, pero con una voz firme:
—Quiero que hombres y mujeres sean iguales ante la ley. Pero también los niños. Quiero que, si sus padres los rechazan o los maltratan, la ley los proteja y les dé un nuevo hogar. Donde puedan recibir amor.
Edgar la observó en silencio, como quien ve nacer una luz.
—Tienes visión, Clara. Algunos dirán que es fantasiosa… pero yo sé que no descansarás hasta lograrlo.
Lejos de allí, el hombre que había secuestrado a Clara decidió no regresar con Henry. Sabía que había fallado y, aunque tenía el dinero, había perdido a su equipo en el desierto. Prefirió huir lejos de Texas, a un sitio donde jamás pudieran encontrarlo.
Mientras tanto, en un salón de mármol y caoba, Henry Blackwell hacía girar un anillo de oro en sus dedos con una sonrisa torcida.
—No han vuelto a verla —susurró con deleite.
No sabía si estaba muerta, desaparecida… o protegida. Pero el silencio lo perturbaba. Su orgullo no toleraba la idea de haber fallado.
“Maldita mocosa,” pensó. “Si se fue… es porque piensa volver. Pero yo… yo la estaré esperando.”

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