El sonido de las bestias retumbaba más allá del oscuro sendero; un gruñido sordo y desagradable se mezclaba con la lluvia ácida que amenazaba con tocar mi piel. Cada crujido de ramas secas bajo sus pies me hacía acelerar el paso, completamente consciente de que el tiempo se me agotaba. Tenía que apurarme—el anochecer no perdonaba a nadie, y esas criaturas insaciables acechaban ante el más mínimo descuido.
Por suerte, la aldea ya estaba a la vista, sus siluetas borrosas destacando contra el cielo enfermizo. Pero no era un refugio seguro; siempre había alguien dispuesto a quitarte lo poco que tuvieras. Las puertas, ya rotas y medio colapsadas, apenas ofrecían protección, y las miradas desconfiadas de los otros sobrevivientes eran tan filosas como cualquier arma. Aun así, era mejor que arriesgarse a vagar por aquel maldito lugar. Mi respiración se volvió más pesada mientras me acercaba, pero me mantuve firme, recordándome que debía seguir—por el bien de mi hermano.
La entrada a la aldea siempre había sido un lugar sombrío, pero ese día se sentía distinto. Dos hombres me miraron con ojos lascivos, sus miradas llenas de deseo. Me trajo recuerdos que preferiría haber olvidado, pero no podía permitirme sentir miedo. No por mí, sino por mi hermano menor, cuya salud empeoraba cada día. Cerré los ojos y tragué mi incomodidad al cruzar la puerta, sintiendo cómo cada paso me arrastraba más hacia este sitio.
Me dirigí hacia la choza derruida, la misma que no duraría mucho más. Cada noche, la madera crujía bajo el viento helado, y a veces me preguntaba si sería la última. La puerta, ya desgastada y casi caída, se abrió con un quejido, y en cuanto entré, lo vi.
Ahí estaba—mi hermano—tendido en la cama, cubierto por una manta raída. Sus ojos cerrados, el rostro pálido, y aunque su respiración era débil, la tos persistente lo mantenía atrapado.
Me acerqué en silencio, temiendo despertarlo, y revisé su temperatura. No había mejorado, pero al menos no había empeorado. Eso ya era algo, me dije, aunque sabía que el tiempo se agotaba. Suspiré aliviada y caminé hacia la cocina, que en realidad no era más que una esquina con algunas ollas viejas y rotas. Los platos estaban hechos trizas, y la comida—si es que podía llamarse así—era un montón de sobras que no durarían más de unos pocos días. El agua… apenas quedaban dos litros, lo que significaba que tendría que volver al pozo. No había otra opción, pensé, mirando la botella casi vacía.
¿Cuántos días más podrá resistir mi hermano? La pregunta me carcomía, pero traté de no dejar que la desesperación me corrompiera. No podía derrumbarme.
¡Cof, cof!
Una tos seca interrumpió mis pensamientos. Rápidamente miré hacia la cama. Era él—mi hermano. La tos lo había despertado. Su cuerpo ya débil temblaba bajo las sábanas, pero sus ojos seguían cerrados, como si luchara por aferrarse a la poca fuerza que le quedaba.
—No puede ser... —el nudo en mi garganta se apretó con fuerza, y la desesperación me ahogó. Me sentí vacía. Mis ojos se enrojecieron, pero logré contener las lágrimas. No podía llorar. No ahora... no por mí, sino por él.
Necesitaba encontrar una solución pronto. Quizás ir a un hospital… pensé, pero deseché la idea de inmediato—el más cercano estaba a más de treinta kilómetros, y no había garantías de encontrar lo que necesitaba.
Salí de la choza con la cabeza en las nubes. Nada venía a mi mente, y una incomodidad constante se apoderaba de cada rincón de mi cuerpo.
Caminé por las calles polvorientas de la aldea, que alguna vez fue un lugar lleno de vida, de risas y movimiento. Ahora, todo estaba muerto. Cada rincón parecía una sombra del pasado—gris y en decadencia, un reflejo patético de este mundo. Los necrófagos acechaban afuera, y a veces se infiltraban, obligando a todos a esconderse antes del anochecer. Antes del crepúsculo, las luces se apagaban y el silencio envolvía el lugar como una niebla espesa.
Sin saber qué hacer, me dirigí a la residencia del jefe—el hombre que nos había acogido en los primeros días. Aunque sabía que sonaría desesperada, estaba decidida a pedir ayuda. Si podía salvar a mi hermano, daría todo lo que tenía—aun si eso significaba vender mi cuerpo.
Al acercarme, escuché una conversación filtrándose por las grietas de la puerta, y algo dentro de mí se congeló al instante.
—¿No habrá más raciones? —dijo alguien. La voz era hueca, perdida, como si ya no tuviera fuerzas para luchar. El hambre había consumido a todos, igual que el aire fétido que respirábamos.
La escasez de comida ya era evidente, y con los constantes ataques de los necrófagos, las cosas solo empeoraban. En estos días, los rumores sobre un muro en la fortaleza del norte se esparcían como fuego—quizá la gente solo intentaba aferrarse a algún tipo de esperanza en medio de este caos.
En ese momento, mi corazón dio un vuelco al escuchar la voz del jefe. Algo en su tono había cambiado. Sonaba diferente—como si hubiera perdido completamente la cordura.
—Hoy… Edén ha sido condenado —dijo con voz profunda, su figura proyectando sombras en la tenue luz—. La ira de Dios ha caído sobre nosotros. —Su voz se elevó, resonando en la habitación con fanatismo.
—¡La plaga arrasó el mundo y es nuestra culpa! ¡Nosotros causamos esto! —Las palabras brotaban de su boca, llenas de furia, aunque en ellas quedaba un rastro de tristeza—como si nacieran de un remordimiento profundo y persistente.
Guardó silencio por un momento y miró a todos los presentes, pero nadie se atrevió a hablar. Solo estaban ahí, con la mirada baja, atrapados en su propia miseria.
—¡Esta aldea necesita fe… FE! —gritó, casi perdiendo el control. Mientras observaba esa locura desarrollarse a través de las grietas de la puerta, no podía entender cómo alguien podía cambiar tan drásticamente de la noche a la mañana.
—¡Adoremos al Creador con un sacrificio! ¡Es lo único que puede salvarnos! —Su voz se tornó delirante, y por las bisagras de la puerta pude ver cómo su mirada se había vuelto inyectada en sangre—como si hubiera cruzado la línea entre la desesperación y la locura.
¿Qué demonios le había pasado? Ese no era el hombre amable y sensato que una vez conocí. Parecía completamente intoxicado, ahogado en un fanatismo crudo que lo consumía por completo.
—Jejeje… —una risa baja, casi ronca, escapó de sus labios. El sonido se volvió más agudo, más desagradable. —Ya que todos están de acuerdo… propongo… —su sonrisa se ensanchó, retorcida, como si la idea realmente lo emocionara de una forma siniestra—. ¡Echemos fuera a ese niño… al inútil… al que solo está tirado en su choza, desperdiciando lo poco que nos queda!
¡Clack!
—¿¡Quién anda ahí?! —la voz se cortó de golpe, aguda y alarmada, como si alguien hubiera alterado el poco control que le quedaba.
En un mundo desgarrado por un desastre que lo cambió todo, la esperanza es un lujo que pocos pueden permitirse. Samantha camina entre ruinas, sombras y traiciones, con un solo objetivo que le da sentido a cada día: sobrevivir. Pero en un lugar donde la humanidad ha sido reducida a su instinto más primitivo, hasta lo más pequeño puede significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Una historia de supervivencia, desesperación y fuerza silenciosa, donde cada paso es un riesgo… y cada decisión, un precio.
Comments (0)
See all