—¡Marie, espera!
Fueron inútiles los intentos de Isaac por detenerla.
A toda velocidad, atravesó breves pasadizos hasta llegar a una puerta: una horrible tabla de madera descolorida. La abrió al instante, pero la emoción se esfumó en segundos al ver lo que ocultaba.
La visión se incrustó en su mente.
Sobre la cama yacía una joven delgada de cabello blanco como la nieve, con brazos y piernas cubiertos de moretones. Una red de venas verdosas resaltaba sobre su piel pálida. Pero lo peor eran sus ojos, inyectados en sangre, moviéndose con desesperación de un lado a otro.
—¡¿Qué estás haciendo aquí?! —le gritó una mujer cuyo nombre Marie había olvidado por el impacto.
—Yo… eh… buscaba a Charles…
Antes de que llegara otro grito, una voz emergió en su defensa.
—Perdónala, Rosa —dijo Gregor—. Buscábamos a Charles. Se ha perdido.
Rosa, encargada del personal médico del área, cerró la puerta con furia, no sin antes arrojar unas palabras al líder:
—Solo los médicos tenemos permitido ver a los que sufren la transformación.
¿La transformación?
Marie recordó que Charles se la había mencionado, pero jamás había visto a alguien padecerla.
Isaac apareció de pronto y, tomándola del brazo, la alejó de la habitación.
—¡Suéltame, Isaac! —reprochó Marie, reaccionando al fin—. Debo ver a Charles.
—¡No es el momento! —contestó él.
Marie, aún en shock, sintió desconcierto. Su amado no había reaccionado así antes. Pensó en iniciar una pelea, pero la idea de estar equivocada la detuvo.
Por suerte, Gregor intervino de nuevo para evitar que la tensión explotara.
—Talvez si lo sea—dijo fijándose en Isaac.
—Ella no está lista —replicó él, firme, pero sin alzar la voz.
Marie no entendía de qué hablaban.
—¿Lista? ¿Lista para qué?
Gregor solo la miró, sin responder. Hubo un intercambio silencioso entre los dos chicos, hasta que Isaac finalmente soltó su brazo y exhaló, derrotado.
—Acompáñame —dijo el joven de ojos color miel, echando a andar.
Ni Marie ni Isaac pronunciaron palabra alguna. Solo siguieron al líder.
—La picaron —explicó Gregor—. Eso le pasó a Ada. No sé si Charles te habló de ello, pero así se ve alguien que recibió la picadura de los Penitentes.
—¿Se salvará? —preguntó Marie en un hilo de voz.
—No lo sabemos.
Marie tragó preguntas… pero igual habló.
—¿Y el antídoto?
Gregor mantuvo la mirada al frente. Serio. Frío. Inmutable.
—Creíamos que no existía, hasta que hace un año un novato llegó con una caja que decía “antídoto”. Dentro había cuatro inyecciones. Las guardamos sin saber para qué servían, hasta que la desesperación nos empujó a usar una.
—¿Qué pasó? —interrumpió Marie.
Gregor no moduló su voz:
—Michael fue picado. Estábamos resignados a su descenso a la locura. Pensamos en desterrarlo. Pero tuve una idea.
Isaac bajó la cabeza. No por miedo, sino por memoria.
—Usé a Michael como sujeto de prueba. Tenía la teoría de que el antídoto lo salvaría de la transformación. Y la puse a prueba.
—¿Falló? —susurró Marie.
—Todo lo contrario. Fue un éxito. Borró todos los síntomas. Dos días después, estaba normal.
Marie no entendía por qué él narraba como si describiera una pesadilla. Un final feliz convertido en epitafio. Recordó entonces que ella no conocía a Michael. Pensó que simplemente lo olvidó entre tantos habitantes en el área, pero igualmente se arriesgó a preguntar.
—¿Y dónde está Michael ahora?
Esta vez fue Isaac quién respondió manteniendo el mismo tono frío que su compañero.
—Porque se suicidó el mismo día en que se recuperó.
El silencio cayó como una compuerta de hormigón. Pesado. Sin aire.
Gregor se detuvo frente a otra puerta.
—Llegamos.
La abrió.
Ahí estaba Charles, recostado en una cama. Las mismas venas verdosas trepaban por sus brazos, como raíces tóxicas bajo la piel. A un lado, un médico joven les hizo una seña de silencio.
Charles estaba despierto, pero atrapado en el dolor: solo emitía balbuceos y aullidos ahogados.
Marie sintió que las piernas se le quebraban. Pero se obligó a quedarse.
De pronto, entre jadeos y sonido roto, Charles pronunció algo distinguible.
—Hermana.

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