Aquella era una de esas mañanas por las que merecía la pena vivir.
A pesar de lo lejano que quedaba aún el verano, las altas presiones regalaban a nuestra pequeña parte del mundo con un día envidiable. La gente paseaba ajena a todo, llevando en sus brazos las ropas de abrigo que les estorbaban. Jerseys atados a la cintura, chaquetas abiertas de par en par, camisas remangadas y sacadas fuera de la cintura.
Era una mañana exacta a la anterior, y a la anterior, y a la anterior, e igual a como serían la posterior, y la posterior, y la posterior...
Y, después, sólo sombras.
Las tinieblas le rodeaban, acosándole por todos lados. Miedo. Era todo lo que tenía. Miedo de no saber qué era lo que pasaba. Miedo de no saber qué le pasaría. Miedo porque, lo único que sabía, era que no le gustaría.
Pero despertó. De nuevo, estaba vivo. Y no sabía si alegrarse. No sabía si perder el miedo. No sabía si era ahora cuando estaba muerto.
Sólo sabía que estaba confuso. Pero ni tan siquiera de eso podía estar seguro.
- Los calmantes que le hemos suministrado le dejarán aturdido por algún tiempo.
Sólo veía una fuente de tenue luz arriba suyo. Todo cuanto miraba alrededor aparecía borroso a sus ojos.
- Espero que no vuelva a suceder nada parecido.
Le pareció que eso era la voz de su madre.
Intentó decir algo, pero de su garganta sólo salieron gemidos y balbuceos.
- ¿Hijo? ¿Me oyes, Lázaro?
No veía a su madre. Sólo una mancha que le tomaba la mano. Pero, ¿era eso su mano? Desde luego, no era ahí donde la sentía.
Pero sintió los labios maternos rozar sus dedos.
Después, de nuevo las sombras.
- ¡Ihh...!
Con un lastimoso quejido, Lázaro volvió de nuevo al mundo de los vivos. El brusco movimiento con que despertó hizo que su cabeza golpease la de alguien a quien no pudo ver hasta entonces. Y la vio.
- ¿Ángeles? - logró preguntar.
La niña aún intentaba recuperarse del susto.
- Sí, Lázaro - respondió ella, dibujando una amplia sonrisa -. Soy yo.
Algo andaba mal. Parecía Ángeles. Hablaba como ella. Pero esta era mayor. Ángeles sólo tenía quince años, y aquella a la que veía era toda una mujer.
- No te muevas de aquí - dijo la chica -, ahora vengo.
Lázaro seguía confuso. Intentó incorporarse, pero los brazos no le respondían. Así que se limitó a observar a su alrededor.
Parecía estar en una habitación de hospital. Conectado a un gotero y a otro par de cacharros. Algo le picaba en la cara y le hacía cosquillas alrededor de las orejas, pero no tenía fuerzas ni para rascarse.
Una vez más, despertó. Esta vez, estaba sólo. La habitación estaba oscura, pero lo suficientemente iluminada como para poder distinguir algunas formas a su alrededor. Se sintió extraño. Se veía los pies demasiado lejos. La cara le seguía picando. Se llevó la mano a las mejillas para rascarse, y se llevó una extraña sorpresa: aquello estaba lleno de pelo. Y sus brazos, cubiertos por cantidad de marcas y extraños símbolos negros. Tenía ganas de ir al servicio. Hizo acopio de fuerzas y se apoyó en sus brazos. Un desagradable hormigueo, una molesta sensación de debilidad, recorrió su cuerpo cuando consiguió al fin levantarse. Entonces se sintió mareado. Los colores se confundieron en su mirada cuando la cabeza le comenzó a arder. Y los hombros. Sentía sobre ellos el peso de una enorme carga inexistente. Se dirigió hacia la puerta que le quedaba más cerca, pero el dolor en sus brazos le recordó que seguía atado al gotero. Pudo ver entonces un botón rojo que pendía de un cable junto a su cama. Se acercó, y lo pulsó.
Cuando la enfermera abrió la puerta, se lo encontró de pie, apoyado en la pared.
- ¿Qué estás haciendo? Acuéstate.
Le agarró de la cintura y le condujo de vuelta a la cama. Lázaro intentó decirle algo, pero de su garganta no salió nada que la enfermera pudiese entender.
- Ahora mismo llamo al doctor. Estate tranquilo. Tu familia está aquí. Están deseando verte.
De nuevo tumbado en la cama, Lázaro miraba la puerta por la que salió la enfermera, deseando seguirla y salir de ese lugar extraño...
- ¿Y tú sólo querías ir a mear? - preguntó Alfonso.
- Sí. Y la enfermera, en vez de ayudarme a llegar al water, va y me lleva otra vez a la cama. Menos mal que me pude volver a levantar, porque, si no, es que me meaba encima.
Las risas de los amigos llenaban la habitación del hospital. Habían pasado ya tres días desde que Lázaro se despertara lleno de dolor y confusión.
Entonces, una enfermera distinta a la que estuvo a punto de hacer reventar a Lázaro, entró en la habitación de muy mal humor.
- ¡Ya está bien! ¡Ahora sí! El horario de visitas acabó hace casi dos horas. El paciente debe descansar.
- Por mí no te preocupes, Juanita - respondió Lázaro -. Que llevo seis años durmiendo... y sólo tres semanas de cachondeo, dicen.
- No, de todas formas - dijo Palma -, nos tenemos que ir. Y tú, sigue con tu buen humor - le dijo a su amigo mientras se despedía con un gesto de la mano. Ya vendremos a verte otro día.
- Vale...
- Yo volveré mañana - dijo Ángeles -. Todavía tengo muchas cosas que contarte.
- Hasta otro día, Laza - se despidió Luis.
- Te hemos echado mucho de menos - se emocionó “Lotra” mientras abrazaba a su amigo.
Cuando Ángeles, Susi, María, Luis, Palma, Alfonso, Nuria, “Lotra”, Antonio, Tato, Gema, Jose, Vicente y el Pera abandonaron la habitación, esta se quedó tan sola que, de nuevo, Lázaro tuvo la sensación de soledad que tuvo los últimos días de su antigua vida. Y tal vez se habría echado a llorar si en ese momento la puerta no se hubiese abierto de nuevo.
- Hola, Lázaro - saludó Ángeles -. Me he olvidado el bolso -. La chica entró a la habitación y avanzó hacia la silla en la que seguía la pequeña mochila negra. Era increíble. Ángeles se había transformado por completo. Bueno, eso no era del todo cierto. Seguía siendo ella. No había cambiado nada. Sólo que ahora llevaba el pelo más corto y la ropa más ceñida. Entonces, ¿por qué le resultaba tan distinta? -. ¿Por qué me miras así?
- ¿Qué?
- Me miras de una forma muy rara - dijo sonriendo.
Lázaro levantó la barbilla, mirando su cuerpo pequeño y macizo, su pelo corto y sus enormes ojos claros.
- Estás muy guapa.
Ángeles sonrió.
- Gracias. Tú estás mejor así.
- ¿Así cómo?
- Así, afeitadito y peladito.
- Eso es verdad. ¿Por qué tenía esas pintas cuando me desperté? Aquí me han descuidado un poquito.
- Bueno, lo del pelo era porque, bueno, antes de eso, decías que te querías dejar el pelo largo. Y lo de las barbas, es que esas tres semanas... ¿De verdad que no te acuerdas de nada?
- De verdad que no me acuerdo de nada - respondió Lázaro -. No me acuerdo de nada desde la noche del coma.
Ángeles se acercó a la cama y se sentó en ella. Clavó sus ojos en los de Lázaro. Se echó hacia delante y abrazó el cuello de su amigo, besándole en la mejilla, llena de cariño y ternura.
- No vuelvas a hacernos esto - le susurró al oído.
- No tengo la intención - sonrió.
Volvieron a mirarse a los ojos. Ángeles acarició el pelo de Lázaro, mientras desviaba la mirada a sus antebrazos.
- ¿Tampoco recuerdas nada de esto?
Lázaro miraba los tatuajes que cubrían su piel.
- No tengo ni idea. Pero son chulos, ¿eh?
- Cuando desapareciste el mes pasado no los tenías. ¿De verdad que no recuerdas nada?
Lázaro miró a los profundos ojos de su amiga.
- ¿Te lo ocultaría?
- Pero algo debes recordar...
- Ángeles...
- Haz un esfuerzo.
Lázaro calló.
- Tal vez más adelante recuerde algo - asintió al fin.
Ángeles sonrió.
- Me voy. Ya volveré mañana. Esto estará más tranquilo, sin los hipócritas de tus amigos.
- Son unos hipócritas, ¿a que sí?
- Di que sí, que en seis años apenas han venido a verte.
- ¿Y tú sí has venido?
- Un par de veces.
Golpearon a la puerta. Ésta se abrió y apareció Palma.
- Ángeles, ¿qué pasa con el bolso?
- Ya voy. Bueno, hasta mañana, Laza.
- Hasta mañana.
- Nos vemos, guapetón - se despidió Palma.
- Eso espero, portento de la naturaleza.
En ese momento apareció en la puerta el padre de Lázaro. Sonrió a las amigas de su hijo mientras soltaba una bolsa y se desprendía de la chaqueta.
- Hola, Angelita.
- Hola, Paco. Bueno, hasta mañana.
Lázaro estaba perplejo.
- ¿Y esas confianzas? - preguntó el hijo una vez las chicas salieron.
- Bueno, tú sabes. El contacto -. Se acercó a su hijo y le dio un beso.
- ¿Cómo que el contacto? Oye, no te habrás propasado con mis amigas, ¿eh? - rió Lázaro.
Su padre sonrió.
- ¿Ha venido mucho por aquí?
- ¿Ángeles? Sí, bastante.
- Ah, ¿sí?
- Todos los fines de semana estaba un rato contigo. Sentada en esa silla. Mirándote. A veces te hablaba. Te contaba los chismes, sus problemas, de todo. Siempre que entraba y estábamos aquí tu madre y yo, nos saludaba y luego te saludaba a ti, y te daba un beso, como si te fueses a levantar y devolvérselo. Pero, claro, eso era sólo cuando pasó un tiempo. Al principio, sólo te miraba. Y a veces lloraba.
- Ya...
- Te quiere mucho.
- Sí, bueno. Hace mucho que nos conocemos. Once años... bueno, diecisiete.
- Todavía no te acostumbras, ¿eh?
- Compréndelo. Ahora tengo veintitrés años. Me he pasado el final de mi adolescencia aquí postrado. Al final me perdí el cambio de milenio - sonrió irónico -. Si no podía ser. ¿Me has traído eso?
- ¡Ah, sí, toma! - dijo Paco mientras sacaba de la bolsa un cuaderno escolar y algunos bolígrafos y lápices - ¿Para qué quieres eso?
- No sé, por si me aburro.
Lázaro abrió el cuaderno y contempló las hojas blancas y limpias.
- Sin cuadros, como te gusta.
- Perfecto.
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