Isabel era, para Lázaro, una de las personas más increíbles que se habían cruzado en su camino. Le resultaba demasiado fácil hablar de la belleza que, no sólo irradiaba, sino que también inspiraba. Por eso, en cuanto la vio, no pudo dejar de llenar aquel cuaderno sin cuadros con dibujos que representaban a la chica del pelo castaño.
“Lo más lindo que hay”, pensaba.
Pero había más. No sabía qué. Tal vez la forma que tenía de moverse, de hablar, de reír.
Tal vez lo que sintió tras verla aquella noche en la que volvió a la calle. Cuando la reconoció. La única comparación que se le ocurría era “como si me hubiesen aplastado el pecho y vuelto a abrir para que respirase aire fresco”.
No era muy poético, pero lo suyo era el dibujo.
Así, intentó plasmar en las hojas de la libreta el singular encanto de aquella criatura celestial, de aquel sueño de viento y fuego. De luz y de carne.
¿Se estaría obsesionando?
“Como Warren”, pensó, observando el bello y simpático retrato que hizo de su amiga, vestida con una cota de malla, al estilo del dibujante americano.
Pero no le satisfizo.
Aún así, le gustó. Y lo firmó, anotando la comparación anterior.
Fue hojeando el cuaderno hacia atrás, y leía todas las anotaciones al pie de los retratos de sus amigos, entre los que destacaban los de Isabel.
“Como Campbell..., como Bermejo..., como Madureira..., como Hagiwara..., como López..., como Katsura..., como Jim Lee..., como Yamada..., como Manara...”
¡Qué bueno se consideraba!
Incluso había un retrato coral de todos “como Ibáñez”.
Fue entonces cuando le dio por mirar las primeras hojas. Aquellas en las que garabateara durante sus primeros días despierto.
Y se notaba que no hubiese cogido un lápiz (ni nada) durante seis años, ya que los trazos eran imprecisos, dando a sus dibujos un aspecto bastante tosco.
“¡Claro, joder!”, se recriminó a sí mismo. “¡Hay que ser idiota! ¿Cómo no me he dado cuenta antes?”
Ahí estaba la clave de su sueño. En esos días, aún atontado por todo, se puso a pintar monas, para, más que nada, recuperar cuanto antes la agilidad manual.
¡Tal vez dibujaba su sueño!
Ahí estaban, justo antes del retrato de Ángeles “como Al Rio”, el primero que hizo tras salir, justo unas horas antes de ver a Isabel...
En el último retrato veía a una mujer mayor. Era como aquella que intentaba poner orden entre los niños. ¿Pero quién era? No le sonaba su cara en absoluto. Salvo por lo que recordó mientras charlaba con Hugo. No era posible que se la hubiese inventado. Llevaba los blancos (al menos, no coloreados) cabellos cortados. ¿Guardaría luto?
El dibujo anterior mostraba a una niña que abrazaba una muñeca de trapo a la que le faltaba una pierna. Sus grandes y tristes ojos lloraban, aunque, aún así, parecía ser feliz. Pronto se limpiaría los mocos con la manga y se iría a jugar con los demás.
Lázaro cerró el cuaderno. ¿Qué le hizo pensar eso?
Lo abrió por la misma página en la que estaban la niña y la muñeca lisiada. Retrocedió una página más. Allí estaba representado el interior de aquel templo pagano. Es decir, eso era lo que pensaba Lázaro. ¡Por supuesto, él nunca había estado allí!
La página anterior mostraba, por el contrario, la fachada de la iglesia. Ese viejo edificio no tendría que haber sido siempre una iglesia. De hecho, parecía mucho más antiguo que el mismo templo pagano. Salvo por la cruz... ¡Al menos en el dibujo!
Una página más atrás, y se encontró con más niños. Al parecer, el lugar estaba lleno de ellos. Debía de ser un lugar muy feliz. Todos los niños reían. Incluso le pareció ver en otro dibujo a la misma llorona. Se saltó un montón de páginas en las que suponía más críos.
“¡Joder si había dibujado esos días! Ya me podría haber dado por mirarlos antes...”
Abrió el cuaderno por la primera página.
Y allí estaba ella.
¿No era aquella que le había preguntado dónde se había metido, aquella con la que se veía a escondidas en el templo pagano, aquella de los oscuros rizos?
¿Y quién carajo era esa?
Lázaro decidió que demasiado tenía ya con obsesionarse con Isabel, como para acabar igual con aquél dibujo, así que cerró el cuaderno, lo depositó sobre la mesa y encendió la tele.
No estuvo mucho tiempo encendida, ya que no había nada digerible. ¿Qué iba a haber en pleno verano, a las siete de la mañana?
¿Ya eran las siete? ¡No era posible! ¿Se había pasado toda la noche dibujando? ¡Qué animal!
Llegó a casa a las tres, pero no tenía ganas de irse a dormir. No había visto a Isabel ni a las demás, así que luego Lázaro no tenía ganas de meterse en la cama a darle vueltas al asunto. Prefirió dibujar un rato antes de acostarse. Y había perdido por completo la noción del tiempo. Y lo más curioso era que no tenía demasiado sueño. Claro, que la mañana anterior la pasó entera durmiendo... igual que pasaría aquella.
O eso, al menos, intentaría. Pero Ángeles apareció en su cuarto levantando la persiana a unas horas intempestivas.
Con media cara aplastada contra la almohada y la otra media cubierta por el tatuado brazo, dejando al descubierto tan sólo un ojo que pugnaba por mantenerse abierto, Lázaro contuvo la sarta de maldiciones al adivinar la figura de aquella persona que más deseaba ver en ese momento.
- Creo que es el segundo día que te despiertan así – observó Ángeles.
Lázaro sonrió.
- Angelita... ¿qué te trae a estas horas, que son para dormir?
- ¿Qué dices, chulo, que es la una y media?
- Bueno, pues nada.
- Venía a traerte esto – dijo poniendo un cuaderno sobre la mesa -, y a echarte la bronca.
Lázaro estaba confuso. ¿Era ese cuaderno lo que él pensaba?
- ¿Por qué?
- ¿Desde cuando nos conocemos?
- ¿Desde... 1989?
- ¿Y desde cuando eres mi mejor amigo?
- ¿Desde... el 97?
- Lo que hacen nueve años de profunda amistad.
- Bueno hija... si quitamos los seis... -. Ángeles detuvo a Lázaro con un gesto de la mano.
El pobre muchacho, temiéndose lo peor (¡el cuaderno que trajo!), se limitó a ponerse unas bermudas.
- ¿Qué pasa?
Lázaro no creía que, en ese cuaderno, pudiese haber nada que Ángeles no supiese ya. No al menos como para ponerse así.
- ¿No tienes nada que decirme? -. El rostro de Ángeles era una máscara de furia.
Lázaro se encogió de hombros.
- ¿Lo siento?
Aturdida en un principio, Ángeles rompió a reír.
- ¿Qué pasa?
- No, nada.
- ¿Tiene algo que ver con eso? – preguntó Lázaro señalando al cuaderno que reposaba sobre la mesa.
- No, hijo, nada. No hay nada ahí que no me hubieses contado ya, ni nada por lo que no te hubiese podido abroncar ya.
Ángeles se sentó en la cama, junto a Lázaro.
- Pero tú me ocultas algo.
- Eso es verdad.
- Tú estás enamorado de mi prima.
“¿Enamorado?”. A Lázaro no se le habría ocurrido decir tanto.
- Vale – prosiguió Ángeles -. En el diario mucho “Isabel es muy guapa, muy simpática y muy todo...”. Pero, cabroncete, tú estás enamorado de mi prima y no me has dicho nada.
La sonrisa en los labios de Ángeles no era la que Lázaro estaba acostumbrado al recibir una bronca.
- ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
- Bueno – Lázaro se encogió de hombros -. A lo mejor, porque, al ser alguien más cercano a ti... no sé. Me daba cosa.
- ¡Qué tonto eres! – rió Ángeles, que no podía dejar de pensar en el asunto -. ¡Qué bueno! – susurró.
Lázaro miró con ojos maliciosos a su amiga.
- ¿Te ha comentado algo Isabel?
- Que le caes muy bien. Y yo me tengo que ir. Que tengo que comer.
- ¡Espera y quieta ahí! ¿Cómo que te tienes que ir? ¿Qué te ha dicho Isa?
Ángeles miró sonriente a los ojos de Lázaro.
- No te lo puedo decir.
Lázaro respiró hondo.
- ¿Por qué no?
- Porque me lo hizo jurar – respondió Ángeles, saliendo del cuarto de su amigo.
- ¡Hey! ¡Espera, quieta ahí! – exclamó él saltando de la cama y saliendo en persecución de su amiga -. ¿Qué te hizo jurar, exactamente?
- Vamos, Laza, no seas crío – iba diciendo Ángeles mientras era perseguida por su amigo por toda su casa -. ¡Adiós, Magda! – se despidió de la madre de Lázaro.
- ¿Ya te vas?
- Sí. Hasta ahora. Y tú – dijo dirigiéndose a Lázaro -. Dile a tus amigos que hoy salimos todos juntos, que nos vamos a bailar -. Le dio un beso en la mejilla como despedida -. Y ponte guapo – susurró a su oído.
Lázaro vio como, tras abandonar Ángeles su casa, su madre se le quedaba mirando.
- ¿Qué?
- No. Nada...
“Aventino” era un sitio nuevo. Al menos, para Lázaro, lo era.
- ¿Qué clase de sitio es este? – preguntó a Susi.
- Es un pub que abrió hará dos años. Te gustará.
La verdad, desde fuera, tenía buena pinta.
Por el momento, sólo habían llegado Lázaro, Susi, el Pera, Tato, Marta y Alfonso, pero aún era pronto para soltar a los perros.
- Contestadme a una cosa – dijo Lázaro -. Chayanne ya ha pasado de moda, ¿verdad? - No tengas miedo – respondió Tato -. Te gustará.
Lázaro no se fiaba.
- Por allí llega esta gente – anunció Susi al ver acercarse al resto del “Pabellón psiquiátrico”.
- Bueno – dijo el Pera -. Ahora sólo faltan estos tíos y estas tías.
- Hola – saludó Isabel besando las mejillas de Lázaro mientras acariciaba su brazo tatuado -. ¿Cómo te va?
- Muy bien. ¿Y a ti?
Isabel se limitó a sonreír, sin dejar de tocar el brazo de su amigo.
- ¿Será posible? – se preguntaba Lázaro en voz alta, mientras señalaba el vaso de cocacola que tan caro le costó -. ¿Y cuánto se supone que habría costado en pesetas?
- Pues no creas que es caro – respondió Alfonso, encogiéndose de hombros.
Ese no fue el único incidente de la noche. Para empezar, Hugo y Rocío llevaban toda la noche bailando juntos. Era sospechoso, teniendo en cuenta el tiempo que hace que cortaron. A Lázaro, en el fondo, aquello no le preocupaba, ya que, últimamente, Rocío parecía volver a ser la que era antes. Esperaba no equivocarse. Por otro lado, el Pera volvía a exagerar con su estado de embriaguez. Eso tampoco le molestaba, ya que alegraba el cotarro con su interpretación.
El “Aventino” era parecido a una discoteca, ya que contaba con una extensa barra y una amplia pista de baile, que lo mismo valía para bailar que para cualquier otra cosa, pero esa noche no estaba muy llena, como solía pasar en verano, en el que la gente prefiere salir de la ciudad hacia las vecinas. La amplitud del espacio permitía a Lázaro y a sus amigos moverse a sus anchas por la pista bailando los ritmos que inundaban la sala.
Afortunadamente para Lázaro, no había ritmos caribeños, salvo algunas canciones reggae, pero esas le gustaban.
- ¡Hola, tío! – saludó Ángeles.
- ¡Hola, niña!
- ¿Es que no piensas sacar a bailar a mi prima?
- Sí, claro, luego.
- Luego, ¿eh?
Dicho esto, Ángeles se acercó al barman, que estaba junto al equipo de música, y pareció decirle algo. Este respondió con señas que después.
Cuando terminó de sonar Staring at the Sun de Offspring, una suave melodía sintética dio paso a la voz de un hombre que cantaba con dulce voz, adelantándose a unos acordes de guitarra, mitad duros, mitad delicados, y al sonido de la batería. Fue en ese momento cuando notó que alguien le tiraba del brazo. Era Isabel.
- ¡Baila conmigo! – le pidió.
Ni aún buscando, Lázaro habría podido encontrar motivos para negarse. La tomó de la cintura y se dirigieron a la pista de baile.
- ¿Qué es esto? – preguntó Lázaro a su compañera de baile.
- Mi canción favorita, Resurrection, de HIM.
Era una canción que parecía hablar de amor, de pasión. Y la bailaban juntos. ¿Por qué tenía Lázaro la impresión de que hablaba de él?
Tal vez por el título.
La canción era muy bonita, lenta, pero con ritmo. Lázaro se sentía como si bailase con un sueño, que apoyaba la cabeza en su pecho.
Ambos flotaban por la pista de baile, como guiados por ángeles, sin importarle en absoluto las miradas de los demás. Pues no había nadie más.
En los estribillos, Isabel se movía más de un lado a otro, arrastrando a su amigo resucitado con él.
Lázaro se sentía extraño. No había sentido eso nunca antes. ¿Era aquello la verdadera felicidad? Tal vez aún estaba por llegar. Y él había pasado tanto tiempo fuera...
No cabía duda para Lázaro, la canción hablaba, de alguna forma, de ellos.
Y si no hablaba, hablaría.
En el que parecía el último estribillo, Isabel apretó su cuerpo contra el de Lázaro, como si hubiese esperado años para hacerlo. Apretaba su rostro contra el pecho de su amigo, como queriendo ocultar su mirada.
Cuando la canción anunciaba su final, Isabel miró a Lázaro. Sus ojos estaban tristes, pero alegres. Un pequeño destello asomaba en su lagrimar. Sí, estaba triste, pero estaba alegre. Rodeó con sus manos el cuello de Lázaro. Y sus labios se fundieron en un beso que duró más allá de la canción, incluso cuando la música cambió su ritmo y la canción se tornó en otra llena de alegría, sin dejar de sonar el mismo grupo, y la pista se llenó de gente, Lázaro e Isabel permanecían unidos en el beso.
Se separaron y se miraron durante unos instantes.
- Esta ya es otra canción – anunció Isabel.
- Pues no he notado la pausa – respondió Lázaro.
- Es que van pegadas.
- Pues como si fuera la misma.
Y se siguieron besando, hasta que esta otra canción dejó de sonar.
- Te quiero.
- Y yo a ti.
Comments (0)
See all