Lázaro llamó a la puerta, y recibió permiso para entrar desde el otro lado. El joven entró en el despacho, donde le esperaba un hombre de unos treinta años, con el pelo despeinado y la barba descuidada.
- ¿Doctor Velázquez? – preguntó Lázaro tímidamente.
El hombre levantó la mano y negó con la cabeza.
- Jose Ángel, si no te importa. O Josan, mejor. Tú eres Lázaro Sanjuán, ¿a que sí?
- Sí.
- Entra. Hombre. Pasa y siéntate.
Lázaro entró al despacho del psicólogo. Las paredes estaban decoradas con un montón de fotos de niños y un par de posters de arte contemporáneo. Cerca de la mesa, había un butacón con aspecto de ser cómodo. Sobre ella, aparte de un montón de papeles, había un cenicero con la inscripción “No fumes, ¡coño!” en el fondo, un pañuelo para las gafas y un paquete a medias de chicles de nicotina.
El médico intentó poner en orden el maremágnum que tenía sobre la mesa sin hacer mucho caso de su paciente.
- Bueno – dijo finalmente -. Lázaro.
Jose Ángel tenía una costra de mugre en las gafas que impedían que mirase a los ojos con su interlocutor.
- ¿Sí?
- Es interesante tu caso.
- Me lo imagino.
- No, en serio. A ver si me equivoco: pasas seis años en coma, tras los cuales desapareces del mapa, y, de repente, a las tres semanas, apareces sin más recuerdo de lo que pasó que unos tatuajes en los brazos, ¿no? ¿Se me olvida algo?
- Sí – respondió Lázaro, al darse cuenta de que el psicólogo olvidó lo que a él le parecía lo más interesante.
- ¡Ya! Esos sueños, ¿no? -. El gesto del médico se llenó de intriga al mencionar los sueños.
- Sí.
- Bueno, tal vez no tenga tanta importancia.
- Pues...
- Pero habrá tiempo para hablar de eso. Bueno. Lo primero que tengo que decirte es que es la primera vez que oigo algo semejante. Porque no debe suceder todos los días que un paciente que lleva seis años en coma se levante de buenas a primeras y desaparezca durante... bueno, creo que eso ya lo he dicho. Pero lo que me tiene más mosqueado es lo de los tatuajes. ¿Me dejas verlos?
Lázaro, confundido por las palabras del médico, extendió sus brazos hacia él. Jose Ángel los observó detenidamente. No parecían representar nada concreto. Eran un gran montón de símbolos repartidos a lo largo de sus antebrazos.
- No he visto nada parecido – dijo finalmente.
- ¿Sabes qué pueden ser?
- Podrían ser ideogramas, como los kanji japoneses y chinos, las runas o los jeroglíficos egipcios.
- Ya.
- Pero es sólo una idea. Podría ser cualquier cosa. Supongo que los conocerás mejor que yo, ¿no?
- Sí.
- ¿Qué has podido observar?
- Bueno... no mucho, sólo que son parecidos, del mismo estilo, pero no hay dos iguales.
- ¿Y no te habían dejado ninguna cicatriz? – preguntó Josan, sin apartar los ojos de los brazos de Laza.
- No. Es como si llevasen aquí todo ese tiempo.
Jose Ángel examinó detenidamente aquellas marcas.
- Son todas del mismo tono – anunció el médico.
- Ya.
- Menos esta – añadió, señalando una similar a la “Y”, aunque con tres líneas ondulantes transversales, que se encontraba junto a la muñeca de Lázaro.
Laza la observó durante unos segundos. Era azul, como todas las otras, pero de un tono menos intenso.
- Es verdad – dijo -. Pero juraría que todas eran iguales.
- No creo que se haya desteñido – respondió Jose Ángel -. Pero, ¿estás seguro de que todas, eran iguales?
- Sí... aunque ahora lo empiezo a dudar.
- Bueno, no pasa nada... supongo. Y dime, ¿qué tal te ha ido desde que despertaste?
- Un poco raro. Pero bien, por lo general.
- Cuenta.
- Bueno... al principio, todo era muy confuso. Cuando desperté, no recordaba nada. Mi madre me dijo que pregunté por ella, pero dudo que recordase ni su cara. El caso es que no recordaba nada, pero, a medida que veía a la gente, lo recordaba todo.
- ¿Cómo?
- Sí, bueno, al principio, no le daba ninguna importancia. Supuse que sería normal. Pero, cuando me encontré a mis amigos, recordé de golpe cada una de sus vidas. O mi novia. - ¿Qué pasa con ella?
- Bueno, llevo saliendo semana y pico con ella, pero, antes del coma, ya nos conocíamos. Es la prima de mi mejor amiga, y me gustaba bastante, pero no me acordaba de ella en absoluto, hasta que la vi, y ya llevaba tiempo despierto. Y mi ex, lo mismo. Ni siquiera recordaba la cara de mi mejor amigo, hasta que le vi en una foto. Y no recordaría ni que existió si no fuera porque me hablaban mucho de él.
- Interesante – dijo Jose Ángel, anotando algo en un cuaderno.
El médico se cruzó de brazos y apoyó los codos sobre el escritorio.
- Háblame ahora sobre esos sueños.
- ¿Mis sueños? Bueno. Lo único que te puedo decir es que parecen muy reales. En todos ellos me veo a mí y a mis amigos viviendo en el campo, como en una época antigua. Bueno, en verdad, sólo he visto a Hugo, mi mejor amigo. También hay una mujer. No sé quién es. Sólo te puedo decir que tiene el pelo castaño oscuro, largo y rizado. Antes creía que era Olga, mi ex novia, pero ahora no lo creo. Tenía unos dibujos con todo lo que veía, pero me los he dejado en casa.
- A ver si me los podrías traer la próxima vez.
- Claro. Otra cosa de esos sueños es que nunca me doy cuenta de que estoy soñando. - Bueno, eso es normal. No es fácil distinguir el sueño de la vigilia. Lo dijo Descartes.
- Ya.
- Pues mira lo que vas a hacer. Vas a coger un cuaderno, y no te vas a separar de él. Y vas a anotar en él todo lo que vayas recordando. Y todas las semanas me lo vas trayendo. Y ahora, si no te importa, me tengo que ir. Tengo que hacer un montón de cosas y voy fatal de tiempo.
- Claro – dijo Lázaro, levantándose.
El psicólogo también se levantó, sacó un maletín de debajo de la mesa y metió los chicles de nicotina, el cenicero y todos sus papeles.
- ¿Por qué haces esto? – preguntó Lázaro.
- ¿Llevar tu caso?
- No, llevarlo gratis.
- Ah, sí – sonrió -. Eres mi tesis. O parte de ella, vamos.
- Todavía no eres doctor.
- Emm... no. Espero que no te importe.
- No... bueno, no sé.
- Este despacho ni siquiera es mío.
- ¿De qué va la tesis?
- De sueños y tal, y su influencia en la vida real. Y viceversa.
- Ah... No sabía que hiciese falta una tesis para ejercer de psicólogo.
- Yo no soy psicólogo.
- Hombre, ya...
- No, digo que no estudio psicología.
- ¿No?
- No.
- ¿Y qué estudias? – Lázaro buscó la palabra -. ¿“Onirología”?
- Eso es una rama de lo mío.
- ¿Y qué...?
El sonido del teléfono interrumpió a Lázaro. Josan lo miró y, tras tres señales, lo descolgó.
- ¿Sí? ... No, ahora mismo no está. ... Estará al caer. ... ¿Yo? Un estudiante. Estoy usando su despacho. ... ¡Claro que lo sabe! ¡Si fue él mismo el que me lo cedió! ... Venga, espere que anote...
- Josan – llamó Lázaro en voz baja -. Que yo me voy.
- Venga, hasta el martes. Y no te olvides de los dibujos. ¡No, no es a usted! ... Sí, dígame...
- Y, si no era psicólogo, ¿qué demonios era?
- No lo sé. Cuando me lo iba a decir, sonó el teléfono. Ya le preguntaré el martes.
- Ohú... ¡que mal suena eso...!
Aquella noche hacía mucho calor, y la luna llena iluminaba el camino de la pareja hacia la casa de la chica.
- ¿Qué tal ha quedado la casa?
- ¿Qué?
- Tu casa.
- Ah, muy bien. A ver si la ves cuando vengas a conocer a mis padres.
- Sí, ya...
- Vamos, niño, no te pongas así – dijo Isabel -. Llevamos ya más de una semana y todavía no te conocen. Ya sé que es pronto, pero van a pensar que salgo con un... con algo que no enseñaría a mis padres.
Lázaro sonrió.
- ¿Y qué pasa con los tuyos? – añadió Isabel -. Voy a pensar que te avergüenzas de mí.
- ¡Pues mira..! – rió Lázaro. A lo lejos se veía ya el portal del edificio de Isabel. Ya se había acostumbrado a acompañarla hasta la de su abuela.
Una vez junto a la puerta, Isabel miraba de un lado a otro sin fijar la mirada en ningún punto en concreto.
- ¿Ya estás mejor? – preguntó Lázaro recordando que no hacía ni media hora esa muchacha le estaba pidiendo que la acompañara a su casa, pues se sentía muy mareada.
- ¿Qué? – preguntó Isabel, que en ese momento se dedicaba a darse puñetazos en la palma de la mano -. ¡Ah! Sí.
Isabel podía notar algo extraño en Lázaro. No esperaba un beso de despedida. Sin embargo, permanecía en silencio, como esperando a que ella hablara... si es que tenía que decir algo.
- Laza...
- Dime.
- En verdad, no estábamos de obras -. Lázaro parecía comprender, aunque esperaba no arrastrarse por las ilusiones -. Y mi abuela no vive donde creías. Allí vivo yo.
- ¿Qué...?
- Aquí ya no vivimos. Nos mudamos hará tres meses -. Isabel miró al edificio que se erguía junto a ellos -. Aquí sólo quedan algunos muebles viejos.
- ¿Dices que...?
- ¿Tú que crees? – sonrió ella.
- Bueno... -. Lázaro no estaba del todo seguro de lo que quería Isa, pero sospechaba algo.
- ¿Quieres subir?
La vieja cama crujió al sentarse Isabel, que, lentamente, se despojaba de su camiseta de licra, dejando al descubierto un sencillo sujetador marrón. Sus movimientos eran lentos y serenos, aunque las manos parecían temblarle un poco. Lázaro, por su parte, tardó una eternidad en desabrochar cada uno de los botones de su camisa. Se la arrancó del cuerpo cuando aún quedaba uno, que salió disparado sin que la pareja le diese mayor importancia. De un sencillo a la vez que sensual movimiento de sus pies, Isabel se quitó las sandalias, mientras que su novio sufrió para quitarse los tenis. Tras quitarse los pantalones, Isabel se tendió sobre el desnudo colchón en espera de su amante, que no la hizo esperar demasiado. Lázaro se acercó a la cama, recorriendo los flancos de su amada con sus manos, clavándole la mirada, y besándola tiernamente, mientras que, sufriendo un poco, recorría la espalda de Isabel en busca del modo de quitarle el sostén. Tras un minuto de lucha sin cuartel, Isabel no pudo evitar reír ante la inutilidad que presentaba su querido a la hora de llevar a cabo tan sencilla maniobra. Ella misma, con una sonrisa en los labios, se llevó las manos a la espalda, buscando con la derecha la de Lázaro, mientras que, con la izquierda, efectuaba un sencillo movimiento que desabrochó el maldito sujetador. Lázaro fue, sin embargo, el que, lentamente, despojó a Isabel de su penúltima prenda. Y, para cuando quiso darse cuenta, sus pantalones se deslizaban hacia sus pies, sin que él hubiese ni tocado el cinturón. Con su brazo derecho, Lázaro rodeó la cintura de su novia, mientras que, con la otra, la desnudaba por completo. Una vez así, Isa se arrastró como una serpiente por lo que quedaba de cama, hasta que su cabeza ocupaba el lugar en que solía haber una almohada. Por su parte, su novio rebuscaba algo en el pantalón. Sacó la cartera, extrayendo de ella el “Bienaventurado”, que era como él llamaba a ese trozo de látex del que tanto esperaba desde que lo compró hacía una semana. Mientras, con una sonrisa, Isabel había sacado un pariente del mismo de su bolso. Lázaro sonrió mientras se tendía junto a Isabel, alegre, pero sin sonrisa. Ella sí sonreía. Sus cortos cabellos eran recorridos suavemente por los dedos de Laza, que, finalmente, poniendo su mano tras su cabeza, fundió sus labios con los de ella. Durante un rato, sus manos recorrían los cuerpos del otro, y sus pieles mezclaban sus sudores, reflejando la pálida luz de la luna, que entraba libremente a través de la ventana desnuda, como única iluminación en lo que fue antaño la habitación de Isabel.
Una hora larga después, ni Lázaro ni Isabel habían vuelto a abrir la boca. Tras la experiencia, ambos permanecían en silencio, limitándose a observarse mutuamente sin poder dejar de sonreír. Finalmente, fue Isabel la que apoyó su cabeza contra el hombro de Lázaro, aunque sin intención de volver a mezclar sus cuerpos. Si no tan sólo de tener aún más cerca al causante de aquello que sentía.
- Isa... – dijo él al fin.
- Dime.
- ¿Puedo preguntarte una cosa?
- La respuesta es que sí.
- No iba a preguntarte eso. Ya me había dado cuenta que era también la primera vez para ti.
- ¿Y qué me ibas a preguntar?
- Bueno, me dijiste que los otros dos con los que estuviste, que cortaste porque iban muy rápido. Y, bueno, nosotros...
Isabel cerró los labios de Lázaro usando los suyos propios.
- Calla, tontorrón – dijo ella -. Creía que te darías cuenta por ti mismo.
- ¿De qué?
- Ay... desde luego, a los hombres os lo tenemos que explicar todo... ¿No te has dado cuenta que yo no podía haber estado con esos dos?
- ¿Por qué?
Isabel dibujó en su cara una media sonrisa.
- ¿Pues por qué va a ser? Porque te quería a ti.
- ¿A mí?
- Claro.
- Pero si estaba en coma.
- Ya. Y fue entonces por lo que me di cuenta de que yo te quería a ti. Por eso dejé a Josele.
Lázaro no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.
- Y ahora no pienses más en eso. Descansa. Y prométeme que, al amanecer, estarás junto a mí.
Lázaro sonrió.
- Claro, mi Cielo.
El silencio volvió al viejo cuarto de Isabel. Ahora ella dormía dándole la espalda, mientras él rodeaba su cintura con su brazo. En espera de que el sueño le devolviese junto a su amada.
Tuvo que vivir dos vidas para hacerlo, pero, finalmente lo hizo. Pero aquello no era lo más importante. Estaba más enamorado que nunca. Con la oreja de Isabel a escasos milímetros de sus propios labios, le dio, sin embargo, por pensar. ¿Estaría tan enamorado de la mujer de su sueño?
Estuvo con ella aquella tarde en la que las grises nubes cubrían el cielo, allá en las montañas. Desde ahí arriba veían cómo la gente del pueblo se preparaba para la inminente tormenta. Mientras ellos no hacían caso de las nubes que anunciaban malas noticias.
Hasta que fue demasiado tarde.
La tormenta estaba ya sobre ellos. Y el viejo templo carecía desde hacía mucho de un techado. Y la cabaña de Lázaro estaba demasiado lejos.
Pero no tan lejos estaba el granero de Lucas. Allí se dirigieron corriendo, con sus cuerpos totalmente mojados.
Una vez dentro, comenzaron a quitarse las ropas, sin atender a que estaban los dos juntos. Cuando lo advirtieron, se acercaron lentamente el uno a la otra, y se fundieron en un abrazo. Se ocultaron en un cálido rincón, entre balas de paja, y allí yacieron juntos. Lázaro le pasó la mano por la cara, apartándole los mojados cabellos, que ocultaban su rostro, y la miró.
Era Isabel...
Lázaro despertó, inmóvil. Se sentó lentamente en el colchón, y miró a Isabel, tumbada boca abajo a su lado. Totalmente desnuda, con la cara hacia donde estaba él. La podía ver con el pelo largo, rizado, y más oscuro. Era lo único que las diferenciaba. El pelo de aquella con la que estaba en ese momento era más corto, liso, y un poco más claro.
Lázaro se preguntaba qué podía estar pasando. ¿Sería sólo su imaginación? ¿Habría transformado inconscientemente a aquella que soñaba hasta ser aquella a la que amaba?
Finalmente, se tendió sobre el colchón, rodeando el cuerpo de Isa con su brazo, y acercándose a ella.
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