- Laza, ¿te quedas ahí?
- ¿Qué? ¡No, bajo, bajo!
Corrió el último tramo de escaleras hasta ponerse a la altura de Tato.
- ¿Y cómo es eso?
- No lo sé, Lázaro, pregúntale tú si tanto te interesa.
Unos golpecitos en la puerta de la calle sacaron a Lázaro de su ensimismamiento.
- Esta noche tiene que caer – le dijo Tato mientras se dirigía a la puerta.
Lázaro le siguió casi corriendo. No podía esperar el momento para hablar con Nuria.
Salió por la puerta, y el aire calentado por el sol no le aliviaba de la náusea.
La supurante herida en la espalda de Marcos tenía muy mal aspecto. La sangre manaba como espuma verde. Y ese olor...
Pero no era eso lo que provocaba fatigas a Lázaro.
Sino ese médico.
Su aspecto siniestro no era nada comparado a la actitud que mostraba. “Trata al enfermo, no a la enfermedad”, era lo que siempre decía Isabel. Este ni tan siquiera se preocupó por Marcos. Sólo veía la herida envenenada, no al hombre que la sufría.
- ¿Quién podría haber hecho algo así?
Lázaro se giró para ver salir mareado al padre David.
- Eso mismo me preguntaba yo – respondió Lázaro.
- No ha sido un animal.
- Está claro que ha sido un hombre. Y uno que entiende del tema.
- ¿Como quién? Por aquí sólo Isabel conoce las plantas y sus mezclas.
- Sí, pero ella siempre dice que no sólo de hierbas se sacan remedios y venenos. También de algunos animales, insectos y reptiles, más que nada, e incluso de algunas piedras y minerales.
- ¿Y quién crees...?
- Está claro: ese tal Pablo tiene algo que ver.
David no supo qué contestar. Respiró profundo y siguió hablando.
- No te dejes arrastrar por tus sentimientos.
Lázaro le miró de reojo, mientras el cura se sentaba en el suelo. Lázaro se sentó a su lado.
- Sé que temes que se lleve a Isabel lejos de ti, pero no por ello debes acusarle.
- Vamos a ver, padre, tú siempre piensas más rápido de la cuenta. Ese tío acaba de llegar, y sí, ya le odio, pero no por ello tengo que acusarle. Creo que ha sido él. Y creo que ha sido él porque Isabel no podía ser, porque estaba conmigo en el momento del ataque, desde la mañana. Yo estaba con ella cuando Lucas vino a buscarnos, y llegué con ella al pueblo. Luego, sin que nadie le avisase, llega este... médico.
David no supo que decir.
- ¿Por qué dices “ataque”?
- Bueno, padre, está claro que no se cayó encima de un cuchillo envenenado.
- Pudo haberse caído encima del arado sucio.
- Mira, padre, no pienso seguir discutiendo esto contigo. Sé que sólo buscas la verdad y la justicia, pero, como siempre te he dicho, sigues un camino equivocado -. Se levantó -. Y, ahora, si me disculpas, voy a ver a la mujer que amo, que no aguanto que siga un momento más con ese tío.
Dicho esto, Lázaro se dirigió a la puerta de la cabaña entró.
Una vez dentro, el humo y el ruido le abrumó un poco. Pero estaba decidido, así que no pudo demorarlo un sólo momento.
- Nuria.
La chica se volvió un poco sorprendida. Estaba charlando con “Lotra”, tan tranquila, junto a la barra, cuando Lázaro la interrumpió.
- ¿Qué quieres? – preguntó ella, con una sonrisa.
Por un momento, Lázaro se detuvo a pensar.
“¿Y qué le digo ahora?”
- Hola – dijo.
“Muy bien, Laza, dos cojones...”
- Hola – respondió Nuria extrañada.
- Adiós – dijo “Lotra” haciendo mutis.
- ¿Qué me querías decir? – preguntó Nuria al cabo de unos segundos.
- No, nada, sólo que hace mucho tiempo que no charlamos, ni nada...
- Bueno – dijo, tomando un sorbo de su bebida -, pues dime, ¿qué tal te va todo?
Era un primer paso, después de todo. Lázaro sabía que lo que se le presentaba no iba a ser fácil, un trabajo delicado, pero ya había dado el primer paso.
- ¿Cómo que no quieres que me vaya?
- Isa, está claro, ¿cómo te vas a ir? ¿Y dejarme aquí solo...?
- Ay, Lázaro... – dijo ella sentándose en las rodillas de su amado -, pero si pareces un niño... hace ya años que tus padres tuvieron que irse. Ahora yo podré verlos todos los días, ¿no te alegras?
- Sí, claro, me alegro de que todo lo que amo se aleje de mí – contestó bajando la mirada.
- ¿Y por qué no vienes conmigo? Así también tú podrás ver a tus padres. Seguro que te echan mucho de menos.
- No puedo irme de aquí.
- ¿Por qué no?
- Porque aquí está mi vida.
Isabel borró la sonrisa de sus labios.
- ¿Tu vida? Pues, si no están tus padres y no estoy yo, ¿qué te retiene aquí?
Lázaro apartó los rizos que cubrían los ojos de Isabel, los ojos que miraba eran tan tristes como aquellos con los que la miraba.
- No lo sé, mi trabajo, supongo.
- Tu trabajo puede hacerlo cualquier otro, y podrás hacer cualquier otro trabajo en la ciudad hasta que volvamos. No será para siempre.
Lázaro bajó la mirada.
- Y tampoco ves lo evidente.
Isabel rodeó con sus brazos el cuello de Lázaro, acercando sus labios al oído de Lázaro.
- ¿Qué es lo evidente?
- El médico atacó a Marcos.
- Sí, ya lo sé – respondió Isabel.
Lázaro estaba perplejo.
- ¿Cómo que lo sabes? – preguntó -. ¿Y te quedas tan tranquila?
- No, Lázaro, no me quedo tranquila, pero tengo que averiguar por qué lo hizo, y, mientras piense que me voy a ir con él podré investigarlo.
- Isa... estás loca. ¿Cómo te arriesgas de esa manera?
Isabel sonrió.
- Porque sé que me protegerás.
Rodeó el cuello de Lázaro con sus brazos y le besó en la mejilla.
- Hay algo que te quería comentar.
- Dime.
- Quiero que salgamos juntos – le dijo.
Nuria callaba. Ya no reía. ¿Qué le causaba tal reacción? Estaban charlando los dos junto a la barra tan tranquilos... y, de repente, cuando el chico consiguió reunir las fuerzas necesarias, todo el coraje acumulado en los últimos meses... no se explicaba la fría reacción de su amiga.
- Lo sé – contestó ella.
- ¿Lo sabías?
- Sí... bueno... algo así me imaginaba... no sé... Lázaro...
- No, oye, no me tienes que responder ya... es más...
- No, Lázaro, déjalo -. Nuria esbozó una forzada sonrisa que no permaneció mucho tiempo en sus labios -. Déjalo mejor así.
- ¿Así cómo? ¿Qué pasa? Es que...
- No, Lázaro, déjalo.
Lázaro no comprendía lo que estaba pasando. ¿Cómo podía haber llegado a esa situación? Estaba seguro de que sólo había una persona que podría sacarle de dudas y aclararlo todo. Así que salió en busca de Pablo, el médico.
- Sabía que vendrías, en algún momento.
Lázaro encontró a Pablo en un claro del bosque. Estaba de espaldas a él, arrodillado ante una bolsa en la que metía otras bolsitas.
- Lo cual demuestra que tus intenciones no eran buenas.
Lázaro no pudo verlo, pero sabía que el médico sonreía malévolo.
- ¿A qué has venido? – preguntó Pablo.
- A evitar que te lleves a Isabel.
- Sabes que me la llevaré conmigo.
- No permitiré que le hagas daño – dijo Lázaro sacando, de entre los pliegues de su ropa, su hacha.
- Necesitarás mucho más que eso para evitar que sea juzgada – respondió Pablo sin girarse.
- ¿Juzgarla de qué? Tú sabes que no ha hecho nada malo a nadie.
- Sólo a mi dios – respondió girándose. Su mirada heló la sangre de Lázaro. Sus ojos hundidos miraban dentro del alma del joven leñador como si sus pecados estuviesen expuestos a la mirada del médico.
- ¿Quién eres? No eres médico, ¿verdad?
- Sí, lo soy, pero soy algo más.
- ¿“Qué” más?
- Además soy juez de mi iglesia.
- Ese nuevo dios, ¿no?
- No es nuevo. Él creó todo lo que nos rodea.
- Te equivocas. La naturaleza lo creó. Y nos creó a nosotros. Y tus locos compañeros crearon ese falso dios.
- No tiene nada de falso.
- ¿Que no? ¿Quién puede concebir la creación de todo por medio de un hombre? La naturaleza crea a los hombres, y no al revés. Ella es la verdadera diosa. Tus compañeros están todos equivocados. Y tú, además, vas a morir.
- ¿Te pones violento? No tienes nada que temer.
- ¿Y por qué no sueltas entonces ese cuchillo que guardas ahí?
Pablo, sonriendo, sacó del saco un cuchillo largo y curvo. Su brillante hoja aparecía cubierta de un líquido verdoso.
- Así que tendremos que luchar, ¿verdad?
- No es algo que me entusiasme – confesó Lázaro con una sonrisa que le llenó de seguridad -, pero si tengo que hacerlo para salvar a Isabel, lo haré gustoso.
- Pues piensa que tienes todas las de perder.
- No tengo miedo – confesó Lázaro, pero Alfonso no le creyó.
- Si no es por miedo – dijo Alfonso -, es que no la sabes ni arrancar.
Ambos amigos rieron durante un buen rato, hasta que olvidaron la causa de sus risas.
- Venga, arranca tú – dijo finalmente Lázaro -, y dame el casco.
- No, qué dices... el casco lo llevo yo.
- Vale, venga.
Tras arrancar la moto, Alfonso cedió el asiento a Lázaro, sentándose detrás suya.
- Dios mío, voy a morir – rió Alfonso.
Lázaro le acompañó en sus risas.
- Ve con cuidadito, ¿vale?
- Claro, claro... mamá.
Y volvieron a reír...
La risa de Pablo ponía nervioso a Lázaro, menguando la seguridad que la propia le daba.
- Empecemos ya, tengo cosas que hacer – dijo Pablo -. Espero que se te dé bien lo que pretendes hacer, o de lo contrario, será tu fin.
- No te preocupes, esto acabará pronto – respondió Lázaro con una malévola sonrisa.
- Lo sé...
Pablo levantó el cuchillo, y adoptó una posición defensiva, con el cuchillo frente a él y el cuerpo ligeramente inclinado hacia detrás. Lázaro levantó el hacha por detrás de él, extendiendo la izquierda desnuda calculando la distancia que podría alcanzar un golpe de su herramienta.
Permanecieron así unos instantes. Hasta que un rápido movimiento de Pablo lanzó a Lázaro contra su oponente, que aprovechó el impetuoso movimiento de su adversario para ponerlo donde quería, indefenso, lanzando el hacha contra el vacío que un parpadeo antes ocupaba el médico, que, con un rápido giro, hizo un corte en el brazo de Lázaro, un segundo al completar otro giro y, tras detenerse, lanzar el cuchillo en dirección contraria e hiriendo el hombro derecho de Lázaro.
Entonces, todo lo que sentía fue miedo.
Sólo miedo.
Y no sabía que todo no podría si no empeorar.
Pues al bajar la cuesta a toda la velocidad que le permitía la moto de Alfonso, ninguno de los amigos advirtió el coche que se les cruzaba de lado, que no pudo hacer nada por evitar el choque contra la scooter.
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