La
vida deshonesta de Enzo Cafiero.
En la casa que habité cuando era niño había un jardín gigantesco, casi tan grande como la propia vivienda en sí. Era enorme, lleno de todo tipo de flores de colores, inclusive papá había plantado un pequeño huerto de hortalizas y especias aromáticas en la parte trasera. Teníamos manzanos, nogales y una enorme higuera en medio de todo. Había una gran fuente de concreto, cubierta de enredaderas, donde bebían y se bañaban las aves que sobrevolaban el lugar.
Pero recuerdo un día en especial. Un día que el jardín se llenó de cientos de mariposas. Ellas aleteaban por todas partes, con sus bellos colores vibrantes, se posaban entre las flores y revoloteaban en círculos sobre todo el jardín.
La escena era hermosa, casi hipnótica; los bellos insectos se elevaban por encima de mi cabeza. Sentí mi corazón colmado de una emoción inexplicable, como sí mi cuerpo se desvaneciera, y mi espíritu se fundiera entre las mariposas.
Recorrí el jardín en búsqueda de mamá, quería que viera lo que sucedía, quería que sintiera lo que yo sentía, pues sabía que las mariposas eran sus favoritas. Atravesé el huerto de papá, perfectamente alineado en cada uno de los surcos; el romero comenzaba a sobrepasar a las demás plantas. Seguí caminando, esta vez, apurando el paso entre la tierra negra. Con mis zapatos desanudados pasaba por encima de las rocas sueltas que hacían tambalear mi cuerpo hacia los lados; pero no había tiempo para ser cuidadoso, debía encontrarla antes de que las mariposas se esfumaran del lugar.
Entonces, paré en seco justo frente a los árboles frutales. Ahí era donde se concentraba la mayoría de las mariposas. Muchas agitaban sus alas, volando alrededor de un cuerpo que colgaba de una de las ramas más altas del manzano. Al verle quise gritar, pero mi garganta se paralizó, no podía emitir sonido alguno. El sudor frío escurría por mi nuca, sentía los latidos de mi corazón en la garganta, casi a punto de vomitar mi propia vida.
De pronto, el cuerpo giró en mi dirección y reconocí el rostro de mi propia madre. Tenía mariposas encima de sus ojos, mientras que una pequeña se posaba en su barbilla para caminarle sobre toda la cara. La imagen macabra mostraba su cuello roto bajo la soga de donde colgaba inerte, su cabello ondulado se mecía al ritmo del viento y su vestido caía con delicadeza hasta sus piernas. Era como presenciar el cadáver de un ángel atormentado, un ser que albergaba belleza en su dolor.
Al cabo de un rato, las mariposas se aglomeraron encima de mi cuerpo, aleteando de manera violenta; era como si mi presencia las hubiese alterado. El miedo comenzó a consumirme.
Aquel día aprendí que, las mariposas son un signo de muerte.
Amaneció.
De nuevo había tenido esa pesadilla. Es cierto cuando dicen que en tu infancia pueden suceder muchas cosas que te marcan de por vida, pero entonces, ¿de quién es la culpa? ¿Cómo pude haberlo evitado, sí era solo un niño?
Repentinamente, mi madre decidió terminar con su vida y no pudo pensar en una mejor idea para hacerlo que colgándose en el jardín de la casa donde vivíamos. A veces, por las noches, cuando cierro los ojos para conciliar un poco de sueño, veo su rostro deformado, casi en estado putrefacto. Los gusanos le han comido la mitad de la cara y su piel se volvió verdosa, exponiendo la carne ennegrecida de su esqueleto. Ella murmura algo indescriptible bajo los remanentes de sus labios y abre su boca de par en par para dejar escapar hacia mí miles de mariposas negras de su interior. Los insectos me cubren el cuerpo, alimentándose de mi carne, mientras yo me revuelco del dolor hasta mi muerte.
Linda forma de comenzar el día.
Me levanté de la cama, no podía dormir más. El departamento estaba en completo silencio y eso me causo cierto alivio, era como si aquello me indicara que había vuelto a la verdadera realidad y que todo lo demás no era más que una ilusión, un simple espejismo provocado por mis miedos.
Miré el reloj. Eran las cuatro de la mañana. Tenía suficiente tiempo para iniciar mi rutina.
Decidí hacer ejercicio, como todos los días. Me monté cuarenta minutos encima de la caminadora y terminé levantando pesas hasta que no pude más. Tomé un baño con agua helada, necesitaba despabilarme por completo, ya no quería pensar en los horrores de la madrugada; era tiempo de comenzar el día.
Lavé mis dientes frente al lavabo del baño. El dentífrico estaba acomodado de una manera diferente que la última vez que lo usé. Me llamó la atención, pero, aunque no me sentí tranquilo, no le quise dar mucha importancia. Vi mi reflejo sobre el espejo, había heredado el cabello rojizo de mi madre, tal vez por eso desde que ella falleció papá hacía que lo rapara hasta que no quedara rastro de él. Pero desde que vivo solo lo he dejado crecer un poco, aunque no puedo acostumbrarme. Mis ojeras estaban peor que hace una semana, cada vez duermo menos.
Tomé mi café negro humeante, sin azúcar, mientras observaba las plantas marchitas que había colocado como adorno encima de la mesa principal.
“Solo heredé su cabello, pero no su habilidad de cultivar plantas”, sonreí al recordarla. ¿Qué más me habría heredado? ¿Locura?
Di el último sorbo a mi taza, sintiendo como se quedaban atrapados entre mis dientes los remanentes de los granos de café sin moler.
De nuevo tendría que lavarme los dientes.
Salí del departamento sin hacer ningún ruido, me gustaba ser casi imperceptible, no quería toparme a nadie; aunque siendo sincero, éramos pocos los que vivíamos en el edificio. No porque la renta fuera elevada, sino porque el bloque se ubicaba a las afueras de la ciudad. Pero para mí era perfecto, era justo lo que necesitaba.
Al instante que llegué a la estación del metro, el día comenzaba a aclarar. El cielo estrellado se sustituía por los tonos rojizos y rosados de la mañana. El invierno estaba a punto de terminar, pronto vendría la primavera, lo podía sentir porque, aunque el viento seguía soplando helado, el sol también hacía de las suyas, calentando el concreto al rozarlo con la luz.
Subí las escaleras para entrar en la cabina y comprar mi pasaje. Estaba a buen tiempo para llegar al trabajo. Estos últimos días había estado muy tranquilo en la oficina, ya que la temporada alta había terminado el mes pasado. Ahora solo nos dedicábamos a formular nuevas estrategias para el próximo período. En este momento, el mercado estaba muerto.
Volteé al cielo. El sol había salido por completo, a pesar de que un par de nubes flotaban cerca de él. No parecía que hoy llovería.
Seguí caminando por el pasillo, las personas pasaban de largo, acelerando su paso para sobrepasarme. En sus rostros se dibujaban muecas de preocupación y hartazgo.
En ese instante, sentí un objeto debajo de la suela de mi zapato. Esa cosa extraña me hizo resbalar hacia atrás, perdiendo el equilibrio. Instintivamente, traté balancearme con mis brazos, pero sentí que golpeé algo inmóvil que se posaba detrás de mí.
—¡Ah! —escuché un quejido grave, luego de un golpe seco, como si se hubiese desplomado hasta el suelo.
Aquello me sorprendió y me volteé de inmediato, no podía creer que con solo el leve impulso de mi cuerpo fuera suficiente para tirar a alguien hasta el piso.
—¡Lo siento! —me disculpé anticipadamente. —¡¿Se encuentra bien?!
En el piso yacía un chico, tal vez era unos cuantos años más joven que yo. Él se aferraba al concreto, como si temiera caer por debajo de la placa.
Se veía mareado, ¿estará ebrio?
—¿Por qué carajos no te fijas por donde vas, idiota? —rezongó enfurecido.
—¡Eh! —exclamé, señalando su mano izquierda.
Estaba cubierta de sangre, puesto que la mayoría de su piel se había desprendido como el cascarón estrellado de un huevo hervido. Lo miré a la cara y percibí que también tenía heridas en ella.
—¿Qué pasó? —balbuceé nervioso.
—No es nada —respondió ligeramente, relamiéndose la sangre que brotada de su herida. —Es mi culpa —carraspeó.
—¿De qué hablas? ¿Yo te he herido? —me sobresalté.
—Tengo… —musitó, como si en realidad no quisiera decirlo. —Epidermólisis bullosa.
—Epi… —resoplé. —¿Epidermólisis?
—¿Alguna vez has tocado las alas de una mariposa? —me preguntaba mientras sangraba la nueva llaga que se había formado en sus labios.
La sangre roja y brillante le comenzaba a escurrir hasta la barbilla. En sus ojos enrojecidos podía ver una furia contenida que opacaba el dolor anidado en sus heridas. Esto parecía ser una broma desgraciada del destino.
No le pude responder, en mi interior no encontraba las palabras correctas. Temía que la respuesta terminara con nuestra fugaz conversación y prosiguiéramos con nuestro camino como dos extraños que jamás volverían a verse. Pero, aquella pregunta me transportó a un viejo episodio de mi infancia, algo que creía ya olvidado.
Lo cierto era que, en mi infancia gustaba de perseguir mariposas.
Ahora que lo pienso, tal vez era un pasatiempo muy cruel. Atrapaba sus alas, pellizcándolas entre mis dedos, mientras se posaban descuidadamente sobre una flor. Me gustaba colocarlas en un frasco, aun cuando estaban con vida, para que aletearan en su interior hasta que se terminara el oxígeno. Mientras eso sucedía, admiraba su belleza, sus colores, su desesperación y confusión ante la muerte inminente.
Es que, todo se vuelve más bello minutos antes de morir, es en la mortalidad donde reside la verdadera belleza. Lo efímero del sentimiento, saber que solo durara unos instantes y qué jamás volverás a experimentarlo más que en tus recuerdos; aquellas son cosas por las que vale la pena vivir.
—Lamento haberte golpeado, fue un accidente —tartamudeé como respuesta.
Sus manos estaban llenas de cicatrices en distintos grados de escarificación, algunas seguían rojas en carne viva, mientras que otras se habían convertido en pequeñas manchas rosadas o de un sutil marrón que resaltaba sobre su piel lechosa, casi fantasmal.
—Entiendo —resopló, poniéndose de pie, refunfuñando.
—¡Permíteme ayudarte! —le tendí mi mano, pero él la ignoró, sin siquiera dignarse a verme.
Él vestía una enorme gabardina negra, abierta a los costados. Debajo traía un suéter de cuello largo y pantalones del mismo color. Eran pocos los rincones que mostraban su piel, solo sus manos y su rostro, pues de inmediato comprendí que buscaba esconder sus lesiones. Traía un gorro negro encima, pero los mechones de su cabello castaño sobresalían de éste.
Casi éramos del mismo tamaño, sus labios me llegaban a la barbilla. Su cara se veía enferma, de mejillas inexistentes y con la piel reseca, pero sus ojos enmarcaban su belleza. Esos ojos que oscilaban entre tonalidades verdosas y marrones, acogidos bajo sus pobladas cejas, siempre con el semblante endurecido.
—Oye, eso parece que pude infectarse… —señalé sus cortes profundos.
—Más vale que no —bufó. —Eso sí sería un problema para mí.
Su tono de voz se volvía altanero, probablemente no era la primera vez que le pasaba algo como esto; pero, supongo que no por eso lo hacía más sencillo.
—Por favor, déjame invitarte una bebida caliente —lo halé suavemente del hombro. —Podemos ir a una cafetería cercana para que laves tus heridas…
—Estoy bien —apartó mi mano.
—Insisto —le respondí de inmediato. —Me siento fatal.
Casi le estaba rogando que no se fuera, quería compensarlo. Esto no podía terminarse con un simple adiós, no lo dejaría marcharse tan fácilmente.
Él me miró fijamente por un par de minutos. Su ceño por fin se relajaba, ya no parecía estar tan molesto. Su cabello revoloteó cuando la ráfaga de viento helado le dio de lleno en su rostro, su nariz se puso roja y sus ojos lagrimeaban ante la resequedad.
—Supongo que… —exclamó casi inaudible. —Podría acompañarte.
—Mi nombre es Enzo —esbocé una sonrisa. —Enzo Cafiero —le estiré mi mano.
—Soy Ian —respondió ante mi saludo, rosando débilmente su piel con la mía.
—Ian —recalqué.
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