"Dadme el
infinito como una flor para mis manos"
— Vicente Huidobro.
“No ha quedado
demostrado, ni mucho menos, que el lenguaje de las palabras sea el mejor
posible”
— Antonin
Artaud.
I
Una fina llovizna caía encantadora sobre Parnaso,
fluyendo diáfana entre el resplandor del sol que rasgaba testarudo y magnífico
el manto de nubes negras.
Faustino no puede evitar que se le dibuje una sonrisa en la cara. Una sonrisa
nerviosa mientras introducía su cabeza en el aro que formaba la soga, mientras
el suave fulgor del día le calentaba la
cara, como una caricia.
Conmovido dejó caer una lágrima.
Con una sonrisa ardiente sentenció: —Es un día hermoso, perfecto para morir—.
Faustino Fortunato sentía que la soledad enmarcaba perfectamente un momento culmine como ese sin saber que Aurora subía las escaleras camino al departamento donde se escondía.
En ese mismo momento, Hortensia Kütral organizaba los preparativos: Antorchas iluminaban -porque no hay nada de peor gusto que una iniciación iluminada con ampolletas eléctricas- el bracero donde ocurriría la regeneración, un tambor que en su interior contenía la voz de quince generaciones de veladoras y una tina de cobre llena hasta el borde de un líquido que se batía como un mar enrarecido que despedía un aroma a mirra.
Hortensia había preparado un espacio seguro para su
hija, para que descansase después del cándido horror, para que repose la
conciencia que tiembla con una constelación de fiebres mordiéndole la cordura. Hortensia a pesar de su expresión seria estaba
emocionada e inquieta. Sabía que debía enseñar palabras que no podían ser
pronunciadas nunca.
Había esperado este momento durante años.
Todas las generaciones de la familia Kütral estaban presentes en la habitación
sagrada esperando la unión de la nueva veladora. Todas las generaciones estaban
presentes, pero no como una sola persona, ni como presencia perfectamente
identificada, identificable, pero ahí estaban esperando a la nueva veladora. Allí "estaban",
silenciosos, inconsultables, eternamente sabios, sublimes e impotentes mirando
todos los momentos pasados, presentes y futuros al mismo tiempo.
Aun así es correcto decir que nadie más estaba allí.
Hortensia, desde el día anterior, preparaba la ceremonia en silencio, cargando solemne y sultánica el deber de la familia. Cada detalle, acorde a la tradición, situado con precisión, en una habitación hermética y purificada, en el que sólo podría entrar la chamán y la iniciada: Lectoras de signos olvidados. Perseguidores de una desnudez que conmueve, que quema la vista, que consume el aliento.
La apresurada apoteosis comenzaría pronto.
Todo para que la elegida
herede la misión.
Todo podría comenzar... Si tan sólo la iniciada no se
hubiese escapado.
Cuando Aurora Kütral abrió la
puerta vio el cuerpo dejarse caer atado del cuello. Si no hubiese estado dándole la espalda
hubiese visto el rostro vivaz, acongojado y satisfecho mutar en la expresión
que pone alguien cuando estornuda. Pero Aurora si lo vio
sacudirse rompiendo de inmediato la viga del techo que Faustino asumía que
aguantaría su peso durante el ritual. Faustino cerró los ojos, solemne, romántico y
sobrecogido para caer directamente al piso. Las carcajadas de Aurora rompieron el velo místico. La tos desesperada por aire del muchacho pasó a una cara de confundida satisfacción.
Luego alzó la mirada abriendo los ojos tanto
como podía, mirando a través de ella. No mirando, propiamente tal, sino
chequeando si aún podía ver.
— ¿Funcionó? Eh... Hola ¿qué tal?—. Faustino hablaba mirándose las manos. Al voltearse para ver quien se reía, una súbita
reunión de sensaciones zapateaban en su mente, se sentía desnudo e invadido. No
le avergonzaba haber fallado u otro tipo de vergüenza. Sentía que ella no debía
estar ahí viendo algo tan profundamente privado cómo un recuerdo.
— Entré porque estaba abierto,
espero no te moleste—. Dijo Aurora, mientras acomodaba una gran mochila llena
de ropa.
—Dejé la puerta abierta para
que puedan entrar con facilidad y ver qué hacer con este sitio—.
Aurora asintió: —Los
suicidas somos más considerados con el resto de lo que nos dan crédito—.
El silencio con su halo de
complicidad establece un espacio minúsculo y eterno, como un pensamiento, en
que cualquier palabra está de más.
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