Había una vez una historia que un tonto envió a la mierda.
REINOS OSCUROS
Silverclaw: Cazando al alfa.
Aquel lector imprudente, en vez de permitir que la historia empezara en su punto de partida natural, con los cinco hijos del marqués Birdwhistle yendo detrás del último Alta Virtud, desvió la trama a horizontes fuera de los originales, al hacer que el protagonista, en lugar de adherirse al guion que le correspondía de presa, cambiara la historia, no sólo de su personaje, sino de un mundo entero, sin siquiera sospecharlo y, —dicho sea de paso— sin que le importara un carajo el resultado final.
Un cambio que, junto a su ignorancia de las demás sagas y contenido de los que constaba el universo en que se metió, fueron y serán su dolor de cabeza. O, al menos, eso es lo que el autor de esta novela, diagonal, mundo, ha visto y vaticina.
¿Qué si soy feliz por la perspectiva de su sufrimiento? Por supuesto ¿Por qué no habría de regocijarme con el desastre que un lector incauto ha acarreado sobre sí, al destruir la historia que me esforcé en crear?
Entonces, sin más preámbulos, situemos el nuevo inicio de la historia, con los mismos personajes, repartidos de forma distinta; en la misma locación, el reino licántropo de Silverclaw; diferente escenario, guiados por el mismo tonto contando ovejas para distraerse, a bordo de un helicóptero militar, cuando pudo haber estado disfrutando del cortejo de cinco hombres guapos en el jardín de una hermosa mansión.
03 de abril de 7746
Una oveja.
Dos ovejas.
Tres ovejas.
Cuatro ovejas.
Cinco ovejas.
Seis lanudas ovejas meciéndose precarias en un puente de tablas sacudido por el fuerte viento de las hélices sobre su cabeza, revolviendo el contenido de su estómago: té con cinco cubos de azúcar y dos pastelillos, cuyo dulzor seguía escociéndole la lengua, el jazmín retrepando por su pecho, empujando el pan y el chantilly.
—Estamos por aterrizar —informó el piloto.
Una buena noticia tardando en concretarse.
«¡Hazlo de una vez y deja de ilusionarme, o aterrizaré por mi cuenta!», exigió para sus adentros, la lengua prisionera de su boca, para no remodelar el helicóptero, guardándose las ganas de hacerle saber al piloto su opinión ignorante respecto a sus habilidades de vuelo, soportando el retorno de su estómago, hasta que el patín de aterrizaje se instaló en el improvisado helipuerto. Una desgastada cancha de usos múltiples detrás de las desvencijadas oficinas de asuntos generales.
Venciendo la seguridad de los cinturones y los auriculares de vuelo, bajó a prisa de un saltó, negándose a recibir la ayuda del teniente Brown, enviado como su escolta, y la de la inspectora de área de la policía, Jones, que le informaron que acudiría a recibirlos. Con una señal de alto, empleando la compostura que le quedaba, los retuvo cuando pretendieron seguirlo, adelantándolos a zancadas hacia las gradas, seguido por el remolino de polvo levantado por las hélices aminorando su giro.
El azucarado desayunó que preparó como regalo para el idiota del príncipe, quien lo obligó a acompañarle a comerlo, regó el pasto seco en la base de las gradas, al mediodía, luego de poco más de tres horas de vuelo.
En definitiva, no era la primera impresión que quería dar, ni en el poblado de Dawes ni en el informe del teniente Brown, donde le iría con el chisme al príncipe.
«¡Ah, eso sí que no!», la burla imaginaria en los lejanos ojos amatista del engreído de Lowell Kingston le bastó para cortar una nueva arcada, enderezar la espalda y limpiarse los pedazos de orgullo con el bonito pañuelo de seda que, en manos de su dueño original, no sería usado como un trapo viejo.
Recompuso la ropa, el porte y se giró, encontrando a las tres figuras envueltas en las corrientes residuales del helicóptero.
En su camino de regreso, el teniente y la inspectora lo observaron preocupados y con una pizca de innegable deseo. Lo normal. Uno, por mero instinto; y, la otra, porque era imposible permanecer indiferente a su apariencia etérea, acentuada por el marco semi desértico de su entorno. El tercero, por su parte, mantuvo una sonrisa falsa dirigida a sus acompañantes frente a él, que ni siquiera lo tomaban en cuenta, cruzando brazos.
Delante de la comitiva, un potente aroma almizclado le golpeó las fosas nasales. Una lisonja indeseada. Apretó dientes.
«Este tipo…», frunció el ceño en dirección al teniente Brown, que percibió la llamada de atención.
De inmediato el aroma se redujo.
Con una risita apenas oculta en los últimos rastros del motor del helicóptero, el hombre ignorado relajó los hombros al notar el regaño y la respuesta.
La sombra que distorsionó las suaves facciones de su rostro se disipó, regalando al teniente y a la inspectora una expresión fresca y amable, más acorde a lo que se esperaba de él, el Alta Virtud que Su Alteza Real envió para ayudar a resolver la situación en Dawes. Frescura y amabilidad combinando con la larga cabellera blanca plateada, los rasgos afilados y un perfil delicado.
Ambos, tardaron en procesar lo ocurrido en un par de segundos, cediendo de inmediato a su encanto.
—Señor Cartwright —lo saludó la inspectora Jones, extendiendo la mano—, es un placer…
El brazo del teniente zanjó la cortesía:
—Nadie tiene permitido tocar al Alta Virtud, Joseph Cartwrigth —explicó a secas, aunque él mismo prescindió de la regla momentos atrás, al ofrecerle ayuda para descender—. Absténgase de buscar contacto físico en adelante.
El aroma almizclado resurgió, esta vez no en su dirección, sino hacia la teniente, una simple licántropo beta no acostumbrada a lidiar con las feromonas de un alfa, viviendo en un lugar remoto en el que, quizás, no habían nacido más que un par de alfas en su historia. Alfas que al llegar a la adolescencia y presentarse como tales, debieron ser reclutados por el ejército para nunca más volver a pisar esas tierras olvidadas.
Agachando la cabeza, la teniente asintió.
—Una disculpa —tragó saliva—. En Dawes nunca habíamos tenido la oportunidad de conocer a un Alta Virtud, como imaginaran. Fue mi error no investigar los protocolos.
Las feromonas de un simple alfa no podían hacer mucho contra los betas, así que la reacción de la teniente fue más una respuesta instintiva al miedo aprendido al “género” superior (alfas), al sentir un cambio leve en el ambiente, dado por la presencia del inoloro (para ella) almizcle.
—Que no vuelva a…
—No hace falta disculparse —intervino tras la innecesaria muestra de dominio del teniente, su voz de contratenor incitando al sosiego, advirtiendo por debajo de su mascara de dulzura, al alfa—. Hay asuntos más importantes por los que estoy aquí, que formalidades innecesarias.
Además de inexistentes.
Los Alta Virtud tenían un título respetable, sí, más no se encontraban en ningún estatus de nobleza o realeza que impidiera que se les tratara con familiaridad, o que se les saludara de mano, menos siendo solteros. Sin embargo, entendía que la consideración del teniente no provenía directamente ni de él ni de su título o del hecho de ser el último Alta Virtud; sino del hombre que lo envió.
Encausando hacia las oficinas de asuntos generales que se ubicaban al lado contrario de dónde dejó los pastelillos y el té a medio digerir, el hombre ignorado tomó la posición a su derecha, haciendo que el teniente y la inspectora se sobresaltaran al caer en cuenta de que estaba/seguía ahí.
—El príncipe heredero se tomó muy en serio su propuesta —le susurró a modo de felicitación maliciosa.
—Es un alfa —reprendiendo con la mirada a su acompañante, divergiendo de su explicación con lo obvio—, Garrett.
—Un alfa dominante —completó el joven, unos años menor que él, más alto, bronceado, con el cabello y ojo castaño claro, una imagen distinta a la que tuvo en mente cuando leyó su nombre por primera vez—, para ser más precisos —y cruzó los brazos tras la nuca, caminando despreocupado, antes de que los otros dos salieran de su estupor y los siguieran.
Un alfa dominante que estableció los límites que nadie debía traspasara con él, usando una excusa poco creíble, aunque funcional, haciéndola valer a través de su subordinado, el teniente, en un área apartada de las convencionalismos de la ciudad capital Plenilunio, de Relish, o de cualquier otra ciudad donde la jerarquía de subgéneros, y títulos nobiliarios, influyera las convenciones sociales con mayor fuerza.
«Pidiéndome que lo seduzca, pero tratándome ya como su propiedad», sí, eso iba de acuerdo a su plan y no por ello era menos molesto.
Con un par de zancadas el teniente los alcanzó, azuzado por su necesidad de ir al frente de una comitiva en la que era el único alfa, visiblemente molesto al darse cuenta de que ni Joseph ni Garrett le daban su lugar como tal.
Al notar esa reacción, Joseph pensó en lo infantiles que resultaban los alfas. Lo peor era que mientras más fuertes, parecían tener mayor tendencia a conductas como esa, donde era su deber exhibir sí o sí su dominio, o se soltaban en una rabieta de feromonas ignorando su entorno. Lo ocurrido momentos atrás fue una de tantas pruebas.
Por más que el teniente “supiera” que era un omega dominante, dado a su cuidado por mandato explícito del príncipe Lowell, era incapaz de controlar sus instintos, queriendo marcarlo con su aroma, o someter a la beta que se “propasó”.
La parte trasera de su cuello palpitó en un recordatorio, y se abstuvo de tocarla, cerrando puños.
«Si no fuera por la marca…», despejó su cabeza sacudiéndola, confirmando la identidad del señor de las tierras con quien se entrevistaría antes de empezar el trabajo.
La distracción fue tajada por un mensaje vibrando en su bolsillo.
Presto, sacó el celular, leyendo una fastidiosa línea:
[Que el médico de la clínica de salud lo revise y envíe un informe completo para antes de las dos de la tarde.]
La angelical mirada turquesa, famosa en el reino por pertenecer a la suave presencia del último Alta Virtud, fue de la pantalla táctil a clavarse en la garganta del teniente, que se detuvo en seco, confundido por la diferencia abismal entre la imagen delicada y dulce del omega, y el aura que desprendía.
«Chismoso de dedos rápidos», gruñó para sí, cayendo en cuenta de que mientras expulsaba el alma en el pasto, el teniente plasmó la situación en un “informe”, transmitiéndolo de inmediato al príncipe.
—Eso fue rápido —reconoció Garrett, leyendo por sobre su hombro el mensaje—, Mi Señor.
El aura se dirigió a su compañero, quien ignoró el intimidante filo de su molestia.
«Con razón estabas tan sonriente recién llegamos», Garrett debió darse cuenta desde el inicio, y sólo buscó el momento adecuado para disfrutar de su desgracia.
—Teniente —Joseph retomó la marcha tras guardar el celular—, gracias a usted parece ser que podré zafarme de la reunión con el señor Chapman más rápido de lo esperado.
Detestaba la idea de estar bajo la lupa del príncipe, aunque no le quedaba de otra que aceptarlo.
Un escalofrío con aroma a rosas e sándalo recorrió la espalda del joven soldado al ser rebasado.
En la presión de sus dedos notó lo difícil que fue para él aceptar la brecha existente entre su persona, un alfa, y un omega dominante. Para la mayoría de los alfas comunes era un impacto difícil de asimilar.
«Si supieras», una sonrisa se extendió para sus adentros con sorna.
Aun con la marca las ventajas de su segundo género no desaparecerían en su totalidad, y estaba seguro de que un simple teniente —así como quizás más del noventa por ciento de los alfas de Silverclaw— nunca había experimentado las feromonas de una especie como la suya.
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