Era otra noche de insomnio para los empleados del castillo que trabajaban en la zona oeste, los pasos de la joven que ahí era resguardada y que caminaba sin rumbo por los pasillos no los dejaban dormir.
“Y su piel era pálida, sus labios rojos, pecas en las rosadas mejillas, con una larga cabellera castaña y sus oscuros ojos cual la noche más profunda[...]”
No reía, no jugaba y hace años que no cantaba La joven princesa egipcia solo caminaba a donde su tío le dijera y se dejaba exhibir cual belleza exótica; de ahí que sus vestidos fueran de muselina y lo suficiente transparentes para ver su hermosa figura.
“Era incluso más bella que su madre; a quien debía su apariencia divina[...]”
Pero en las noches era indomable: caminaba y hablaba en susurros desde el “fatídico día”
“Fue una pena, fue una pena. Era ella muy pequeña[...]”
Su tío ordenó entonces que se le encerrara, pero nadie sabe cómo salía de su habitación. Algunos se atrevían a comentar que era una maldición de algún amante envidioso y desdichado que fuera rechazado por ella, pero los más valientes aseguraban que buscaba a su padre.
-Por favor, dime que puedo arrastrarla hasta su cuarto- un tono de envidia adornaba las palabras de la mayor de las hijas del faraón mientras la observaba por detrás de una columna.
No importaba cuántas hijas e hijos tuviera aquel hombre por que la tierra suya era sabia y conocía que el verdadero heredero al trono era esa joven que, incapaz de dormir, caminaba cual espíritu entre los pasillos; y sus hijos no podrían hacer nada contra aquello. El mayor de los hijos, que era más razonable, camino hasta su prima y la hizo despertar.
-Princesa, ha vuelto a caminar dormida, la llevare a su recamara, si a usted no le molesta-dijo con aquella voz amable que era tan característica de su familia, sumado a eso, su piel bronceada dejaba ver sus verdosos y honestos ojos bajo el brillo de la luna, los ojos de un hombre enamorado desde hacía mucho tiempo atrás.
Ella asintió con la mirada perdida en el horizonte, que mostraba ya los primeros rayos del sol, y, guiada por su primo, camino de vuelta a su habitación bajó la mirada de las celosas hermanas.
Al llegar a la puerta el moreno príncipe la miró detalladamente, sus ojos, su figura, sus finas y delicadas manos, aquella era un espécimen diferente a cualquier mujer, solo había que ver su pálida piel que no oscurecía con el sol. La tomó de sus desnudos, y pecosos, hombros y beso su frente adornada por aquel ojo de oro; por un momento, y al estar tan cerca, la tentación de probar sus labios se apoderó de su mente, pero la que era el amor de su vida ya estaba casada, aunque sus dedos carecían de anillo. Se despidió tras la puerta cerrada y camino a intentar retomar el sueño; por supuesto no lo consiguió.
“No lo vieron venir. En aquella cuna de lobos no desconfiaron del hermano[...]”
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