—¿Otra vez, otra vez, Goom? —chilló un goblin pequeño, con las orejas temblando de emoción.
—¡Sí, sí! ¡La historia de los árboles mágicos! —gritó otro, que aún tenía tierra en la nariz de tanto escarbar.
Me senté en la roca redonda junto al fuego. No era muy grande. La roca, digo. Tampoco el fuego. Pero para los niños era enorme. Ellos me miraban como si yo fuera un viejo sabio… aunque apenas era mayor que ellos.
—¿Quieren saber cómo empezamos a vivir aquí? —les pregunté, fingiendo misterio.
Todos gritaron que sí.
—Hace muchas lunas, muchísimas… cuando yo aún no existía… ni sus madres… ni sus madres-madres…
Algunos se rieron. Yo sonreí también. Me gustaba hacerlos reír.
—Los goblins vivíamos tranquilos aunque había muchas cosas malas allá afuera. Orcos. Lobos. Bestias grandes con colmillos como rocas. Todos querían comernos. ¿Saben por qué?
—¡Porque somos verdes! —gritó uno.
—¡Porque somos pequeños! —dijo otro.
—¡Porque olemos raro! —soltó el más travieso.
—¡No! —respondí, levantando una mano—. Nos comían porque no corríamos. Y tampoco peleábamos. Nosotros solo queríamos dormir, comer frutas dulces y tocar la tierra.
Algunos se encogieron, como si sintieran vergüenza.
—Pero eso no está mal —continué—. Nosotros teníamos un don. Un secreto. Uno que ellos no entendían…
Me acerqué un poco, susurrando.
—Donde caminábamos, crecían flores. Donde dormíamos, salían frutas.
Los niños se quedaron en silencio. Incluso el más inquieto dejó de rascarse la cabeza.
—Las bestias no sabían eso. Nos cazaron. Casi nos borran. Pero entonces… las flores se fueron. Las frutas también. Y la tierra… se enojó.
Algunos goblins miraron el suelo, como si temieran molestarla.
—Las bestias empezaron a notar. No eran sabias, no como los ancianos que hablaban con las lunas, pero... tenían algo. Sentían que algo faltaba. Que habían roto algo que les daba vida. Y entonces, dejaron de cazarnos. Algunas vinieron. Nos miraban. Dejaban cosas. Piedras raras, conchas, pieles.
Un niño preguntó:
—¿Querían comida?
—No —respondí—. Querían nuestras hierbas. Nuestros frutos. Y aprendimos a dar a cambio. Así nació el trueque. No con palabras. Con gestos, con miradas. Y con el tiempo... crecimos.
Me quedé callado un momento, mirando las llamas. Era una historia simple. Pero importante. Nadie debía olvidar que alguna vez fuimos casi nada... y que fue la paz lo que nos hizo muchos.
—Así es como somos tantos ahora —concluí, golpeando suavemente la tierra con la palma—. Por eso cuidamos la tierra. Por eso no cazamos. Porque si olvidamos quiénes fuimos... volveremos a desaparecer.
Los pequeños no dijeron nada por unos segundos. Solo el crepitar del fuego hablaba.
Y yo los miré, pensando en los adultos. En sus ojos tranquilos. En sus voces que nunca subían de tono. Ellos no se reían, no se enojaban. No temían. Solo caminaban con calma, con amor por lo que les rodeaba. Así eran. Así serían todos nosotros... cuando llegara el momento.
Entonces una voz grave interrumpió.
—Goom —dijo un anciano jefe detrás de mí—. Es hora.
Mi estómago se apretó como si las raíces dentro de mí se movieran.
Ya era hora.
El ritual de adultez. El día que todo goblin deja de ser niño. El día que… cambia.
No sabía mucho. Solo que después del ritual, uno ya no sentía como antes. Las emociones se volvían suaves. Solo quedaban dos cosas claras en el corazón: amor... y paz.
Y tal vez… eso no era tan malo.
Me puse de pie. El fuego seguía bailando. Los niños me miraron como si fuera un héroe, pero yo solo estaba... lleno de preguntas.
¿El río me elegiría?
¿El slime me encontraría?
¿Me quedaría en silencio… para siempre?
Comments (0)
See all