Sir Millfroyd no sabía cuánto tiempo llevaba observando el fuego de las antorchas en el campamento de los caninos allá abajo, en las afueras de la torre. Juraría haberse acomodado en ese ventanal cuando aún el Celestial Mayor iluminaba el campo marchito y ahora era la Madre Celestial la que bañaba de luz blanca el techo de las tiendas de campaña.
El estómago le gruñó, sacándolo del ensimismamiento. Había perdido mucho tiempo allí con la excusa de espiar a sus enemigos, aunque no estaba muy seguro de que era lo que podía espiar. Tampoco lograría nada haciéndolo, ninguna información que pudiera obtener del ejercito canino que lo asediaba lo ayudaría a salir de allí.
La verdad era que no tenía problema alguno en perder el tiempo. Era lo único que tenía ahora y escaseaban las excusas de como gastarlo.
Le parecía irónico, un par de ciclos antes hubiera pagado cualquier cantidad de sellos de plata, incluso de medallones de oro si tuviera, por tener al menos una cuarta libre. Siete días para ir a visitar a sus hermanos en la granja de su difunto padre o tan solo vagabundear en los barracones leyendo algún libro. Siete días para alejarse del cansado entrenamiento y las interminables noches de guardia. Siete días lejos de la muerte y la desesperación del frente de batalla.
Ahora estaba allí, encerrado en esa torre de Retrievericia. Sin aliados, sin objetivo, sin libros y sin esperanza. Incluso hasta el miedo terminó abandonándolo y la muerte parecía haberlo olvidado. Tan solo eran él y el tiempo.
¿Cuánto más tardarían los caninos en darse cuenta de que era momento de atacar la torre y acabar con su suplicio? Era la pregunta que lo acompañaba a cada minuto y que ya amenazaba en convertirse en suplica.
Recordó como una cuarta atrás recibió la orden de llevar a su pelotón a la frontera con Doggoria y controlar de una vez por todas ese lugar, la Atalaya de Cerbero. Una torre de Retrievericia que servía como un punto de control muy importante para las fuerzas caninas, pues les permitía vigilar con facilidad un amplio terreno del Bosque de Vandelhorg y las Praderas de Labradores.
Dicho bosque era el punto por el que los estrategas del Imperio decidieron infiltrarse para llegar lo más cerca posible a las tierras caninas sin ser vistos y dar el golpe final. Así que, si querían lograr con éxito la invasión, la Atalaya de Cerbero debía caer.
Sir Millfroyd reunió a sus mejores cinco soldados para partir la misma mañana en que recibieron la orden y a la noche del tercer día, bajo la guardia de la Madre Celestial, cumplieron con éxito la misión.
Asesinaron a los guardias del perímetro sin levantar ninguna alarma, y al revelarse a los dos caninos que vigilaban la base de la torre, estos soltaron las armas y suplicaron piedad. Otra media docena de soldados en la Atalaya de Cerbero siguió el ejemplo de sus aliados y Sir Millfroyd decidió otorgarles el perdón a sus vidas para tomarlos prisioneros, ignorando la orden del Emperador Tibeo de acabar con cualquier no felino que se les atravesase.
Grave error.
Un par de días después, por un descuido mientras los alimentaban, los caninos lograron escaparse. Mataron a los dos soldados que se encargaban de llevarle la comida y luego se vieron envueltos en una escaramuza con Sir Millfroyd y sus tres hombres restantes.
La batalla fue más dura de lo que debía haber sido. Esos caninos no eran muy diestros en el combate, su ejército necesitaba a los mejores soldados en el frente contra Miaurnia, por lo que allí, tan al sur, solo quedaban los menos hábiles y disciplinados.
Sin embargo, al igual que en un principio funcionó para Sir Millfroyd, el elemento de la sorpresa jugó a favor de los prisioneros.
Todo acabó tan solo quince minutos después de haber comenzado. Todos los caninos muertos, y tan solo Sir Millfroyd como sobreviviente de su bando. Pero a duras penas.
Durante el combate recibió varias heridas de espada, siendo la más grave el corte en la parte trasera de su antebrazo, que comprometió el nervio y le dejó inútil la mano izquierda.
Pero eso no alcanzó a ser tan doloroso como la estocada que recibió en su orgullo cuando descubrió que mientras estaban distraídos en la escaramuza, uno de los caninos logró encender el fuego en la cima de la torre, dando la señal a su pueblo de que algo ocurría.
Sir Millfroyd se planteó abandonar su posición, pero sus órdenes eran tomar y defender el lugar, y como aún seguía vivo, la misión no podía darse por fracasada. Se dijo que sería mejor que resistiera allí, que podría acabar con los exploradores que acudieran a investigar la situación de la alarma.
Lamentablemente no pasó medio día antes de que un ejército completo se presentase en el campo a las afueras de la torre.
El comandante canino pidió explicaciones a gritos, y Sir Millfroyd, desesperado y sin que se le ocurriese algo más que hacer que intentar mentir, les advirtió que, si se atrevían a subir a detenerlo a él y su docena de hombres, mataría a cada uno de los prisioneros que habían tomado.
Tuvo suerte de que uno de los hijos del mismo comandante se encontraba allí esa noche en la que atacó, por lo que éste decidió creerle, tomarlo con calma y llevar a cabo un asedió en lugar de un ataque directo. Después de todo no tenían mucho que perder al esperar.
El estómago volvió a gruñirle, obligándolo a abandonar sus recuerdos y moverse para buscar alimento.
“Celestiales, ¿Cuándo el idiota del comandante se dará cuenta que soy el único vivo en ésta torre abandonada hasta por el mismísimo Dios de los Tres Brazos?” fue lo que pensó mientras bajaba por las escaleras un par de pisos para llegar al almacén y encontrarse con lo que ya sabía que vería, nada.
Llevaba ya muchas cuartas allí y los soldados caninos que se encontraron al llegar tan solo se habían aprovisionado con lo suficiente para durar unos cuatro o cinco días de turno.
Sir Millfroyd se mantuvo durante todo ese tiempo con un estricto plan de racionamiento y con la esperanza de que el ejército del Imperio llegara pronto. Pero ya a ese punto dudaba que lo hicieran jamás. Se le había acabado tanto la fe como la comida.
Volvió al piso superior y se dirigió a uno de los mesones. Allí lo esperaba su cuaderno, el único amigo y entretenimiento que tenía durante esos momentos tan terribles.
Se sentó frente a él y lo abrió. Pasó las páginas repletas de relatos que recordaba de su pasado, cuentos que su padre solía contarle a él y a sus hermanos antes de morir, pensamientos que no dejaban de inundar su cabeza en esos momentos de soledad.
Una entrada le llamó la atención. Trataba sobre esas historias de tiempos lejanos, tiempos en los que reinaban los felinos y disfrutaban de una paz que jamás volverían a disfrutar. Eran historias antiguas que aseguraban ser verdaderas incluso sin tener ningún fundamento histórico, sin que existiera registro alguno ni evidencia.
Eran las historias favoritas de sus hermanos.
Recordaba como él, ya a la edad de comenzar su entrenamiento en el ejército del Imperio, los molestaba por estar fantaseando y soñando con esas historias.
Historias que narraban que hacía mucho tiempo los felinos eran los dueños y señores de todo el mundo, y todo ser vivo o cosa existía para obedecerlos y complacer sus deseos. En especial, existían unos seres que, aunque eran más grandes y fuertes que ellos, se dedicaban a atender todas sus necesidades y caprichos. Los bañaban con las aguas más perfumadas, les daban las camas más muñidas para que descansasen al sol y les preparaban los mejores manjares.
Ahora, en su situación, cuando estaba al punto de tener que luchar para no sucumbir al canibalismo, envidiaba la fe de sus hermanos menores en creer en esos tiempos. Esas últimas noches volvía una y otra vez a esas entradas que había escrito hacía tan poco y motivaba a su imaginación a llevarlo a momentos tan maravillosos. Momentos que jamás vivió ni llegaría a vivir.
Tomó la pluma, y se dirigió a las últimas páginas en blanco para comenzar a escribir.
Se que pronto voy a morir.
Me gustaría pensar que todo lo que he hecho, todo por lo que me he esforzado, valdrá de algo. Que esto servirá para que mis hermanos y todos los mininos que vendrán en el futuro puedan vivir en paz, puedan vivir tranquilos, sin miedo a que sus seres queridos desaparezcan al día siguiente, sin tener que pensar en la realidad de la muerte a cada minuto.
Es ahora cuando recuerdo esas historias del pasado que tanto rechazaba y entiendo por qué alegran el corazón de tantos felinos… Cuanto me gustaría estar tomando el sol en estos momentos, acostado sobre rebullidos almohadones y esperando que mi criado llegue con bandejas de plata repleta de alimentos. Sin ansía alguna, claro, pues sé que llegará, que nunca faltará.
Pero no…
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