La fría luz de la luna envolvía su piel desnuda, su cabello ondeaba junto con las cortinas y sus ojos reflejaban un destello que parecía perderse en la oscuridad de sus pupilas. Era Jonah, mirando por la ventana y pensando algo que no era capaz de expresar, una agonía que a su corta edad no comprende, una agonía que lo mantiene paralizado y al borde de las lágrimas.
“Quizá sea insensible, ¿pero qué hago? No sé cómo lidiar con esto… no se lidiar con él.” Pensó Annette mientras lo observaba en silencio.
Jonah llevaba cuatro meses apareciendo desde la oscuridad del pasillo y caminaba hacia la habitación de Annette. Escalaba los cajones del buró y asomaba su cabeza por la ventana, miraba hacia las calles.
Algunas veces lloró tratando de mantenerse en silencio, otras, sonreía ante el sonido de algún auto o los pasos de transeúntes. Pero era el verdadero silencio, la profunda tranquilidad de su vigilia y su respiración lo que hacían de su mirada un profundo y oscuro vacío.
La primera noche Annette se limitó a observarlo y, tras unos minutos, Jonah regresó a su habitación a dormir. La segunda se convirtió en lágrimas, la tercera en sollozos, la cuarta en silencio y cada día el silencio ganaba tiempo. Y ahora, los minutos se convertían en horas.
Hoy día, ella se sentía rehén de él, de su vigilia, su silencio, la oscuridad de su mirada, su postura y su lenta respiración. A veces fingía dormir y otras trataba de hacerlo cuando él se iba de regreso a su habitación y cerraba la puerta. El sonido de la puerta era su única señal de calma.
Sin embargo, esas noches en vela eran la peculiar forma del pequeño para lidiar con la pérdida de su madre.
Ella fue asesinada.
Tener cinco años y saber que su madre no volvería, hizo que Jonah tuviese un conflicto interno, uno que aún era muy joven para procesar.
Las lágrimas de sus primeros días junto a Annette se convirtieron en los ojos irritados de las primeras semanas. Los lloriqueos nocturnos se convirtieron en los silencios diarios y esos silencios se convirtieron en los asomos furtivos por la ventana de la habitación de Annette.
En esa búsqueda de significado en que su ingenuidad lo hacía esperar la llegada de la madre que había dejado de ver hace mucho, cuando escuchaba pasos, podía verla caminando bajo la luz de las lámparas y las estrellas. Y así, volvía a sonreír. Sólo para regresar a la realidad, a la oscuridad de sus veladas.
Sin embargo, cuando Annette supo de la muerte de su madre, reaccionó de diferente manera. Se aisló lo suficiente como para concentrar sus emociones en la música que creaba, en el arte que ejercía y su poco glorioso trabajo como mesera de club nocturno. Hacía más dinero del que alguna vez se prometió ganar, pero no estaba segura si la razón detrás de sus ganancias era que debía cuidar al pequeño Jonah o porque no soportaba estar en casa con él y el trabajo era el pretexto perfecto para salir.
Jonah estaba aprendiendo que la soledad sería su única aliada.
Cada noche se mantenía en vela, esperando el regreso de algo… observando cómo la oscuridad desaparecía con cada amanecer.
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