Desde hace casi dos años, el mismo sueño me atormenta. Siempre es igual: un chico, corriendo desesperadamente con una luz brillante y segadora al fondo, y un sonido irreconocible que lo llena todo.
Un sonido agudo, metálico y violento. El sonido de un camión.
—¡AHHHHH!
Me levanté de la cama de un salto, con el corazón martilleándome en el pecho y el sudor frío recorriéndome la frente.
—Carrajo —murmuré para mí, respirando agitadamente—. Ese sueño algún día me va a dar un infarto.
Mis ojos se acostumbraron a la penumbra de mi habitación, y entonces lo vi. A través de la ventana, los primeros rayos de sol teñían el cielo de naranja. Un instante después, mi pánico se transformó en una euforia explosiva.
—Espera... es de día. Es de di... ¡ES DE DÍA!
Salté de la cama como si un resorte me hubiera impulsado. Salí disparado de mi habitación, giré a la izquierda en el pasillo, me deslicé por la barandilla de las escaleras con una agilidad temeraria, doblé a la derecha al llegar abajo y subí corriendo los escalones de piedra que llevaban al campanario de la iglesia, que también era nuestra casa.
Agarré la gruesa cuerda con ambas manos y tiré con todas mis fuerzas.
¡DONG! ¡DONG!
La campana resonó por todo el pueblo de Nalia, una llamada atronadora para despertar a todo el mundo.
—¡VAMOS TODOS, DESPIERTEN, HOY ES EL DÍA! —grité a pleno pulmón.
La puerta del campanario se abrió y allí apareció Nagi. Como siempre, ya estaba vestido impecablemente, su expresión tranquila contrastaba con mi caos.
—Natsu, ¿qué te hemos dicho de tocar la campana tan temprano? —dijo con su habitual tono sereno.
—¡Sí, pero hoy es el festival de Nalia! —respondí, sin poder contener mi emoción.
Nagi suspiró, una pequeña sonrisa casi invisible asomando en sus labios. —Bueno, lo que quieras. Puedes ir bajando al desayuno.
—¡Claro, ahí voy!
En lugar de bajar por las escaleras como una persona normal, me enganché del borde del campanario y me dejé caer. El viento silbó en mis oídos mientras descendía hacia el patio.
Abajo, la Hermana Ren estaba colgando unas guirnaldas de colores, disfrutando de la mañana.
—Qué día más hermoso para el festival —dijo para sí misma.
—¡HERMANA REN! —grité en plena caída—. ¡BUENOS DÍAS!
Ren se dio la vuelta, sus ojos se abrieron como platos al verme caer directamente hacia ella.
—¡Na... Na...! ¡Natsuuuu! ¡Kyaaaaaa! —chilló, intentando correr, pero ya era demasiado tarde.
Aterricé justo encima de ella con un golpe sordo.
—Auch... ¡NATSUU, QUÉ CREES QUE HACES! —exclamó, adolorida y furiosa, desde el suelo.
Me levanté de un salto, sin un solo rasguño. —¿Nagi me dijo que bajara a comer?
—¡Pero no así, tonto! —replicó, intentando levantarse—. ¿Podrías...?
Pero antes de que pudiera terminar, ya había salido corriendo hacia la puerta de la iglesia.
—¡Sí, gracias, y el traje de doncella está roto por cierto! —le grité por encima del hombro.
—Espera, ¿qué? ¿...qué?
Ren se miró el hombro y vio un pequeño rasgón en la tela de su vestido. Un pequeño flashback cruzó su mente: en la caída, la tela se había enganchado en la rama de un pequeño arbusto. Su cara se puso roja como un tomate.
—¡KYAAAAAAAAAA! ¡Natsu, pervertido!
Se levantó, sacudiéndose el polvo. —Dios, este niño no madura... aunque mira quién lo dice, otra niña más.
Su expresión se ensombreció por un instante, su mirada perdida en la distancia.
—O mejor dicho —susurró para sí misma—, un peón en la tabla de ajedrez de su hermano mayor.
Sacudió la cabeza, como para alejar esos pensamientos. —Bueno, me iré a cambiar y a ayudar a los ciudadanos en el festival.
Dentro de la iglesia, el olor a comida recién hecha llenaba el aire.
—Buenos días, Hermana Kitsui, ¿ya está el desayuno?
—Hola, Natsu. Ya casi está todo. Mientras, ¿podrías ayudar al señor Rei?
—¡Sí, ya voy!
Mientras yo salía corriendo de nuevo, Kitsui se quedó mirando por la ventana hacia el cielo. Su sonrisa amable se desvaneció, reemplazada por una expresión fría y vacía.
—Qué niño más intranquilo —murmuró—. Tendré que soportarlo por mucho más. Faltan cuatro años para que este pueblo deje de existir y... —sus labios apenas se movieron mientras deletreaba las palabras en un susurro silencioso— ...y todos M... U... E... R... A... N.
Sus ojos se llenaron de una maldad pura y helada.
Corrí al patio, donde mi abuelo, el Anciano Rei, estaba intentando mover unas cajas pesadas.
—¡¡¡Anciano!!!!
—Hola, Natsu. ¿Me ayudas, por favor?
—¡Sí, a qué crees que vine! ¿Y a dónde lo llevamos?
—Sígueme —dijo Rei, y juntos cargamos las cajas.
Caminamos entre la multitud que se arremolinaba en la plaza del pueblo, todos ocupados con los preparativos del festival. El ambiente estaba lleno de risas y emoción.
—Natsu, ¿puedo preguntarte algo? —dijo Rei mientras caminábamos.
—Sí, dime.
—¿Qué harás cuando cumplas los doce años? ¿Te irás de aventura?
Me detuve. —¿Eh...? ¿Aventura?
—Sí. Digo, todos los chicos de esa edad se van a un viaje. Me gustaría que tú y Nagi fuerais a uno de esos viajes. Aunque me hubiera gustado más que fuerais a la escuela de Norimoa, así no desperdiciaríais vuestro talento.
Una idea brillante cruzó mi mente. —¿Y si hacemos las dos?
Rei parpadeó. —¿Qué?
—Sí. Podríamos ir a la escuela, estar los dos años que hay que estar allí, y después salir de viaje.
Los ojos de Rei se iluminaron. —Guao, es una grandiosa idea. Pero... ¿cómo sabes que son dos años lo que hay que estar en la escuela?
—Ah... —dije, pensando rápido—. Lo escuché de Nagi y lo leí en un libro de la Hermana Ren.
—Tiene sentido —concluyó Rei, satisfecho.
Cuando regresamos a la iglesia, Nagi estaba allí, apoyado contra una pared con su habitual aire de indiferencia.
—Hola, Nagi, ¿dónde estuviste?
—En ningún lugar —respondió, sin mirarme.
—¿Por qué eres tan frío?
Rei interrumpió antes de que pudiera empezar una discusión. —Oigan, ¿qué tal si hacen una pequeña pelea de práctica? Quiero ver algo.
Mis ojos brillaron. —¡Por mí, perfecto! ¿Y tú, Nagi?
Él se encogió de hombros. —Okey. Para ganar, necesitamos tocarnos.
—¡Por mí, perfecto!
Nos pusimos en posición en el centro del patio. Nagi desenvainó su espada de práctica, mientras yo concentraba el maná en mis manos, que empezaron a brillar con un calor anaranjado.
Nagi se lanzó al ataque, rápido como un rayo. Lo esquivé en el último segundo, impulsándome hacia arriba con una ráfaga de magia de aire. Aterricé suavemente y empecé a correr en círculos a su alrededor, disparando una andanada de bolas de fuego.
Él las cortaba una por una con su espada, el metal silbando al cortar el aire caliente. Pero mientras estaba distraído con mi asalto, canalicé mi maná hacia el suelo. Una fina capa de hielo se formó bajo sus pies, congelando sus botas contra la piedra. Perdió el equilibrio por una fracción de segundo, y fue todo lo que necesité. Me deslicé por su espalda y le di un toque en el hombro.
—¡SÍ, GANÉ! —grité, saltando de alegría.
Nagi chasqueó la lengua, molesto. —Ashhh.
Rei asintió, con una mirada de orgullo y determinación. —Jum... Decidido. Cuando cumpláis los doce, iréis a la escuela Norimoa.
—Eh, bueno, te lo prometí —dije.
Nagi envainó su espada. —Qué más da. Yo también. No puedo dejar a Natsu solo.
Miré al cielo. Las nubes de la mañana se habían disipado, dejando un azul perfecto.
—Si, oigan, y parece que no lloverá.
—Es verdad —dijo Nagi, su tono un poco más ligero—. No igual que en años anteriores.
—¡Vamos a ponernos los yukatas y las máscaras! —exclamé—. ¡Preparémonos para el festival!
Rei se rio. —Claro, Natsu.
Nagi solo suspiró, pero sabía que también estaba emocionado.
Horas más tarde, la noche había caído. En mi habitación, me puse mi yukata y até cuidadosamente la máscara de zorro a un lado de mi cabeza. Las luces del festival brillaban a través de mi ventana, y el sonido de la música y las risas llenaba el aire.
—Es hora de ir al festival —dije a mi reflejo.
—¡¡¡VAMOS!!!
Salí corriendo de la habitación, pero al mirar por la ventana del pasillo, algo me detuvo. En el horizonte, muy lejos, sobre las montañas, una masa de nubes negras y ominosas se arremolinaba, creciendo a una velocidad antinatural. Un relámpago silencioso parpadeó en su interior, iluminando una tormenta que se acercaba en el último momento.

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