Hay días en los que el cielo parece apiadarse de los pobres mortales que viven bajo él y, cuando ellos lloran, él los acompaña. Por otro lado, hay días en los que ese mismo cielo parece burlarse de esos mortales de los que una vez se apiadó y se muestra resplandeciente cuando estos más sufren. Había llegado la primavera: los pájaros cantaban y todo el jardín estaba en flor, el Sol había secado los caminos y ya no quedaba rastro de las últimas lluvias. Y sin embargo, mientras en el exterior todo parecía ser alegría y festejo, en el interior de Hanakibō acababa de desatarse una terrible tempestad.
Todo su mundo era la gran mansión del clan Kamenake, la familia de su difunto padre, donde había nacido, donde había crecido, donde se había convertido en la persona que era actualmente. Dentro de los muros de aquella pequeña ciudad, que había sido el hogar de más de treinta generaciones de guardias y consejeros imperiales, el joven había aprendido a caminar, a leer y a escribir, a luchar e incluso a amar. Pero su amor no era el que debería, ni iba dirigido a quien la sociedad habría aceptado como legítimo.
Años antes del nacimiento de Hanakibō, y tras incontables siglos de guerra, el emperador firmó la paz con los Takumes o espíritus-demonio del más allá, el único verdadero enemigo del imperio. Estos seres, a los que se les atribuía peculiares poderes místicos, habían atormentado y matado humanos por mucho tiempo, y la tregua pactada no fue fácil de mantener. De hecho, poco después de que se firmara la paz una nueva disputa llevó al imperio a declararse en guerra, pero no contra los Takumes, sino contra sus propios aldeanos que, sublevados, se habían alzado en armas contra aquellos que consideraban sus enemigos naturales.
En aquella absurda guerra civil se perdieron casi tantas vidas como antaño en las guerras contra los demonios, sin embargo tras muchos sacrificios la paz volvió a instaurarse en el imperio. Y esta vez, para asegurarse de que la historia no se repitiera, el emperador en persona ordenó a todos los clanes que le habían jurado lealtad el mezclar su sangre con la de algún miembro de la comunidad Takume. Lo que en el caso de los Kamenake se tradujo en que el nuevo cabeza de familia se prometiera en matrimonio con una princesa demonio, o al menos que anunciase su intención de hacerlo.
El actual jefe del clan, Ayume, apenas tenía dieciocho años, los mismos que Hanakibō, con el que además de la edad y el apellido compartía cierto parentesco sanguíneo: sus respectivos abuelos habían sido primos. Ambos jóvenes se habían criado juntos, como hermanos a decir verdad, después de que el último cabeza de familia acogiera a Hanakibō y a la madre de este, algo que ocurrió poco antes de que estallara la rebelión contra los Takumes. Normalmente un chico no perteneciente a la familia principal jamás habría podido jugar siquiera con el futuro jefe del clan, sin embargo había una razón por la que a estos muchachos se les había educado como hermanos, y era el tener vigilado al que fuera el nieto de un traidor. Aunque la historia del abuelo del joven, y el porqué de su traición, era algo que nada tenía que ver con Hanakibō, pese a que la vida de este siempre estuvo marcada por aquel suceso, pues él nunca sería capaz de traicionar a aquel al que amaba. Claro que aquello era algo que jamás podría confesar en voz alta.
Ayume pasó a ser el nuevo cabeza de familia el día que su padre murió como consecuencia de unas extrañas fiebres, aunque en realidad el joven solo era el líder nominal. La realidad era que desde la traición de Yinshi Kamenake, abuelo de Hanakibō, no había habido un verdadero patriarca en aquella familia. Era un comité de ancianos, o personas con poder político y económico en el imperio, las que tomaban las decisiones en nombre del jefe, que ahora no era más que un representante del clan. Fue este entorno de hostilidad el que unió tanto a los chiquillos, uno maltratado por lo que en su día hizo su ancestro y otro ignorado por lo que podría hacer desde su posición. Después de todo, aunque Ayume no tenía poder dentro de su propia casa, seguía siendo el único de todo el clan que podía presentarse ante el emperador o incluso viajar hasta el palacio imperial sin ser invitado, y esa era su única baza en la partida que le había tocado vivir.
—¿De verdad vas a casarte con un espíritu-demonio? —le preguntó cuándo la reunión hubo acabado.
Como alguien externo a la familia principal, Hanakibō no podía estar presente durante la reunión del consejo de ancianos, de modo que siempre permanecía detrás de la pared hasta que el encuentro terminaba o Ayume lo reclamaba. En aquella ocasión tuvo que ser lo primero, pues no fue el consejo el que dio instrucciones al jefe del clan, sino que este comunicó a sus marionetistas cuál había sido el decreto imperial.
—Esas han sido las palabras del emperador.
Ayume nunca alzaba la voz, pero cuando hablaba sus palabras tenían una solemnidad que lograba callar a todo el consejo. Era un Kamenake pura sangre, pues tanto su padre como su madre habían nacido dentro del clan, sin embargo su piel y cabellos eran algo más claros de lo normal en aquella familia, más parecidos a los de la gente del clan Sahoi, al que una vez perteneció su abuela paterna.
—Según has dicho —salió Hanakibō de su escondite—, sus órdenes han sido mezclar la sangre de los clanes con la de los Takumes. Tú no tienes porqué casarte.
Tuvo que morderse la lengua para no decir nada indebido. A veces, por cómo lo miraba Ayume, sentía que este sabía la verdad sobre sus sentimientos, e incluso se atrevía a imaginar que era correspondido… Pero era tanto lo que podía perder si se equivocaba que nunca era capaz de dar el siguiente paso.
—¿Crees de verdad que cualquiera de esos hipócritas mezclaría su sangre o la de sus hijos con un demonio? —por su tono, el cabeza de familia debía de estar refiriéndose al consejo de ancianos, porque hipócritas había muchos en el mundo, y más en aquel clan tan cercano a la familia imperial—. Si no hubiese anunciado mi intención de casarme, el matrimonio me habría sido impuesto de una forma u otra, y era preciso que el emperador supiese hasta qué punto esta casa le es leal —se sonrió—. Por cómo me miras veo que no lo comprendes.
Hanakibō estaba disgustado, sin embargo consideró que era mejor disimular su tristeza con incomprensión. Siempre había sabido que tarde o temprano uno de los dos, o ambos, acabarían casándose, pero le parecía demasiado pronto.
—No logro ver qué beneficios hay en complacer al emperador en ese aspecto.
—Es fácil. En primer lugar, el haber tomado yo la decisión me permitirá elegir personalmente a mi esposa. Lo que es muy conveniente.
—¡Por supuesto! —no pudo evitar mostrarse sarcástico.
—Y en segundo lugar —continuó Ayume—, tenemos el deber de pensar en la familia imperial.
Aquella respuesta sí que no se la esperaba, motivo por el cual se sintió algo confuso y contrariado.
—¿A qué te refieres?
—El emperador no tiene hijos varones, y de hecho es el único descendiente varón de su difunto padre. Lo que convierte a los hijos de la princesa Tiri en los herederos del trono imperial en caso de pasarle algo a nuestro emperador. No lo quieran los Dioses.
Pese a sus palabras, no parecía verdaderamente preocupado por el porvenir del jefe de estado, sin embargo había algo que Hanakibō no acababa de comprender en todo aquello.
—Si la hermana del emperador no está casada —comentó.
—Oh, pero lo estará. Contigo.
Tardó unos segundos en creerse lo que acababa de oír.
—¿¡Qué!?
—Como muestra de gratitud por mi leal acción, el emperador ha prometido la mano de su hermana, la princesa Tiri, al clan Kamenake.
Aquella noble mujer rondaba la treintena, casi podría ser la madre de cualquiera de ellos dos. Y además de eso, su rango…
—Sería mucho mejor si yo me casara con la Takume y tú con la princesa Tiri, yo no tengo rango para…
—Necesito un aliado en el consejo de ancianos, siempre lo has dicho.
¿Ayume pretendía nombrarlo miembro del consejo?
—Los ancianos nunca lo permitirán.
—No —rió el cabeza de familia—, estoy seguro de que se negarán a aceptarlo. ¡Por los Dioses! Si por ellos fuera, la princesa Tiri tendría que desposarse con todo el consejo, de eso no me cabe la menor duda. Pero tu nombramiento ha sido aprobado por el propio emperador, así que no hay mucho que puedan hacer para oponerse.
Y lo mismo pasaba con Hanakibō, al que no le gustaban las mujeres de la manera en la que era necesaria para engendrar hijos. Pero para su desgracia no había razones que justificasen su oposición a ese matrimonio.
—Pero mi rango… —trató de negarse una última vez.
—En pocos días vendrá una doncella de la princesa Tiri para verte —continuó ignorándole Ayume—. Te aconsejo estar preparado para cuando llegue.
—¿Viene a verme? —no lo entendía.
—Evaluarte —se corrigió el joven cabeza de familia—. Ya sabes, comprobar si estás sano, si eres de buen ver… Esas cosas que importan a las damas.
—Entonces el matrimonio aún no es seguro —casi suspiró tranquilo Hanakibō.
—El matrimonio se realizará. ¿Acaso no te parece adecuada la pareja que te he buscado? —Ayume se mostró molesto por su constante negativa, y parecía casi enfadado cuando preguntó aquello.
Comprendiendo que había perdido la batalla y que lo único que podía hacer era mostrarse agradecido aun cuando no lo estuviera, Hanakibō se inclinó levemente en señal de respeto y sumisión.
—Estoy muy agradecido. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti, Ayume?
—En realidad sí —añadió el jefe del clan—. Quisiera que estés conmigo cuando elija a mi esposa, como amigo y consejero —hizo una pausa—. Después de todo tenemos los mismos gustos —sonrió.
Había veces que Hanakibō dudaba de la naturaleza de aquellas puñaladas que su amigo de la infancia le propiciaba de vez en cuando. ¿Era sin querer o lo hacía a propósito? ¿Sabía lo que sentía por él, lo ignoraba, o fingía para mantenerle atrapado en aquel sinsabor de emociones?
—Como desees —dijo antes de marcharse.
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